El Mussolini peruano. Este apelativo me hostiga desde que di con él. Me pregunto si es un sobrenombre justo para aquel hombre fino, cariñoso y de buen humor del que Beatriz Eguren me había hablado tanto, ese que se colgaba muerto de risa de la reja de la escalera para cantar «La violetera», el que en Europa se introducía a los fotomatones para tomarse una tira de fotografías haciendo muecas y luego mandarlas por correo a mi abuela. ¿Ese era el Mussolini peruano? ¿O más bien, era a la vez el Mussolini peruano? ¿Por qué suponer que alguien capaz de ser un propagandista del fascismo y el nazismo, de organizar escuadras de choque, no podía ser al mismo tiempo un ciudadano ejemplar y una buena persona? La versión oficial y la verdad que iba desenterrando no tenían que ser necesariamente excluyentes; que mi abuelo podía abogar a favor de un poder totalitario, ser admirador de las peores dictaduras y tener al mismo tiempo todos los atributos que Beatriz Eguren le concedía. Creer lo contrario era demasiado simplista. Dicho esto, me quedaba una cuestión espinosa por dilucidar: si podía considerarse un hombre probo alguien que consideraba el exterminio físico de los opositores políticos como paso indispensable para la conquista del poder, o si alguien que justificaba y aplaudía las políticas raciales de la Alemania nazi puede ser catalogado como un ciudadano honorable. Se me ocurren varios ejemplos de personalidades cuya celebrada imagen pública ha sobrevivido a sus inclinaciones ideológicas.
Miguel Mujica Gallo, fundador del Museo de Oro y embajador en España, fue durante toda su vida simpatizante de Hitler y en sus conversaciones privadas negaba el Holocausto, hasta el final de sus días.
Durante su estancia en el sanatorio Larco Herrera, el poeta Martín Adán sintonizaba a escondidas La voz de Alemania, programa de radio que informaba los pormenores del incontenible avance de los soldados del Reich por todos los senderos y ciudades de Europa.
Honorio Delgado, una de los fundadores de la psiquiatría en el Perú, era filonazi, racista, partidario de la eugenesia y dividía al prójimo entre hombres y subhombres. Era, también, infaltable en las recepciones que hacía la embajada española a los representantes del franquismo en los años treinta.
Nada de esto me satisface ni me sirve. Ningún atenuante, descargo o relativización. Por lo demás, no me propuse escribir este libro para defender a Carlos Miró Quesada. Lo hice porque quería demostrarme que aun desmintiendo la indulgente versión que me dieron sobre él en mi infancia, aun contrastándola con los documentos y con los hechos probados, es posible seguir manteniéndolo como esa figura que sin conocer nunca quise tanto de niño y de adolescente. Él fue el modelo al que yo aspiraba a ser cuando creciera: el ciudadano al que la sociedad concedió multitud de reconocimientos, el caballero intachable que no podía estar lejos de mi abuela sin escribirle una carta diaria en la que le recordaba su incapacidad de disfrutar de la vida sin tenerla a su lado («Roma no es Roma sin ti. Es el vacío») y el padre ejemplar de dos niñas que lo recordaban con amor muchos años después de haber fallecido. Esa es la persona que quería salvar, que creo que todavía intento salvar, para poder salvarme también a mí. Para probarme que a pesar de todos los estigmas que me heredó y que permanecen en mi pensamiento y en mi cuerpo, que a pesar de que sus errores y sus excesos circulan en mi sangre y, que, de manera casi instintiva, he avalado en mi literatura y en mi existencia, hay redención para nosotros. Pero a estas alturas ya no estoy tan seguro de eso. Mi solitaria certeza es que estoy con él y contra él: contra él en la claridad, en la luz; con él en las oscuras vísceras.