La historia de Carlos Miró Quesada, o más bien lo que realmente importa de la historia de Carlos Miró Quesada, comienza en 1930, con el arribo del general Luis Miguel Sánchez Cerro al poder, por medio de un golpe de Estado contra el régimen autocrático de Leguía, hombre de baja estatura y desbocada megalomanía a quien sus esbirros llamaban el Pequeño Gigante del Pacífico. Prácticamente todo lo anterior a ese suceso o se ha perdido entre la muerte y el olvido o es tan irrelevante como lo ocurrido con tantos otros miembros de mi familia materna que consiguieron un puesto en El Comercio gracias al único mérito de su apellido. Intenté llenar ese vacío inventándome anécdotas de su infancia entre su casona del Callao y el Colegio de la Inmaculada, o fantaseando con un romance de fines de semana mientras estudiaba en un internado de los Estados Unidos, pero eran fabulaciones truncas que nunca levantaron vuelo, como si una fuerza superior a mí me impidiera eludir el peso de los sucesos reales (o, en este caso, su casi completa ausencia).
Carlos Miró Quesada admiró y se adhirió desde un primer momento al perfil nacionalista y al ideario conservador de Sánchez Cerro, un general de piel oscura, físico insignificante y escasa educación que se distinguió desde muy joven por su audacia y valentía en el combate. Le dedicaría un libro hagiográfico años después, Sánchez Cerro y su tiempo, uno de los mejores que escribió. Esta admiración palidecía ante la repulsión que le inspiraban los enemigos declarados del militar piurano, los apristas, y sobre todo su incontestable líder, Víctor Raúl Haya de la Torre. Mi abuelo nunca dejó de escribir apra en minúsculas, como si se refiriera a un abyecto bicho parasitario que mediante sus colmillos y sus ganchos drenaba la sangre de la nación. Le chocaron el carácter internacional del partido, su promiscuidad ideológica y su violento radicalismo. Me imagino el estupor de un hombre con tanto fervor patriótico ante el espectáculo de los primeros y multitudinarios mítines apristas, donde la bandera peruana había sido sustituida por la roja y dorada del indoamericanismo, el escudo nacional reemplazado por la estrella de cinco puntas importada de Moscú y el himno depuesto por un remedo de la Marsellesa. Fue, pues, un desprecio a primera vista que con el paso de las décadas y de las circunstancias mutaría en un odio ígneo, casi palpable e indestructible.
Se comprenderá, entonces, qué tan decisivas fueron para mi abuelo las elecciones de 1931, en las que los principales candidatos fueron justamente Haya de la Torre y Sánchez Cerro. Se enfrentaron, según sus palabras, el Perú contra el anti-Perú: el futuro del país, su misma supervivencia, se definían en aquella votación. Como todos los adeptos convencidos, Carlos Miró Quesada ocupó el puesto que le tocaba en la trinchera: periodista en el diario de propaganda La Opinión, donde su misión principal era mofarse despiadadamente de los líderes apristas, a quienes flagelaba con comentarios satíricos e informaciones lapidarias que, sospecho, en algunos casos eran ciertas y en otras no tanto:
«Los ruidosos escándalos de una secta. Sigue el desbande del aprismo. El doctor Salvador Olivares se aparta de ese partido, calificando a las mayorías apristas de ignaras y fanáticas».
«Dos toxicómanos dirigentes del aprismo en Lambayeque».
«Ridícula aventura del candidato aprista Luis Alberto Sánchez. Cuando se dirigía a Surco con el objetivo de inaugurar una célula con su correspondiente protoplasma leguiista, topó con un grupo de sanchezcerristas. Los partidarios de Haya de la Torre dispararon sus revólveres contra ellos, quienes se vieron obligados a repeler la agresión con pedradas. Luis Alberto Sánchez y los apristas que lo acompañaban huyeron como gamos. El candidato se refugió en una huerta y fue encontrado por la Guardia Civil».
El Jefe Máximo del aprismo y sus allegados acusaron los golpes de mi abuelo y esto puede comprobarse en la correspondencia personal entre Haya y Sánchez, publicada por Mosca Azul en 1982. Las cartas ahí reunidas hablan de él como una lacra a la que había que aplastar, frente a la cual acordaban planes de desprestigio e intimidación. En una comunicación de 1954, Haya esgrime pruebas del pasado fascista de Carlos Miró Quesada y expresa su deseo de «sacar a Carlos Garrotillo y ponerlo en la picota». Con frecuencia ambos lo llaman en sus intercambios «el Miróquesada», deformando nuestro apellido con desprecio.
Las elecciones de 1931, las más limpias que se habían celebrado en el Perú hasta entonces, fueron ganadas por Sánchez Cerro. Su victoria fue amplia e inobjetable, pero los apristas nunca reconocieron la legitimidad de los resultados y desde el primer día promovieron la insurgencia contra el régimen constitucional. El APRA asumió que la vía democrática al poder se le había cerrado y procedió a transitar el camino de la subversión. Treinta y seis simpatizantes del gobierno fueron asesinados en aquellos meses de incendios, apagones e intentonas revolucionarias. Esto obligó al gobierno a decretar el estado de emergencia, restringir las libertades políticas y expulsar a la representación aprista del Parlamento. Mi abuelo, ya parte del círculo de confianza de Sánchez Cerro, observaba consternado este panorama caótico que parecía condenar al Perú a la anarquía o, peor aún, a la lucha de clases. La familia Miró Quesada, previsiblemente, se alineó con el mandatario y mi abuelo asistía a las reuniones del directorio del periódico como quien se apersona a un Consejo de Guerra. Desde ahí se acordaban los editoriales, el tratamiento de las noticias y movimientos estratégicos que mayor daño pudieran hacer al adversario. Carlos Miró Quesada, una vez más, se situó en la primera línea de fuego. No sabía que con cada una de sus decisiones se aproximaba a un terreno en el campo de batalla donde no hay vuelta atrás, donde se repasan los cuerpos caídos, donde no se toman prisioneros. O quizá sí lo sabía y aceptaba voluntariamente esas reglas de juego y suscribía los preceptos de esa lucha despiadada.
La convulsión social y política que marcó todo el gobierno de Sánchez Cerro tuvo su momento más trágico el 7 de julio de 1932, cuando estalló una gran revuelta en Trujillo, la segunda ciudad más importante del país y bastión aprista. Uno de los sucesos más espantosos de aquel alzamiento fue la matanza en la cárcel principal, donde una chusma enardecida ajustició a varios militares, muchos de ellos oficiales, y policías rendidos, ensañándose luego con sus cadáveres, a los que, según algunas versiones, arrancaron los genitales y extrajeron los corazones a puñaladas. Sánchez Cerro, en su afán de aplastar a los insurrectos a como diera lugar, ordenó que la aviación bombardeara la ciudad y que el Ejército entrara a sangre y fuego, desoyendo los pedidos de diálogo de los apristas, cuyos líderes, en una actitud que caracterizaría su accionar durante toda la historia del partido, estuvieron siempre en la retaguardia y huyeron apenas presintieron la derrota, abandonando a su ejército de hombres, mujeres y ancianos a merced de soldados ciegos de revancha. Después de que los militares impusieron el orden en Trujillo, las cortes marciales condenaron a muerte en juicio sumarísimo a un centenar de acusados, pero como muchos de ellos ya habían entrado a la clandestinidad, solo se ejecutó a cuarenta y dos de ellos. Si bien nadie puede criticar a un gobierno constitucional por resguardar el Estado de derecho, lo cierto es que la actuación de los militares en este caso fue completamente desproporcionada y, en cuanto a los procesos judiciales, hubo irregularidades graves que los volvieron nulos bajo cualquier punto de vista. También es verdad que si alguien permitió la inmolación del pueblo de Trujillo a favor de sus intereses personales fue Haya de la Torre. Basta recordar que después claudicó de sus ya de por sí gaseosos principios y llegó a auspiciar un pacto con los mismísimos dirigentes de la Unión Revolucionaria, el partido de Sánchez Cerro, quienes, como le recordó Luis Alberto Sánchez en una indignada misiva,«no vacilaron en veinte meses de poder en asesinar a algunos centenares de compañeros nuestros». Todo tiene, pues, su siniestra y perfecta lógica.
Carlos Miró Quesada, al igual que la totalidad de integrantes del Consejo de Guerra de El Comercio, aplaudió y defendió con tenacidad las medidas del gobierno de Sánchez Cerro en contra del APRA, que fueron interpretadas por él y por otros familiares míos como indispensables para garantizar la seguridad y el orden público. Mi abuelo defendió hasta su muerte todas las acciones del Ejército destinadas a aplacar la insurrección de Trujillo, catalogándolas como un acto necesario y patriótico. Los apristas, luego de fracasar en su salvaje tentativa, comprendieron que al haber fallado siguiendo la vía electoral y la lucha armada, solo podría cumplir sus propósitos a través del terrorismo. Su primera víctima de renombre fue el mismo Sánchez Cerro. El 30 de abril de 1933 Abelardo Mendoza Leyva, un pobre diablo que vivía de pequeños hurtos y que según Jorge Basadre estaba inscrito en el APRA desde 1931, lo mató a tiros en el hipódromo de Santa Beatriz. La dirigencia, en ambos casos, negó haber ordenado los atentados y sostuvo que estos eran obra de fanáticos que habían obrado por cuenta propia, excusa que esgrimiría en todas las ocasiones posteriores cuando alguno de sus militantes era capturado luego de ultimar a uno de los más destacados enemigos del partido.
El Comercio reaccionó con ferocidad ante el magnicidio. Acusó al APRA (a la que ya calificaba como una «secta internacional y disolvente») de haberlo planificado, exigió que fuera puesta al margen de la ley y demandó el encarcelamiento de sus cabecillas. El partido respondió en enero de 1935 con una bomba que estalló en una de las ventanas de la oficina del jefe de redacción del diario, con el saldo de un herido grave. Esto agudizó la confrontación con los Miró Quesada, a quienes los apristas, a través de las páginas de La Tribuna, su órgano de prensa oficial, les advirtieron, cada vez con menos disimulo, que sufrirían consecuencias aún más funestas si insistían en mantener esa actitud.
No tardarían en cumplir aquellas amenazas.