En octubre de 1944 circuló por las fábricas y plazas del Callao una hoja suelta con el membrete del Partido Comunista Peruano que denunciaba la celebración de un mitin fascista en las calles principales de la ciudad. Según el libelo, la manifestación había tenido como pretexto celebrar el cumpleaños del periodista Carlos Miró Quesada, recordado por la colectividad debido a su campaña militante a favor del nazifascismo en las páginas del diario de su familia, El Comercio, y por su labor como agente de propaganda de Italia y Alemania en nuestro país. Los seguidores de Miró Quesada habían organizado actos para demostrar su adhesión a los principios totalitarios, como marchas y discursos, todo ello a vista y paciencia de las autoridades chalacas. El panfleto aconsejaba a sus lectores que estuvieran muy atentos para combatir cualquier reacción fascista en el primer puerto y en el resto del territorio nacional.
Este texto es uno de los primeros que señalan a Carlos Miró Quesada como colaborador de las potencias del Eje, cuya derrota en todos los frentes era solo cuestión de tiempo por esos días. Pero es lo único cierto de todo lo que informa. Lo que realmente se celebró aquella noche del 19 de octubre de 1944 no fue una manifestación fascista, sino el nacimiento del Partido Renovación Nacional, fundado por mi abuelo junto a algunos obreros y pequeños profesionales del Callao. Nombró como secretario general a un tal Atilio Bossio y arrendó como local partidario una casa de dos pisos en la calle Colón. Renovación Nacional era todo menos un partido fascista. Se trataba de una agrupación regional, conservadora y nacionalista, enemiga acérrima del APRA, naturalmente, y que, desprovista de velos y afeites ideológicos, se reducía a un mero vehículo para que Carlos Miró Quesada postulara al Senado en las elecciones generales de 1945.
La Guerra no había terminado, pero los horrores, la crueldad y los abusos del Ejército alemán, de las SS y de la Gestapo en los territorios ocupados y en los campos de concentración ya eran conocidos y repudiados por el mundo entero. En todos los países que se liberaban de la tiranía nazi habían comenzado los ajustes de cuentas con los colaboracionistas, se señalaba con desprecio a los intelectuales que brindaron su apoyo ideológico a la causa de Hitler y se constituían tribunales para juzgar a los funcionarios que prestaron su servicio a los invasores. Los derrotados se escondían, se encerraban en sus casas en busca de un piadoso olvido o se retractaban públicamente, admitían su error, y luego optaban por un prudente ostracismo, por un obligatorio autoexilio moral.
Pero mi abuelo no hizo nada de eso.
Mi abuelo siguió haciendo su vida como si nada pasara, o al menos aparentándolo. Él no sería un fuego fatuo reduciéndose en el amanecer de la posguerra. Había organizado un partido político, postulaba a un cargo público y fundó un diario llamado El Porteño para respaldar su candidatura. El APRA y la izquierda cargaban contra él diariamente, remarcaban aquello del Mussolini peruano en panfletos, pintas callejeras y discursos. Incluso una noche el local de Renovación Nacional fue atacado y saqueado por una turba aprista, que decoró el local con frases alusivas a su pasado teñido de negro.
Su táctica fue quizá cuestionable y poco sutil, pero la empleó sin cuestionarse nunca: escurrir el bulto, calificar de fascista precisamente a quien le echaba en cara su pasado, reafirmar que él había estado de parte de los Aliados desde el comienzo del conflicto, lo que era una verdad puntillosamente inexacta. Es cierto que para 1940 el entusiasmo de mi abuelo por el pensamiento fascista había mermado, y que en 1941 afirmó en una conferencia que en algunos países como el Perú era imposible implantarlo, ya que las condiciones sociales y económicas no eran las adecuadas y que era necesario construir un pensamiento nacional propio. También es cierto que nada de esto puede considerarse un guiño a los Aliados y que en realidad él no formuló ninguna declaración a favor de ellos durante toda la Guerra.
Me he preguntado qué cruzaría por la cabeza de Carlos Miró Quesada luego de la rendición, ya en Lima, cuando escuchaba las noticias del proceso de Núremberg; qué sentiría cuando se topaba en los periódicos con la fotografías de aquellos hombres indefensos a la merced de sus vencedores intentando justificar sus acciones, liberarse de sus responsabilidades o asumiéndolas con descaro. ¿Habrá meditado sobre su cercanía con ellos, con su identificación ante el proyecto que Roma y Berlín habían decidido llevar a cabo luego de la victoria? Si ideó los subterfugios necesarios para convencerse de que no merecía ser incluido en el bando de los criminales y sus colaboradores, es claro que estos no le alcanzaron para situarse en la ribera de los justos y los héroes. Pero nada de eso fue impedimento para que desde los editoriales de El Porteño apostrofara de este modo contra sus detractores benavidistas, sin sonrojarse siquiera: «El diario Jornada pretende echar sombras sobre Renovación Nacional asegurando que tiene ideales que no son democráticos. ¡Semejante infamia no puede tolerarse! [...] Jornada representa el gobierno del sexenio, a ese nefasto gobierno fascista que rebajó la dignidad humana, que pisoteó la libertad de los hombres, que puso grilletes y cadenas a las conciencia de la gente amante de la democracia. Se necesita cinismo para que Jornada pretenda llamar fascistas a quienes no militaron nunca en las filas palaciegas de tan aciago régimen. No hemos sido nosotros los que ostentaron el lema “Orden, paz y trabajo”, que también fue el lema de Hitler y de Mussolini. “Orden, paz y trabajo” es la trilogía de los déspotas, de los fascistas y de las hordas de Himmler. El nazismo aprobenavidista una vez más afila sus instrumentos de ataque y lo hace con artería, desprecio por la verdad y asqueroso cinismo. ¡Son típicamente nazis y bestialmente totalitarios!».