En el verano de 1999, a los veintitrés años, escribí y publiqué un largo poema al que decidí nombrar El libro de las señales. Lo hice sin un esquema, un planteamiento inicial ni nada parecido. Mediante las claves que la poesía concede logré que todo fluyera caudalosamente, sin calcular que el río de la memoria arrastraría en su corriente el lodo y la maleza que me enturbiaban y describían a la vez. Escribí un canto de amor homoerótico que se desarrollaba en un marco atemporal y desolado, o al menos en un inicio era eso, pues mientras lo avanzaba se iba contaminando de continuas idealizaciones del orden nacionalsocialista y de comentarios de humor negro sobre el Holocausto; estos aparecían en la pantalla sin que yo me diera cuenta, espontáneamente, como si la integridad de mis pensamientos concluyera, no importa el camino que tomara, en una adhesión lírica a las sociedades homogéneas y a la Solución Final. Cuando el libro fue publicado, en algunas entrevistas me preguntaron por qué había optado por esos temas y cuál era mi intención de tratarlos con ese tono tan sarcástico y celebratorio. He revisado algunos viejos recortes de periódico donde pretendo dar una explicación satisfactoria; constaté que mis respuestas fueron, sin excepción, torpes y deficientes. Mi ineptitud para justificar mi libro y, sobre todo, para justificarme a mí, era palmaria para cualquiera que las leyera.
Ocho años después terminé de escribir un nuevo libro de poemas de título esotérico, Horoskop, y en sus páginas resurgieron, sin que yo pudiera entenderlo ni evitarlo, las invocaciones a la pureza sanguínea y a los hornos crematorios, además de homenajes al negacionista Ernst Zündel y a Nikolaos Michaloliakos, mucho antes de que dejara de ser un anecdótico personaje de la extrema derecha griega y se convirtiera en el líder de la tercera fuerza política de su país a la cabeza del movimiento Amanecer Dorado. Algunos leyeron estas referencias con esperable desconfianza, otros con una más compasiva extrañeza e incluso el crítico literario de un tabloide apuntó en su columna que mi poesía «no necesitaba de ese discurso propio de un skinhead». Jerónimo Pimentel, un joven escritor a quien conocí por esos días, me comentó mientras tomábamos un café que esos versos míos le hacían recordar la cuestión que entabló George Steiner sobre algunos poemas de Sylvia Plath, acerca del derecho de apropiarse de los rastros y recuerdos de Auschwitz, así como de todas las emociones que despiertan, para el provecho de nuestras necesidades privadas. ¿Era legítimo que alguien que no había participado en aquellos sucesos se arrogara ese derecho? ¿No cometía acaso, como aseguraba Steiner, un «sutil latrocinio»?
Podía serlo, tal vez. No estaba preparado para enfrentar esas lecturas sobre lo que había hecho; si no era capaz de comprender mis auténticas intenciones, mucho menos estaba en condición de profundizar sobre ellas. Pienso que todavía no soy capaz de explicarlas de la única manera que realmente importa: aquella que me convenza a mí. He ensayado muchas interpretaciones para ese «sutil latrocinio», pero todas me parecen forzadas. Hasta hoy no sé por qué en mucho de lo que he escrito, e incluso en ciertos momentos de definición personal, irrumpen imágenes y pensamientos cargados de totalitarismo y represión que no puedo derrotar y que con cada victoria me apartan más de lo que, según los demás, han consagrado como el lado correcto de las cosas. Sospecho que haber sido, en la infancia, parte de una suerte de fascismo —el familiar, el que se apropia y manipula las vidas y los cuerpos— ha dejado indeseables consecuencias emocionales, ideológicas y viscerales en mí que, al borde de los cuarenta años, todavía procuro desentrañar. En ese fascismo familiar yo fui un territorio ocupado. Mi participación dentro de ese sistema fue como víctima, pero no debemos olvidar que no hay fascismo que triunfe si no hay quienes estén dispuestos a ser sus víctimas, a ser engranajes inferiores del mecanismo que los degrada y los despoja de sus caracteres humanos. Ese ha sido mi caso.
Cuando era un adolescente buscaba el dolor. Apenas regresaba del colegio, me encerraba en mi habitación, aunque no hubiera nadie en casa. Encendía el televisor y me desnudaba. Mi espléndido cuerpo a los quince años era el instrumento de un orden represivo. No me pertenecía. Por eso muy rara vez lo lavaba, permitía que fuera maltratado, no sentía el menor afecto por él. Por eso, en aquellas tardes, lo sometía a una serie de rituales. Rituales de dolor físico y mental. La violencia de estos castigos fue incrementándose con el correr de los meses. En el paroxismo de aquellas ceremonias solitarias me arranqué una muela sana con la ayuda de una pinza. La memoria, y las humillaciones que contenía, no obstante, fue la mejor herramienta de autopunición. Fue de ese modo como aprendí a no tener piedad de mí, a que la piedad es estéril. Nada engendra.
El fascismo, entendido desde ese punto de vista, no es sino una película de violación y venganza, pero en la que, en lugar de venganza, solo hay complicidad y, en algunos casos, agradecimiento.