En agosto o setiembre de 1996 supe quién había sido en realidad mi abuelo. Cursaba de mala manera el segundo ciclo de la universidad, había renunciado a estudiar en esa facultad de Derecho que odiaba con todas mis fuerzas, con fuerzas prestadas si era necesario, para dedicarme a leer poesía, a escribirla, refugiándome en los pasillos y en los pastos, a salvo del mundo hostil que me circundaba. No recuerdo la fecha exacta en que comencé a sumergirme en las aguas de su verdadera historia, pero sí tengo muy presente el momento preciso cuando sucedió: al salir de la clase de Sociología del profesor Walter Mendoza, un sujeto alto y desgarbado, con la barba crecida y canosa a lo John Berryman, famoso por los complicadísimos exámenes que elaboraba y su incurable manía de soltar expresiones de la más vulgar genitalidad e imágenes escabrosas que ahuyentaban a su alumnas y enrarecían el ambiente hasta hacerlo irrespirable. A diferencia de la mayoría de profesores, Mendoza nunca registraba la asistencia de sus alumnos, por lo que normalmente no asistía ni la mitad de los inscritos. Se supone que yo, siempre presto a no entrar a clases si no era estrictamente necesario, no debía estar ahí ese día; sin embargo, estuve, y me quedé hasta el final de la sesión. Esto lo recuerdo porque el profesor, antes de irse, apiló un montón de separatas sobre su pupitre y nos encomendó leerlas para la siguiente semana. Era un breve ensayo sobre el pensamiento político del siglo XX peruano. Usualmente esos papeles terminaban fondeados en mi mochila, aplastados por mis libros y discos, sin ser siquiera hojeados, pero por alguna razón esa vez decidí darles una oportunidad. El texto comentaba primero a Mariátegui y al comunismo, luego a Haya de la Torre y al aprismo; a continuación disertaba sobre la irrupción del fascismo en el contexto nacional. El autor le había dedicado al tema un párrafo más o menos breve, pero se daba espacio para mencionar a los que consideraba sus principales representantes: uno era José de la Riva-Agüero; el otro, Luis A. Flores; el tercero era Carlos Miró Quesada Laos. Tuve que releer su nombre dos, tres veces para estar seguro de que era el mismo Carlos Miró Quesada que yo creía conocer. En la separata se consignaban los años de su nacimiento y muerte: ambos datos eran errados. Mi primera reacción fue, después de un minuto de pasmo, considerar aquella información tan absurda que no era posible tomarla en serio. No era siquiera digna de ser rebatida. Para mí el fascismo era una apuesta deshumanizadora, un pensamiento inadmisible en cualquier sociedad civilizada, pero sobre todo algo completamente lejano de mi vida cotidiana, de mi familia, de todo lo que sentía como propio, de todo aquello que me constituía. Era una de esas caras del mal que aparecen en los libros y en las películas, pero que siempre fueron para mí un remoto y siniestro monte inaccesible, una tragedia colectiva tan atroz como abstracta. Me quería convencer de que ciertamente Carlos Miró Quesada había sido un político conservador, anticomunista y, sobre todo, un implacable antiaprista, pero no un extremista, no un admirador de las potencias del Eje, como apostillaba esa separata. Sin embargo, había un punto que no me dejaba en paz. Si aquello era mentira, ¿por qué estaba impreso, con todas sus letras, en un documento universitario? Decidí hacer lo que hacía con todas mis obligaciones contraídas y con todos los temas delicados que exigían algún coraje para ser encarados: dejarlo pasar. Ese era el mecanismo de la inconsciencia que dominó toda mi juventud. Hice lo que me resultó más fácil y cómodo: seguir aferrándome sin cuestionamientos a esa versión oficial y absolutamente lógica de la vida de mi abuelo, esa idealización que lo hacía insospechable de haber transitado por el lado erróneo de la Historia.
Pero sucedió que en esa ocasión me fue imposible ser indiferente. Quizá durante mi adolescencia yo era un tipo irresponsable, solitario y timorato, pero eso no quiere decir que fuera un estúpido desprovisto de curiosidad. Podía relativizar los asuntos desagradables, esconder bajo diversos planos lo que no me animaba a enfrentar, pero había casos en que tarde o temprano la necesidad de una definición satisfactoria se sobreponía sobre la abulia vital que me enajenaba. Este era uno de ellos. Por eso me atreví, luego de muchos rodeos, a ir a la casa de Beatriz Eguren para conversar acerca del pasado de mi abuelo.
Habían transcurrido dos o tres meses desde mi incómodo descubrimiento. Era una mañana invernal y fea, envuelta en una atmósfera inerte y salina propia de los barrios cercanos al mar cuando la niebla los visita. Mi abuela me recibió en bata, leyendo los periódicos en la mesa de la cocina. Sirvió café muy caliente y me comentó las noticias, es decir, puso a rodar su monólogo sobre lo bien que estaba haciendo las cosas Fujimori, y luego, sin mayor transición, a lamentarse por el momento tan crítico por el que estaba pasando el matrimonio de mis padres, preguntándose por qué mi padre había echado a perder veinte años de vida en común por meterse con una zamba de pelos oxigenados que no valía nada. Dijo algo de cicatrices que nadie iba a poder borrar. Yo me esforzaba por prestarle atención, en sostener el diálogo en piloto automático, esperando el momento justo para colar el tema con sutileza. El problema es que esa nunca ha sido una virtud que me caracterice. No conseguí derivar nuestra conversación hacia mi cauce, así que en la primera pausa que me concedió, le pregunté, sin calcular las posibles consecuencias de mis palabras, pero procurando que no sonaran a un reproche, por qué nunca me había contado que mi abuelo era un fascista, y le pedí que me dijera qué es lo que él había hecho para que la gente lo recordara así hasta cincuenta años después de acabada la Guerra.
Beatriz Eguren enmudeció súbitamente y abrió sus ojos verdes hasta hacerlos inabarcables. Pero rápidamente se compuso. Fingiendo un histriónico aire distraído, me explicó que esa era una tontería que difundieron sus enemigos para molestarlo.
—Él nunca había sido un fascista en serio —dijo, imagino que para tranquilizarme.
Pero me alarmé más todavía. ¿Cómo que no había sido fascista en serio? ¿Qué significaba eso? Aparentando mucha calma, como si lo que hablábamos no fuera en absoluto importante, me explicó que al igual que otras muchas personas él había tenido alguna simpatía por el fascismo, pero que en su caso particular se trató de un entusiasmo fugaz que no pasó a mayores. Que toda su actuación se limitaba a unos pocos artículos en el periódico de la familia acerca de la Italia de entonces, sí, favorables, pero que en la Lima de los treinta eso no resultaba escandaloso, sino todo lo contrario. En esa época la colonia italiana era numerosa e influyente y la gran mayoría de sus integrantes admiraba a Mussolini; por otro lado, los horrores del nazismo ni siquiera habían ocurrido por entonces y de todos modos aquella atracción nunca fue algo determinante para él, ni para sus ideas ni para lo que hizo y escribió en la posguerra. Si no me lo había contado antes era por eso mismo: porque carecía de cualquier trascendencia. Y, por último, no tenía demasiado que decir al respecto, pues no lo había conocido en esa época, sino varios años después, y a mi abuelo no le gustaba hablar de esos temas con nadie, ni siquiera con ella. No dijo más. Tampoco insistí.