Antes de su viaje a Alemania y Francia, Carlos Miró Quesada pasó brevemente por Bélgica. En medio del trayecto Hitler anexó Austria. En su primer día por las calles de Bruselas no hay otro tema para los súbditos del Leopoldo III. La preocupación cubre los rostros, se forman pequeños grupos en las plazas esperando noticias. Pero las prioridades de mi abuelo son otras. Camina entre la gente que fuma, compra periódicos y conversa, hasta llegar a la avenida Molière. Busca el número 222: esa es la dirección de Léon Degrelle, fundador del rexismo, movimiento católico, fascista, antisemita y de públicas simpatías hacia la Alemania nazi. Se ha propuesto visitar y entrevistar a diferentes líderes de la derecha nacionalista europea que se encontraban en pleno ascenso al poder. Degrelle era uno de ellos; su partido había obtenido, al primer intento, un excelente resultado en las elecciones de 1936: rebasó el diez por ciento de votos y se hizo con una importante cantidad de parlamentarios. Pasó de ser una agrupación desconocida a uno de los protagonistas de la primera división de la política belga.
Ha llegado a su destino: un viejo edificio de cuatro pisos. Degrelle habita en el segundo y es quien le abre la puerta. Mi abuelo se queda impresionado por su juventud. No tiene más de treinta años, pero su cara de muchacho díscolo con los cabellos revueltos lo hace parecer menor. No puede creer que ese jovenzuelo sea el líder de la cuarta bancada del Congreso y el maquiavélico provocador que ha escandalizado tantas veces a la sociedad de su país y sus valores burgueses. Degrelle, obsequioso, afectadísimo, lo invita a pasar a su oficina, desordenada como la habitación de un adolescente: su escritorio está cubierto por un laberinto de libretas, folletos, mapas y apuntes; varias sillas alrededor son ocupadas por pilas de libros y papeles. Descubre, colgada sobre la pared, la fotografía autografiada del Duce. Sobre una mesa divisa el principal símbolo del rexismo: una escoba vengadora. A mi abuelo este emblema le fascinará tanto que cuando en la posguerra se situó en la oposición a un gobierno en el Perú, reproducía la escoba rexista en los periódicos que dirigía como amenaza contra la corrupción del oficialismo de turno. Degrelle se recuesta en un sofá, listo para encarar el reportaje.
Mi abuelo se sienta a su lado y hace la primera pregunta, obligatoria dadas las circunstancias: su parecer sobre los sucesos de Austria. La respuesta del joven político es terminante. El primer ministro austriaco, Kurt Schuschnigg, se había atrevido a enfrentarse a Alemania, y Hitler no lo podía permitir. Resumió las razones del Führer en una sola sentencia: el espíritu nazi ama la lucha. Por lo demás, no habría reacción ante el Anschluss. Las democracias europeas eran grandes árboles podridos, demasiado enclenques como para resistirse al formidable Tercer Reich. El argumento de la fuerza los inhibiría de actuar.
Degrelle aprovecha el asedio de mi abuelo para explayarse sobre los fundamentos del rexismo. Lo define con todos los ingredientes del típico partido fascista: espiritualismo, mística, acción, etcétera. Pero una diferencia era la extrema juventud de sus dirigentes. Degrelle, con sus treinta y un años, estaba entre los de más edad. El diputado rexista por Lieja apenas tenía veintisiete. Se trataba de una corriente renovadora que pretendía barrer el detritus del antiguo régimen e imponer un nuevo Estado, moderno y revolucionario; nada podían aportar los viejos a esa tarea. Carlos Miró Quesada le inquiere sobre las coincidencias del Rex con el fascismo. Él las niega: no es una imitación, sino una ideología completamente belga, con un programa específico para su país. Sí reconoce que comparte con el fascismo un enemigo común y mortal, los comunistas, a quienes había que aplastar sin piedad. Los rexistas no eran violentos, claro que no, pero con el comunismo debían hacer una excepción: resultaba inútil guardar respeto por quienes nada respetan. Confiaban en que ganarían las próximas elecciones y así destruirían al marxismo desde el poder, sin contemplaciones.
Las cosas fueron muy distintas a lo previsto. En los comicios de 1939 el partido de Degrelle perdió dos terceras partes de su representación en el Parlamento y dejó de ser un peligro serio para la democracia en Bélgica. Su suerte cambió con el estallido de la guerra. El rexismo apoyó a Alemania de manera incondicional y Degrelle llamará a Hitler en uno de sus discursos «el hombre más grande de nuestro tiempo». Su colaboracionismo solo fue superado en abyección por Vidkun Quisling, jefe del gobierno títere de Noruega, cuyo nombre se ha convertido en un sustantivo que define al traidor o a quien colabora con los invasores. Por ejemplo, en esos años, los apristas en sus periódicos y libelos llamaban Miró- Quislings a mi familia materna por sus simpatías con el fascismo, pero sobre todo por su neutralidad durante la Guerra del Pacífico, cuando, ante la toma de Lima por el Ejército chileno, izaron la bandera panameña en lo alto del edificio de El Comercio, evitando así el saqueo y apropiación de sus bienes. El apodo se popularizó entre sus enemigos durante muchos años y recién dejó de emplearse a finales de los años cincuenta.
Si bien Degrelle no pudo aventajar en entreguismo a Quisling, nadie podrá negarle que hizo todo lo posible por lograrlo. Fue admitido como teniente en las SS y condecorado con todos los honores. Cuando Hitler le otorgó la distinción más alta posible, la Cruz Alemana de Oro, le dijo, muy alto para que todos los presentes en la ceremonia oyeran: «Si alguna vez tuviera un hijo, me gustaría que fuera como usted». Con la anuencia de su padre putativo, Degrelle organizó la Legión Valonia, nombrada así porque estaba compuesta por voluntarios de origen belga. Luego de algunos buenos resultados acompañando a la Wehrmacht por el Cáucaso, la Legión Valonia sufrió un final desastroso contra los soviéticos en Schwerin, el 3 de mayo de 1945. Con sus hombres en desbandada y la inminente caída de Berlín, Degrelle decidió huir. Se escondió en distintas ciudades, pero todas iban cayendo como fichas de dominó bajo la bota de los Aliados. Arrinconado, toma una decisión desesperada, una decisión que, a diferencia de muchos otros nazis o colaboradores, lo salvará: vuela hacia España en busca de asilo político, consigue burlar el cerco enemigo, pero cuando está a punto de llegar a territorio español se le agota el combustible y se estrella en la bahía de San Sebastián. Una patrulla franquista, similar a las que mi abuelo había visto por decenas merodeando las costas del Mediterráneo, lo rescata. Franco lo acoge como uno de los suyos, a pesar de que en Bélgica es condenado a muerte en ausencia y que exigen su cabeza al Caudillo. Y el Caudillo entregará a un doble, que es rápidamente descubierto, y le otorgará a Degrelle la ciudadanía española bajo la identidad de José León Ramírez Reina. Con este fraude vivió casi medio siglo de absoluta impunidad en un departamento de dos pisos atiborrado de parafernalia nazi: banderolas, medallas, pinturas, recuerdos de toda clase. Sus últimos años los pasó escribiendo libros autobiográficos que los neonazis se disputaban en las librerías de la extrema derecha madrileña. En una entrevista de 1977 declaró que sería admirador de Hitler hasta la hora final. Nada indica que haya cambiado de opinión cuando esta le llegó en una clínica de Málaga el 31 de marzo de 1994. «Nosotros, los precursores, no conoceremos, sin duda, la tierra prometida, pero otros la alcanzarán», escribió en su testamento político.
Degrelle se levanta del sofá y se despide con el brazo derecho extendido. «¡Rex vencerá!», exclama en medio de su oficina mientras mi abuelo se aleja por las escaleras. Sale del edificio con sentimientos encontrados. No duda del talento y el coraje de su interlocutor, pero sí cree que su ímpetu, su dogmatismo y esas pretensiones de iluminado pueden conducirlo a acciones precipitadas y contraproducentes, como efectivamente ocurrió. Viaja después a Portugal, donde departe con el doctor António de Oliveira Salazar («de pequeña estatura, irónico, de risa sincera y espontánea»), recala en España unas semanas, durante el peor momento de la guerra civil, y conocerá así al general Franco («de mirada recta, vigorosa y humana»), al canciller Jordana, y luego, en Italia, al desterrado rey Alfonso XIII («un anciano que mueve continuamente la cabeza para sacudirse de las ideas tristes que parecen embargarle»), pero nada será comparable al efecto que obró en él la entrevista que le realizó a Benito Mussolini luego de la victoria sobre Etiopía, cuando estaba en el punto máximo de su poder. Fue una experiencia capital que merece contarse gradualmente, como debe hacerse cuando un hombre que recorre la mitad del mundo encuentra a su líder natural.