Es mi culpa, por supuesto, pero no sería justo si omitiera que él también tiene una cuota de responsabilidad en los problemas que tengo para tratar los grandes actos del Congreso nazi de 1938. El plan de actividades se extendía por una semana entera. Estaba compuesto por fiestas, comitivas oficiales y, como broche de oro, el discurso de cierre a cargo del Führer ante sus hombres de confianza, las delegaciones internacionales y las tropas de élite. En apariencia, todo muy literario. Escribí y reescribí, basándome en su propio testimonio, en los datos, apuntes, imágenes y reflexiones que había recabado de aquellos espectáculos, pero nada me convencía. Todo me parecía obvio, resabido, vulgar. Sí, ahí estaba el Estadio Zeppelin, sus miles de espectadores, los potentes reflectores apuntando a la noche, los estandartes, los jóvenes uniformados, los campamentos que rodeaban el coloso, los civiles cantando himnos en las calles, pero nada los salvaba de su condición de cromos animados de un álbum que ya se ha llenado muchas veces. Me llené de frases que parafrasean a las de Carlos Miró Quesada y desemboqué en callejones sin salida como estos: «Entre tanto Hitler, en el centro de ese fulgor que su palabra ha generado, sin mover la cabeza, llevándose los puños al pecho, fijando la mirada en el cielo, parece capaz de domeñar no solo el ánimo de los hombres, sino también a las más severas fuerzas de la naturaleza». Borré decenas de frases así y me doy cuenta de que, en este caso, muy poco puedo hacer con el material que me legó: ni bien conoce la ciudad y asiste a las celebraciones del partido, casi nada de lo que cuenta Carlos Miró Quesada va más allá de la contemplación acrítica («Nada más grandioso puede concebirse») o el eslogan («decir alemán es decir soldado»). Su relato sobre las actividades del Congreso es intercambiable con muchísimos otros textos que conforman la versión que el Tercer Reich quiso extender por el mundo.
La única parte del capítulo alemán que me parece libre de perturbaciones publicitarias es cuando comenta la primera jornada del evento, la única donde no se ofrece como voluntario para levantar una artificial epopeya, la única donde prescinde de su oficio de propagandista para mostrarse como un hombre entre otros hombres.
Lamentablemente.