El 15 de mayo de 1935, a la 1:45 de la tarde, mi bisabuelo Antonio —director de El Comercio durante más de treinta años— y mi bisabuela María recorrían la acera del entonces majestuoso Teatro Colón, ubicado en la plaza San Martín. Hasta ese instante, todo había sido un día normal para el matrimonio: Antonio Miró Quesada de la Guerra, luego de su habitual reunión con los periodistas y el personal de la imprenta, se dirigió al hotel Bolívar, donde se alojaba. Allí recogió a su mujer y ambos se retiraron al restaurante del Club Nacional, en el que solían almorzar. Había menos de cien metros entre ambos locales. Fue a medio camino cuando un muchacho de diecinueve años llamado Carlos Steer Lafont, miembro de la Federación Aprista Juvenil, se les acercó y apuntó por la espalda con un revólver. Sin vacilar, como quien liquida un par de patos en un estanque, Steer disparó a mi bisabuelo en tres ocasiones. Una de ellas, la que lo mató, fue en la cabeza. Mi bisabuela intentó defenderlo emprendiéndola a carterazos contra el asesino, quien, creyendo que ella pretendía sacar un arma de su bolso, le disparó un tiro en el rostro y luego otro más en el muslo. Según Beatriz Eguren, que me contó muchas veces esta historia, María Laos era tan frágil que el balazo la elevó por los aires; cuando cayó a tierra estaba muerta. Steer —que fue descrito en la edición vespertina de El Comercio de ese día como «de regular estatura, decentemente vestido, de raza blanca»— huyó por el jirón Quilca. Cuando se vio rodeado por la policía intentó suicidarse disparándose tres veces, una de ellas en la boca, pero no lo consiguió; sus heridas eran graves, pero los médicos del hospital Arzobispo Loayza lograron salvarle la vida.
El monstruoso asesinato de mis bisabuelos llenó de estupor a la ciudad y recrudeció el odio de mi familia hacia el APRA hasta volverlo incandescente. Sus hijos, sobre todo mi abuelo, lo combatirían en las décadas siguientes de distintas maneras, hasta las últimas consecuencias, incluso transgrediendo límites vedados. Por eso aplaudirían todas las medidas autoritarias de distintos gobiernos que garantizaban la ilegalidad y persecución de Haya y sus prosélitos, recordarían sin tregua en las páginas de El Comercio los crímenes de sus primeros años y echarían mano hasta de la homofobia para denigrar a Haya, de quien siempre se rumoreó que era un pederasta inveterado (mi abuela me contó alguna vez que lo vio en Roma, en Via Veneto, sentado en una motocicleta conducida por un mancebo). Recién a mediados de los ochenta, gracias a algunos gestos de acercamiento por parte del entonces presidente Alan García, quien visitó las rotativas del periódico, sus directores harían las paces con el partido e incluso colaborarían abiertamente en su segundo gobierno.
Pero todavía faltaba mucho para eso. Estamos en 1935 y el APRA, como era su costumbre, negó cualquier implicancia en el crimen de Steer. Hay dos versiones sobre la responsabilidad mediata del asesinato. La versión aprista es la que resumió Luis Alberto Sánchez en una entrevista con César Hildebrandt en 1980: esta sostiene que, apenas se enteró del homicidio, Haya de la Torre tuvo la intención de presentarse a las autoridades para aclarar su inocencia, pero que fue retenido por sus colaboradores, quienes le advirtieron que sería encarcelado de todas maneras. Otra versión, que me fue relatada por el exparlamentario fujimorista e intelectual monárquico Fernán Altuve, afirma que Haya de la Torre, apenas informado de los asesinatos, se escondió en la casa de Alfredo Benavides, cuñado de Óscar R. Benavides, presidente en funciones. No solo eso: Beatriz Eguren me ha contado que, según mi abuelo, el jefe del APRA, luego de una reunión donde insistió a un grupo de jóvenes del partido en que no se debía emplear la violencia contra los enemigos, dejó sobre el estrado un revólver Colt para que Steer cometiera el atroz delito. Lo único verificable es que el asesino de Antonio Miró Quesada y de María Laos no actuó solo. En las actas del juicio se incluye un testimonio de la madre de Steer, quien informó que su hijo, aproximadamente un año antes del crimen, había cambiado radicalmente su forma de ser y que «durante este tiempo personas para ella desconocidas silbaban a su hijo en las noches, desde la esquina de la casa y lo incitaban a salir». Decidió enviarlo a Huancayo para apartarlo de aquel ambiente y de los individuos que lo inquietaban. Su hermana declaró que cuando personas extrañas lo llamaban desde la esquina, él tranquilizaba a su familia diciéndoles que «eran compañeros». El mismo informe judicial reconoce que «no se explica cómo una persona de la edad del inculpado, que cuenta con poco menos de veinte años, haya podido —según propia confesión— premeditar el crimen durante largo tiempo, preparando sin vacilación, cui dadosamente, los detalles de su ejecución». Pero aun aceptando la existencia de autores intelectuales, lamenta que, «por desgracia, no han podido individualizarse de modo claro y concreto de este juicio quiénes son las personas que llevaron al acusado a perpetrar el delito y, sobre todo, en la forma inaudita en que se ha procedido».
Carlos Miró Quesada y sus hermanos batallaron para que Haya de la Torre respondiera ante los tribunales, pero sobre todo presionaron para que Steer Lafont fuera condenado a muerte. Mi abuelo afirmó, ante el Juzgado de Primera Instancia de Lima, que había recibido, tres días antes de la tragedia, un anónimo alertándolo sobre un complot, lo que demostraba la premeditación con la que el asesino y sus cómplices habían actuado. Los Miró Quesada exigieron a Benavides cumplir con sus exigencias, pero este se negó. En el caso de Haya, el presidente constitucional, lejos de perseguir al APRA, sostuvo con este partido secreto contubernio; a la agrupación que realmente persiguió fue a la Unión Revolucionaria, deportando a sus principales representantes —entre ellos a su líder, Luis A. Flores— y cortando sus lazos con el régimen fascista italiano al hacerlo aliado del gobierno peruano, lo que se tradujo en la invitación de personalidades relevantes como el jefe de policía Camarotta y el establecimiento en Lima de una fábrica para producir los aeroplanos Caproni. La supuesta represión contra los apristas fue bastante relativa y nunca involucró a los peces gordos del partido. En cuanto a Steer, al ser menor de edad no era posible imponerle la pena de muerte. La Corte Marcial lo sentenció a veinticinco años de cárcel, pena que no satisfizo a mi familia, lo que fue el motivo principal de la agria oposición que El Comercio destinó a Benavides hasta el final de su mandato.
La vida de Carlos Steer Lafont en la cárcel osciló entre el miedo y el desengaño. Miedo porque los Miró Quesada intentaron en más de una ocasión atentar contra su vida en la prisión donde estaba recluido, el Panóptico, sobre todo en sus primeros años de condena. En cierta oportunidad un preso estuvo a punto de apuñalarlo en uno de los sórdidos patios de la cárcel; este incidente afectó su ya frágil estado mental, tornándolo en una especie de bestia acorralada. Quizá por ello intentó escapar el 29 de abril de 1944, ocasión en la que mató de un tiro a uno de los guardias, llamado Salatiel Aliaga, por lo que su condena fue ampliada varios años más. El desengaño se lo causó el APRA, que cuando pudo hacer algo por él, le dio la espalda, abandonándolo a su suerte. Steer se convirtió, como Haya de la Torre dijo por ese entonces, en un elemento de desprestigio para el partido, en un síntoma de barbarie del que era mejor desentenderse. Por ejemplo, cuando José Luis Bustamante y Rivero fue elegido presidente en 1945 y anunció una amnistía para todos aquellos condenados por las cortes marciales, Haya pidió expresamente que aquella gracia no se le concediera a Steer, asegurando que esa decisión lo beneficiaba tanto a él como al partido.
Es cierto que esta situación cambió mucho cuando salió de prisión, en 1960, gracias a un indulto del presidente Manuel Prado. Steer era por entonces un hombre visiblemente perturbado, irascible e intratable. El APRA se hizo cargo de él, siempre de manera clandestina. Apenas recobró la libertad, lo enviaron a Caracas para que trabajara como soplón en los servicios de inteligencia del gobierno de Rómulo Betancourt. Cuando las guerrillas venezolanas lo pusieron en la lista negra, no le quedó más remedio que regresar al Perú. Gobernaba Belaunde, pero los apristas, en una alianza contra natura con el odriismo, dominaban el Parlamento. Luis Alberto Sánchez, presidente del Senado, lo contrató como agente de seguridad de la Cámara, bajo el apellido Galván. Años después, ya con el general Velasco en el poder, se descubrió que Galván era Carlos Steer Lafont, lo que desató las previsibles protestas de los hijos sobrevivientes de Antonio Miró Quesada. Sánchez aduce, en sus muy cuestionables memorias, que él desconocía que Galván era Steer, lo cual es bastante improbable, más todavía si tenemos en cuenta que ambos se habían conocido en Venezuela unos años antes.
Pero aunque el partido lo siguió apoyando económicamente como quien otorga una pensión vitalicia a un héroe, a la vez tomaba distancia de él cada vez que alguien recordaba el asesinato de mis bisabuelos, e incluso lo juzgaba con dureza. En la ya mencionada entrevista de Hildebrandt a Sánchez, el autor de Don Manuel lo retrata de esta manera: «era un menor de edad y un loco. Steer era un fanático. Él quiso matar primero a Manuel Seoane (el segundo en la línea de sucesión del APRA). Era un gatillo libre». Steer, que había soportado en silencio durante años toda clase de expresiones y censuras provenientes de sus compañeros, esa vez no se guardó nada. Ya sin la intimidante presencia de Haya de la Torre de por medio, mortificado por las palabras de Sánchez, envió una carta a la revista Caretas, que fue publicada en el número siguiente. Entre otras cosas, decía esto: «No quiero caer en su provocación y aclarar la verdad que deliberadamente he callado hasta ahora para proteger al Partido de sus enemigos. Algún día lo haré para que las nuevas generaciones conozcan la verdad y la forma sacrificada como nos entregamos a una causa [...] Si quiere conocer los antecedentes de lo ocurrido en 1935, puede consultar con León de Vivero, Vásquez Díaz, Cabrera Charún. Y como menciona a Nicanor Mujica, este puede informarle que, por intermedio de Juan Seoane, me transmitió la orden de un sacrificio más para que declarara lo del “atentado” a Manolo Seoane, para voltearle la tortilla a los Miró Quesada. Que les pregunte Sánchez sobre el Plan del Hotel Bolívar». Steer debió recibir presiones y amenazas luego de este atrevimiento, pues nunca más volvió a asomar cabeza.
Durante los ochenta, Steer laboró como portero de la Universidad Villarreal —centro de estudios de gran influencia aprista— y luego, cuando ya estaba impedido de trabajar por la edad, el partido le asignó una mensualidad que iba a cobrar casi secretamente a las oficinas de un dirigente que fungió como ministro de Justicia del segundo gobierno de Alan García. En una entrevista brindada a unos jóvenes militantes a finales de los noventa, Steer no demostró el menor arrepentimiento por sus delitos. Llegó a decir que fue «la mano del cerebro multitudinario de un país convulsionado por la violencia, después de un año de iniquidades». Falleció en el 2002, a los ochenta y seis años de edad. Poco antes de morir, el APRA ya había empezado a rescatar su figura e incluso a ensalzarla, siempre internamente. En la última década varias publicaciones de las bases apristas lo glorificaron sin fingimientos. Por ejemplo, el comité juvenil de Barranco, en su boletín virtual, se refirió al deceso de Steer Lafont considerándolo un compañero «siempre recordado y querido». En otras páginas y blogs el trato que se le dispensa no es muy distinto. Unos apristas de Trujillo lo llaman «fiel militante», mientras que un blogger aficionado a la historia del partido, con heterodoxa sintaxis, le dedica estas líneas: «¿qué noción de creencia pudo tener Steer para tomar tan gallarda decisión de acometer contra la vida de Antonio Miró Quesada y su esposa? Su creencia estaba estrechamente ligada a principios de libertad y justicia social, pero es justamente la impotencia por alcanzar esa justicia social y libertad lo que hizo que su convicción diera un paso más adelante del que cualquier persona se hubiera imaginado, y es que gozaba de una personalidad imbuida en tomar acción frente a las infamias de la opresión asfixiante. Enarbolar su nombre, reivindicarlo como bandera de rebeldía, fe en las convicciones sin temer a las consecuencias, valor en la acción».
Sé que mi abuelo escribió el editorial de El Comercio que apareció la misma tarde del asesinato. En el día más pleno de horror que había vivido y que viviría, Carlos Miró Quesada tuvo la entereza de sentarse a redactar esto: «Cuando escribimos estas líneas, en el salón de actos de El Comercio están los dos cadáveres amados. Todo cuanto Lima tiene de representativo desfila ante ellos expresándonos sus sentimientos de condolencia y dejándonos sentir su más vibrante protesta. La voz se nos quiebra bajo el peso del dolor mientras llena nuestros corazones de voluntad inquebrantable de ser dignos de la vida y la muerte de Antonio Miró Quesada».
Terminó de escribir, se levantó de la silla, entregó el texto a los responsables y se retiró de las oficinas del periódico por tiempo indefinido. Asistió, destrozado, a las multitudinarias ceremonias fúnebres. Fueron días aciagos de pasillos infinitos, de fantasmas y espejismos, de inapetencia y marasmo, de los que le costó sobreponerse. Y, sin embargo, con mucho esfuerzo, lo consiguió: reaparecería en las páginas de El Comercio siete meses después. Pero ya no era el mismo.