Reviso algunos de los apartados anteriores y me doy cuenta de que en un par de ellos, para referirme a los Miró Quesada, he escrito el término familia materna. Literalmente es cierto, pero al mismo tiempo no puedo dejar de sentir que esa expresión es una impostura. De acuerdo, a mi abuela y mis primos hermanos, es decir, a mis parientes más próximos por esa rama, sí los puedo considerar como tales. Pero si navegamos más allá de esos arrecifes, cuando me hablaban desde muy joven de aquellos Miró Quesada que, según decían, encarnaban cierto poder social y económico y dominaban un amplio espectro de los medios de comunicación del país, para mí eran solo unos extraños con quienes compartía un apellido y que aparecían en las páginas de política y de sociales de los diarios que ellos mismos imprimían, pero nada más que eso. Mi madre nunca los frecuentó, que yo sepa jamás fue invitada a sus almuerzos, fiestas o reuniones, y, en general, su contacto con ellos fue mínimo, por no decir inexistente. Cuando a los once años me enteré, gracias a una conversación con un amigo del colegio, de que guardaba parentesco con esos señores que dirigían del periódico más importante del país, corrí a casa para preguntarle a mi madre si eso era verdad. Recuerdo que la encontré cortando unos trozos de carne en la cocina. Ella me dijo que claro que era cierto, y así fue como me enteré de quiénes fueron mis bisabuelos y cómo murieron. Entonces quise saber por qué si éramos parientes no los conocía, ni sabía quiénes eran mis primos y mis tíos, por qué nunca había ido a sus casas, como lo hacíamos siempre con los familiares de mi padre. Con un gesto de desdén que nunca olvidaré, sin perder la vista de los bifes que estaba destazando, mencionó algo sobre sus pocas ganas de frecuentar a gente fatua e insufrible. Colocó la carne en un plato para condimentarla y cambió de tema para preguntarme por el examen de matemáticas que había rendido en la mañana.
Cuando crecí fui enterándome por medio de los libros, de mis profesores y de otras fuentes de cómo la historia del clan Miró Quesada se engarzaba con la historia del Perú. El solo hecho de haber secundado, en algunos casos hasta el franco servilismo, a las peores dictaduras y autocracias que los peruanos padecimos durante el siglo anterior era suficiente para que mi percepción sobre ellos —sobre nosotros— no fuera muy favorable. Recuerdo bien las invencibles náuseas que me produjo leer, en julio del 2000, ese editorial ya célebre de El Comercio en el que sus directivos solicitaban a todos los sectores «paz social» para que Fujimori pudiera asumir su tercer mandato mientras llovían las denuncias de fraude electoral, la comunidad internacional condenaba al régimen con indignación y aparecían todos los días pruebas irrefutables de que la prioridad del gobierno era, aparte de su perpetuación, el sistemático y voraz saqueo del erario. Y sin embargo, a pesar de todas mis reservas, me había pasado la adolescencia preguntándome cuál era el lazo que realmente tenía con ellos, si es que existía alguno que no fuera una coincidencia nominal, y cuándo y por qué había acontecido esa ruptura que me producía una sensación de insoluble desarraigo. Hasta que llegó aquella noche a mediados de los noventa en que buena parte de mis dudas fueron de golpe contestadas.
Hablo de la noche cuando me enteré de la verdad acerca de la relación que mantuvieron Carlos Miró Quesada y Beatriz Eguren a lo largo de veinticinco años. Sucedió en la casa del Sol de La Molina, durante esos seis meses en los que mi padre estuvo separado de ella, la más larga de esas periódicas rupturas temporales que acordaba con mi madre en la última etapa de su matrimonio. Fue una noche a mitad de semana, tan tranquila que se podía escuchar el avance del viento entre los cerros estériles que nos rodeaban. Teníamos la gran casa para ella y yo, y estábamos ahí, en las bancas de la cocina, conversando y tomando algunas latas de cerveza. Debe haber sido una de las pocas veces durante esos años en que se me ocurrió consultarle algunas cosas sobre mi abuelo. Me contó vaguedades y anécdotas que ya conocía, hasta que, luego de beber la tercera lata, se decidió y me preguntó si ya sabía la verdad. No entendí a qué se refería. Prendió un cigarrillo y me resumió la historia en dos frases que tuvieron el efecto de una sacudida eléctrica. Dijo que mi abuelo no se había casado nunca con mi abuela y que fueron amantes por un cuarto de siglo, hasta la muerte de él. Nos quedamos mirándonos en silencio, mientras intentaba comprender. Ella, ante mi sorpresa, se rio. ¿Nunca había sospechado nada? ¿Jamás me había preguntado por sus fotos de la boda, por ejemplo? Lo cierto era que no, nunca, jamás. ¿Y si él ya estaba casado, con quién era? Pues con una señora que se apellidaba Moreyra. Había muerto hace poco, agregó. Tuvieron una hija llamada María Luisa, a quien ella frecuentó algunas pocas veces entre los setenta y los ochenta, hasta que dejaron de verse. ¿Y cuándo se había enterado ella de todo? Unos días antes de que mi abuelo muriera, Beatriz Eguren se reunió con sus hijas para contarles lo que debían saber. Antes de eso, ni siquiera lo sospechaban. Carlos Miró Quesada diseñó una doble vida sin fisuras, al punto de que sus hijas pudieron vivir junto a él sin enterarse de nada por casi quince años: se le asignaba una embajada en algún país de Latinoamérica o Europa, ocupaba la residencia oficial junto a su mujer, alquilaba un departamento a pocas cuadras y luego instalaba ahí a Beatriz Eguren y a mi madre y a mi tía. Las acompañaba todas las tardes, almorzaban juntos, dormía la siesta, leía algún libro en la sala, y cuando Marisol, mi madre, y Rocío, mi tía, se quedaban dormidas, él se despedía con un beso de mi abuela y regresaba a su casa real con su esposa real.
¿Había sido un buen padre? Según ella, sí. A pesar de sus obligaciones, estaba en el departamento todos los días y siempre hizo acto de presencia en los eventos importantes: cumpleaños, primera comunión, actuaciones escolares, etcétera. No tenía, sin embargo, demasiados recuerdos de él: a partir de los doce años las enviaron a internados en Bélgica e Italia, por lo que solo podía verlo los sábados y domingos. En Italia las admitieron en uno que tenía una gran cantidad de chicas que eran hijas de sudafricanos blancos, lo que significaba estar todo el día oyéndolas hablar en inglés y afrikáans o escuchar una y otra vez los últimos éxitos de las estrellas musicales de Johannesburgo. Lo que sí se le había fijado en la memoria eran las tertulias que compartieron hablando de mitología griega. Carlos Miró Quesada sabía mucho del tema, le apasionaba: podía estar horas leyéndole y comentándole un montón de mitos —Sísifo, Aracné, Atalanta— con todo detalle. Ese era el mejor recuerdo que tenía de él. Le pregunté cómo habían logrado vivir décadas enteras en esa situación de secreto y simulación, y por qué mi abuelo no le solicitó nunca el divorcio a la tal señora Moreyra. Mientras se levantaba de la mesa e introducía nuestras latas de cervezas a la bolsa de basura, me dijo que, según mi abuela, se lo pidió muchas veces durante todos esos años, pero su mujer siempre se lo negó, condenando a Carlos Miró Quesada a la peor de las esclavitudes posibles: la de la impostura.
Mi madre es escéptica sobre lo que mi abuela testimonia y yo también: nos parece la versión oficial de lo que la versión oficial pretende ocultar. Lo más probable es que no se lo haya pedido nunca. Quizá no se atrevió a provocar un escándalo social dejando a su esposa y yéndose a vivir públicamente con Beatriz Eguren y con sus hijas naturales. Quizá pensó en las consecuencias que eso podría tener para su puesto de embajador, lo más importante para él. Eran otros tiempos, dijo mi madre suspirando, tiempos más complicados para tomar decisiones y, por lo tanto, más auspiciosos para algunas cobardías. Lo dijo sin rencor, casi como una humorada llena de resignación. Lo último que le pregunté fue por qué no me había contado nada de esto antes. Su respuesta fue una confesión y una advertencia: porque mi abuela quería que nunca nadie se enterara de esa historia. Siempre le pidió que no nos contara nada, porque a pesar de todos los años que habían pasado, sigue sintiéndolo como un tema penoso. Me pidió que respetara ese deseo. Le prometí que así sería.
La tal señora Moreyra se llamaba en realidad Rosa Moreyra y Paz Soldán. Pertenecía a una de las familias más encumbradas de Lima y conoció a Carlos Miró Quesada a comienzos de los años treinta. Nació el 9 de junio de 1902 y se casaron el 24 de abril de 1936. Un año después viajaron a Europa y vivieron ahí durante tres años. En 1942, ya en Lima, tuvieron a María Luisa, única hija del matrimonio. De ella tengo el lejano y borroso recuerdo de una visita a nuestro departamento de Miraflores a principios de los ochenta, y nada más. De Rosa Moreyra solo sé que falleció a la venerable edad de noventa y un años en su residencia de San Isidro.
La versión canónica de la historia sostiene que nosotros, la segunda familia de mi abuelo, sus otras hijas y sus nietos, nunca existimos. Cuando Carlos Miró Quesada murió, todos los cables de las agencias internacionales y las noticias de la prensa local puntualizaban que los únicos que habían estado a su lado en el hospital Etterbeek de Bruselas eran su esposa, su hija y su yerno. Mi abuela, mi madre y mi tía ni siquiera son nombradas en las informaciones acerca de la misa de cuerpo presente que se celebró en la parroquia de la Virgen del Pilar, en San Isidro, a la que sí asistieron, pero fue como si no lo hubieran hecho: en todos los diarios que he consultado solo aparecen mencionadas Rosa Moreyra y su hija. Y así ha sido en todos los documentos que han estado a mi alcance. Cuando hice una de las primeras búsquedas de Google para compilar los datos disponibles, di con una página especializada en genealogías familiares. Se me ocurrió ingresar el nombre de Carlos Miró Quesada. Constaté que nada había cambiado: aparecía su fecha de nacimiento con el error de costumbre, las referencias a su esposa, su hija y sus nietas y, luego de eso, la nada: un espacio vacío donde deberían estar nuestros nombres. Cuatro décadas después de su muerte, nosotros aún no habíamos nacido.