Tengo entre mis manos la invitación al Congreso de Núremberg de 1938. Es una cartulina de gran tamaño, con el águila imperial y la esvástica en la parte superior, y el nombre de mi abuelo, mi apellido materno, debajo de ellas. No dice más de lo estrictamente necesario —motivo, fecha, lugar—, pero para mí es un texto cargado de sentido, que no deja sombra de duda sobre lo que Carlos Miró Quesada pensaba, hacía y de qué lado estaba exactamente un año antes del estallido de la Guerra. Lo que en un momento sirvió para convocarlo a un encuentro partidario es hoy un acta de acusación: los símbolos que nuestra civilización repudia, su nombre junto a los nombres de los grandes criminales, todo está reunido en el mismo documento. La invitación pudo preservarse ajena al conocimiento público, perderse entre los papeles que desaparecieron en cada mudanza, si es que él no hubiera cometido el acto de vanidad, el tremendo error, de incluirla en Lo que he visto en Europa, donde hizo una reproducción facsimilar del original. Cuando el libro se publicó la Guerra ya había comenzado y la seguridad en la victoria estaba intacta. Después de la derrota esa invitación lo marcaría a perpetuidad y se convertiría en una de las armas incontestables que sus detractores esgrimieron con el propósito de invalidarlo políticamente en la posguerra, incluso muchos años después de su muerte. Las poquísimas veces en las que aceptó hablar del tema con Beatriz Eguren, Carlos Miró Quesada alegaba que había sido invitado como periodista de El Comercio, pero no hay ninguna prueba que lo demuestre. La esquela que se le cursó, además, es muy distinta a la que se le enviaba a los hombres de prensa que cubrirían las incidencias del Congreso. La suya era la que se reservaba a los invitados de honor: jefes de Estado, diplomáticos y destacados simpatizantes del Reich provenientes de diversos rincones del planeta. De estas tres categorías, mi abuelo solo puede encajar en la tercera.