Mi abuelo escribió, desde finales de 1935 a principios de 1937, una columna en El Comercio, «Problemas del mundo». En ella comentó, cada semana, especialmente los domingos, decenas de libros escritos por líderes fascistas, nazis o por sus más conocidos ideólogos. No eran precisamente reseñas, sino más bien adhesiones explícitas a los regímenes totalitarios europeos, emocionadas arengas y proclamas a la clase media, a los obreros y a los jóvenes para seguir la ruta del futuro, es decir, la que señalaba Benito Mussolini, quien significó para Carlos Miró Quesada su mayor deslumbramiento como intelectual y como político, aun superior al que experimentó con Sánchez Cerro. Mussolini era un verdadero hombre fuerte, no solo dueño de un coraje y de una determinación mayores que las del esmirriado caudillo piurano, sino que, a diferencia de este, también era capaz de construir un cuerpo de ideas innovadoras para esos tiempos de sangre y desconcierto. Lejos de ser como tantos intelectuales que en los momentos decisivos se petrificaron en la esterilidad de la duda, había triunfado a base de una sobresaliente habilidad política, conquistado a las masas y transformado a su país en algo mucho mejor de lo que era antes: de la Italia campesina, empobrecida y pusilánime, surgía una nación moderna, industrial, con ambiciones expansionistas y renovados anhelos de ser una potencia tan respetada como Alemania, Francia o Inglaterra. Era una personalidad completa, maciza, arrebatadora. Es comprensible que en aquel entonces muchísima gente como mi abuelo cayera fácilmente bajo su influjo.
No menos de la mitad de la treintena de artículos que Carlos Miró Quesada publicó están dedicados a las obras completas de Mussolini y a los libros que distintos autores europeos habían escrito para comentarlas. Las citas que manifiestan su devoción abundan; algunas llegan al mismo culto de la personalidad: «Nadie ignora que Mussolini no es solo un vigoroso orador, sino que también aparece en un puesto de preferencia en el periodismo de su patria. Polemista y orador fogoso y combativo [...] es un edificante caso de iluminado y de convencido en los recursos espirituales de su pueblo [...] Al sonar la hora del armisticio, Mussolini, que se hallaba en Milán, pronunció un solemne e histórico discurso en el que anunciaba que el pueblo italiano era árbitro de su destino y el trabajo lo redimiría de la especulación y la miseria. ¡Había nacido el fascismo! Nadie lo supo en ese momento. Quizá si el hoy omnipotente Duce tampoco lo soñara. ¡De todos modos, la realidad ha sido más halagadora que el ensueño!».
Mi abuelo estaba convencido de que en un mundo en crisis era indispensable una regeneración integral de la sociedad bajo la guía de un Estado fuerte y autoritario, dispuesto a defender tanto los valores nacionalistas y tradicionales como a propiciar el desarrollo económico necesario para descollar entre los demás pueblos de la Tierra. El fascismo era una ideología todavía joven y en elaboración, rebosante de nostalgia por el futuro, vasta en condiciones para asegurarse próximas e inéditas grandezas: «Si el fascismo se hubiera estancado, se explicaría que ya no hay nada que decir. No ha ocurrido eso, afortunadamente. El movimiento espiritual y patriótico de los fascios de combate presenta nuevos aspectos, hoy, mañana y siempre».
La actitud resuelta y desafiante que Carlos Miró Quesada manifestó a favor del fascismo se exacerbó cuando Italia decidió invadir Etiopía en octubre de 1935. Le costó a Mussoli ni mucho más de lo que creía derrotar al ejército africano, armado apenas con fusiles, carabinas obsoletas, lanzas y flechas, y apoyado por una apoyado por una fuerza aérea consistente en trece biplanos de la Primera Guerra Mundial, para los que solo contaban con cuatro pilotos. El avance italiano fue lento y sufrió no pocos reveses. Mi abuelo, a pesar de todo, celebró la conquista como una gran epopeya, la justificó de todas las maneras posibles y fustigó a la inservible Sociedad de Naciones por oponerse a los designios del Duce: «La experiencia prueba que Italia no se equivocó respecto a la ineficacia del organismo ginebrino, máxime cuando tiene que reducir la voluntad indomable de un gran pueblo dispuesto a batirse en armas. Eso lo comprendió muy bien Benito Mussolini. ¡El siglo XX no pertenece a los utópicos e insinceros, corresponde a los fuertes!». Otra muestra: «Sería ilusorio buscar argumentaciones éticas para la satisfacción de necesidades materiales cada vez más sentidas. La fuerza es el argumento decisivo en las controversias internacionales. Solo los débiles pretenden desconocer esta verdad. La Italia fascista, convertida en potencia, seguirá el camino de todas las potencias: la expansión».
No debemos creer que el resto de directivos de El Comercio era neutral o indiferente con las columnas de mi abuelo. Nada más lejos de la realidad. El director del periódico, Aurelio Miró Quesada, tenía también abierta simpatías con el fascismo y promovió esa línea durante al menos dos o tres años, justamente cuando la Segunda Guerra Mundial estaba a punto de estallar. En 1936 El Comercio era un papelote de propaganda a favor de Mussolini y de sus aspiraciones imperiales; diversas plumas de intelectuales conservadores, incluso José de la Riva-Agüero, escribieron en sus páginas a favor de la incursión italiana en el África oriental. El diario defendía las pretensiones del Duce considerándolas una cruzada a favor de la civilización y el progreso contra la barbarie de un régimen esclavista y primitivo: «Pigmeos con flechas envenenadas; caníbales; reyes que se hacen llamar a sí mismos “descendientes de la reina de Saba”. Los veinte millones de habitantes de Etiopía están viviendo ahora lo mismo que vivían hace dos mil años: sin ferrocarriles, sin automóviles, aeroplanos, ni dinero siquiera en forma de piezas amonedadas. Un oficial abisinio, para un nativo, ofrece un espectáculo aterrador con su cabeza cubierta por un gran penacho de melena de león, su gola de piel de cocodrilo y su escudo de cuero de rinoceronte, mostrando además su buena escopeta de dos cañones. Pero tan impresionante indumentaria no es de valor efectivo alguno ante una ametralladora moderna».
Cuando fue evidente que Italia ganaría la guerra, los Miró Quesada apenas si podían disimular su ánimo celebratorio. Basta revisar las primeras planas de aquellos días. Lunes de 4 de mayo de 1936: «Vanguardia italiana llega a Addis Abeba». «Mariscal Emilio De Bono, mariscal Pietro Badoglio y el Duce Mussolini: tres sonrisas de triunfo». «El Duce anunció haber terminado la campaña. Exaltó la trascendencia de la obra por realizar». Miércoles 8 de mayo: «Flamea la bandera italiana sobre el Palacio de Addis Abeba. Tropas ingresan cantando himnos patrióticos. Mussolini: el hombre que atrae la atención del mundo». Jueves 9 de mayo: «Mussolini habló en Roma elogiando la conducta de sus valientes guerreros».
Mi abuelo obligó a los encargados de la sección internacional a ignorar los cables desfavorables a Italia y hacer imprimir en grandes caracteres aquellos que subrayaban la obra humanitaria que los invasores hacían por el bien del pueblo de Etiopía, como liberar esclavos, o construir colegios y hospitales. Pero cuando los italianos decidieron eliminar la resistencia al nuevo régimen gaseando con armas químicas a la población civil mediante bombardeos a las principales ciudades, El Comercio nunca se ocupó de estos hechos, aunque la prensa internacional informara copiosamente sobre ellos. Esta calibrada sucesión de estridencias y silencios no deja dudas acerca de la conducta del periódico con respecto al apogeo de los autoritarismos fascistas durante los años treinta.
Algo similar ocurrió con el nazismo. En este caso hay que decir que los dueños de El Comercio fueron más moderados al expresar sus avenencias con la Alemania de Hitler. El enfoque de las noticias era, no obstante, claramente parcializado: remarcaba sus logros materiales («Bajo el régimen nazi crece la construcción en territorio alemán. Cuarteles, palacios, museos y teatros surgen por cientos en el imperio de la esvástica. En sus discursos, Hitler, Goering, Goebbels y otros ministros han recalcado invariablemente que el Tercer Imperio va a tener una nueva faz») y relativizaba su carácter racista y totalitario, cuidándose de no condenarlo nunca. Todas las informaciones acerca de las leyes antisemitas de Núremberg recibieron el mismo tratamiento calculadamente distraído. El que no se detuvo en delicadezas fue mi abuelo. A mediados de 1935, mientras se recuperaba de la muerte de sus padres, leyó Mi lucha; el libro del Führer le dejó, por lo que se trasluce en sus escritos, una opinión muy positiva, adscribiéndose complacido a buena parte de sus ideas y gestos. Lo que más le atrajo de Hitler fue lo mismo que le hizo idolatrar a Mussolini: la valentía para liderar en tiempos de zozobra, la determinación para defender a la patria, el desprecio hacia los débiles y timoratos: «Las frases de Hitler son verdaderas sentencias que impresionan y hacen pensar. Se diría que forman un verdadero y saludable catecismo político. Su aversión a la cobardía, la que desgraciadamente tanto abunda en los partidos burgueses, se repite infatigablemente en este libro. Su espíritu audaz reniega de los tímidos. Y tiene razón, pues de ellos nada bueno puede esperarse». Es en esta columna donde se encuentra quizá el párrafo más indefendible de toda su obra: el único que he hallado donde se refiere a las acusaciones que los nazis formulaban contra los judíos antes de la Guerra. Es evidente que mi abuelo intenta controlar y atenuar su antisemitismo, pero, a pesar de sus esfuerzos, no consigue esconderlo: «Hitler dedica varios capítulos a la cuestión judía. Para nosotros, que vivimos tan lejos del mapa europeo, quizá nos parezca extraña su fobia incontrolada. Pero el Führer da sus razones. Para él, los judíos son causantes de todas las desgracias y en especial del comunismo. En este último aspecto no podemos menos de darle un poco de razón al jefe nazi. Si recorremos la lista de los demagogos y agentes rojos, veremos que los judíos se cuentan en número muy crecido. Hitler, enemigo del comunismo, no podía olvidar la participación de los judíos en esa pavorosa matanza que tiene su cuartel general en Moscú».
Cuando leí este fragmento, en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional, me pasó lo mismo que el día en el que descubrí la verdad sobre mi abuelo: quise convencerme de que había entendido mal, de que el sentido de aquella reflexión era distinto al que aparentemente tenía. Pero la certeza lapidaria estaba ahí, frente a mis ojos, inequívoca, y yo me aferraba a ese fugaz y opresivo onirismo que produce una sensación de abrupto desconcierto para no reconocerla. Cuando no tuve otra salida que aceptarla (en realidad, que comenzar a procesarla) seguí arrastrando la mirada hasta llegar al final de la columna, solo para recibir la última estocada de esa tarde: «Hoy que Hitler ha llegado a la cúspide de su carrera política, el libro escrito en la mazmorra, durante las horas adversas, adquiere caracteres de profecía y de indomable esperanza en la victoria. Mi lucha tiene como meta una reforma y como pilares dos principios: nacionalidad y patria. Con ellos comenzó el camino al triunfo, de ese triunfo que puede llegar cada vez a conclusiones más grandes e insospechadas».
Creo que fue en ese instante cuando me di cuenta de que ahora ya no había vuelta atrás. Había demostrado que podía soportar todos sus loas a Mussolini, ser estoico ante su prédica a favor de la supresión de los cobardes e indecisos, tolerar sus abrasivas ensoñaciones totalitarias, y así poder salvar la imagen que guardaba de él desde que era un niño. Pero ahora, con lo que acababa de leer, nada quedaba en pie de la versión oficial sobre mi abuelo que durante tantos años había asumido como verdad histórica e incuestionable. En el centro de mi desengaño afloraron multitud de preguntas que no podía responder: ¿de verdad Beatriz Eguren no sabía nada de eso? ¿Nunca mi abuelo, en el secreto de su hogar, le confesó, aunque sea de pasada, lo que realmente hizo en esos años? ¿Nadie de su entorno, ningún amigo, en más de medio siglo, le había develado cuál era el real pasado de su pareja? ¿Cómo logró evadir, después de la Guerra, la condena moral y social deparada para los derrotados, los heridos por la luz, los innombrables? Y, sobre todo, ¿por qué Carlos Miró Quesada persistió en su adhesión el fascismo cuando este ya había mostrado a todo el mundo su tétrico rostro? ¿Y por qué llegó a defenderlo y difundirlo con tanta vehemencia, quizá más que cualquier otro simpatizante de Italia y de Alemania en nuestro país durante los años treinta?
Terminé de leer la última columna de Problemas del mundo y regresé a casa.