Carlos Miró Quesada fue un buen escritor, pero no un gran escritor. Entre los años cuarenta y sesenta sus libros fueron recibidos favorablemente por la crítica y el público. Radiografía de la política peruana (1960), por ejemplo, agotó sus dos primeras ediciones en un par de meses. Varios fueron publicados por prestigiosas editoriales argentinas como El Ateneo o Emecé. Pero luego de su muerte, e incluso antes, su estrella literaria se fue apagando. Sus libros dejaron de reeditarse y las nuevas generaciones lo relegaron al olvido. De vez en cuando algún periodista o político enemigo de mi familia materna desentierra alguna de esas obras o selecciona alguno de sus artículos para maniobrarlo como arma arrojadiza contra los Miró Quesada y su periódico. Debo decir que la obra de mi abuelo constituye una inagotable veta para quienes se encomiendan a dicho propósito.
He leído sus libros procurando ser lo más objetivo posible, esforzándome por no dejarme llevar por ningún afán de reivindicación ni por la necesidad de mantener vigente a uno de los últimos mitos de mi infancia. Y luego de ponerlo a prueba, al evaluarlo como lo haría con cualquier otro, puedo decir que mi abuelo me parece un buen escritor cuyo mayor mérito fue la amenidad. Tenía una prosa entretenida, que en sus mejores momentos se transformaba en un lenguaje elegante y elaborado, pero nunca fue un intelectual de primer orden cuyas reflexiones iluminaran a los demás; jamás alcanzó la altura de otras figuras del pensamiento de su época que hasta hoy siguen vigentes y son estudiadas y citadas. Lo que a él más le interesó, o lo que hizo mejor, fue buscar la complicidad de sus lectores, disponer de los mejores recursos para atrapar su atención, hacer de sus libros historias que fueran disfrutadas y digeridas sin esfuerzo. Ese es su mérito principal y su más notorio defecto. Sus ensayos y sus proyectos de investigación son sumamente ligeros, apurados, generales, poco enjundiosos y en donde la anécdota prima sobre la idea, la coyuntura sobre la esencia de las cosas, lo elocuente sobre cualquier aspiración de trascendencia. Supongo que a eso se debe el éxito que obtuvieron en su momento, y que los temas que eligió y la forma de abordarlos estuvieron dirigidos a una especie de lector que el tiempo se encargó de desaparecer. Esta ausencia de seguidores y de especialistas que rescataran su obra y su memoria en las décadas siguientes entristecía a Beatriz Eguren, a quien escuché lamentarse en varias ocasiones, durante mi adolescencia y mucho después, de que nadie se acordara de mi abuelo, ni siquiera sus mismos parientes, quienes sistemáticamente omitían su nombre cuando se hacía un recuento de los directores históricos de El Comercio en las celebraciones por cada aniversario del periódico, a las que ella, a partir de los años noventa, era siempre invitada.
Pero lo que mi abuela ignoraba es que en el caso de Carlos Miró Quesada no había un olvido absoluto. Bastaba hacer una rápida búsqueda en Google para darse cuenta de que mi abuelo, si bien hace mucho tiempo dejó de ser un personaje relevante o vigente para la literatura y la política peruanas, no ha desaparecido de todas las memorias. Como dije, los detractores de El Comercio no escatiman oportunidad de referirse a él en artículos, notas y columnas de opinión enarbolándolo como la prueba definitiva de la adhesión de mi familia a las dictaduras más brutales de nuestro tiempo. Mucho de eso encontré, especialmente de parte del periodista César Hildebrandt, quien aprovecha siempre que puede la oportunidad de mostrar sus libros ante cámaras y dedicarse a leer los fragmentos más condenatorios. También gusta de incluirlo en sus columnas, donde es descrito como una especie de Julius Streicher vernacular. En un principio me producía incomodidad y malestar toparme con esos textos. Me fastidiaba comprobar que eran tantas las diferencias entre el casi intachable Carlos Miró Quesada de la versión oficial y el que ahí se me ofrecía, cubierto de los peores reproches e invectivas. Venían de todos lados: muchas desde la izquierda, alguna desde el bando de los liberales, pero sobre todo desde el APRA. Recuerdo lo mal que me sentó leer lo que Luis Alberto Sánchez opinaba sobre él en sus voluminosas memorias, tituladas Testimonio personal. Se trata de un océano de medias verdades y flagrantes mentiras, un muestrario de inexactitudes groseras y mezquindades olímpicas, una saga autobiográfica que en varios pasajes es, en realidad, un muy imaginativo proyecto de ficción cuyo argumento es trazado por los abundantes resentimientos y arbitrariedades que acosan a su autor. Sánchez lo nombra tres veces en el tercer tomo de sus memorias. La primera lo hace con ferocidad y desdén. Narra cómo el gobierno paraguayo le dio asilo durante la dictadura de Odría. Mi abuelo, en protesta, renunció a la presidencia del Centro Cultural Peruano Paraguayo. Sánchez afirma que esa entidad nunca había funcionado, y luego de llamarlo «antropófago», le reduce a un «tal Carlos Miró Quesada Laos». La segunda vez que lo alude es para calificarlo de «inefable» y, finalmente, a propósito de las elecciones de 1956, le confiere un largo párrafo donde vierte abundante hiel, aunque lo que ahí comenta no es del todo infundado: «Carlos Miró Quesada tenía —y sigue teniendo— sobre sus espaldas un gran récord de fracasos políticos. Sin embargo, se había lanzado como candidato a la presidencia de la República. Su objetivo era ceder «sus votos a Prado y vender el favor». Luego, refiriéndose al apoyo de los dirigentes del APRA en el exilio a la candidatura pradista, continúa afirmando que mi abuelo «al conocer la declaración de Santiago, furioso e intemperante como es, ordenó publicar una carta quitándole su “apoyo” a Prado, “acusándolo” de hacer causa común con los apristas, la “secta maldita”, etcétera». Finalmente, se felicita porque «el odio» de Carlos Miró Quesada había logrado que los apristas en Lima supieran la decisión de los jerarcas del partido en el destierro.
Esas líneas, repito, me sentaron mal. Me retracto: me llenaron de bronca. Con el transcurso de mi búsqueda me fui curtiendo, los desaires dejaron de afectarme, y después ya rastreaba con avidez las revistas, diarios y libros de sus adversarios, espulgándolos hasta encontrar alusiones violentas y aseveraciones incriminatorias contra Carlos Miró Quesada, de la misma manera en la que los pescadores de perlas dan con su botín, o, mejor aún, como los cerdos desentierran las trufas entre el polvo y el fango.