Esas elecciones de 1962 estuvieron repletas de acusaciones de fraude: padrones adulterados, electores fantasma, tinta indeleble que se borraba con leche de vaca, servicio de entrega a domicilio de libretas electorales a los analfabetos, por entonces inhabilitados para votar. Lo cierto es que el indisimulado apoyo oficial a Haya de la Torre le permitió hacer una campaña de grandes recursos, al nivel de sofisticación de las que se hacían en los Estados Unidos (en la avenida Larco llegó a colocarse un dispositivo electrónico que, cada vez que un auto pasaba, emitía una voz electrónica que vivaba «Haya presidente»). Cuando se publicaron los resultados finales, Haya y Belaunde habían casi empatado en el primer puesto, pero ninguno de los dos obtuvo el tercio constitucional para ser proclamado presidente. Sucedió lo que pasaba siempre en el Perú cuando la situación política desembocaba en un callejón sin salida: el Ejército dio un golpe de Estado, encarceló al presidente Prado y anunció nuevas elecciones para junio de 1963. Se presentaron los mismos tres candidatos, aunque esta vez Belaunde se unió con los democristianos, minoritarios pero esenciales para sacar ventaja a los apristas. Y así fue: Belaunde derrotó a Haya de la Torre y mi abuelo recibió, dos meses después, su prometida recompensa: la embajada en Bélgica. Carlos Miró Quesada, Beatriz Eguren y sus hijas vivieron en Bruselas y en Brujas durante trece meses. Uno de los momentos más exultantes de la vida de mi abuelo ocurrió ahí, en setiembre de 1963, cuando se enteró de la muerte de Manuel Seoane, el segundo de Haya, por un paro cardiaco. Beatriz Eguren dice que ese día lo esperaba en la estación central, cuando de pronto vio a mi abuelo acercarse corriendo hacia ella, agitando un periódico en la mano, celebrando la noticia con felicidad incontrolable. Esa felicidad se volvió todavía más plena cuando a mediados de 1964 el gobierno trasladó a mi abuelo a un destino más codiciado: Roma. Era su máximo sueño cumplido. En una época creyó que tarde o temprano llegaría a la Ciudad Eterna como representante del Perú fascista en la Italia de Mussolini, pero lo había conseguido, luego de muchos sinsabores, dentro de un gobierno constitucional, democrático y moderado.
Todo fue bien hasta 1968. En enero de ese año Armando Villanueva, en ese momento presidente de la Cámara de Diputados, se encontraba de gira por Europa. No había planificado viajar a Roma, pero por alguna razón el jerarca aprista hizo escala ahí. La embajada fue inmediatamente notificada del arribo, era una obligación protocolar que el embajador lo recibiera en el aeropuerto de Fiumicino, pero mi abuelo se negó de plano y pidió a su secretario que se encargara de ese ingrato trámite. Pero el secretario de mi abuelo, un intrigante sin méritos apellidado González Olaechea, por razones que desconozco, lo detestaba; y por ello, con la intención de meterlo en un grave problema, no acató la orden. La noticia del desaire de la representación diplomática peruana en Italia a Villanueva se propaló en Lima un par de días después y la mayoría parlamentaria aprista clamó para que el presidente Belaunde tomara acciones sobre el incidente. No tuvo más remedio que llamarlo a Lima para que rindiera explicaciones sobre su actitud, pero mi abuelo prefirió renunciar antes a la embajada y regresó al Perú, junto a su familia, desprovisto de todo cargo. (Muchos años después, a principios de los ochenta, mi madre se encontró con Belaunde en una fiesta infantil a la que nos habían invitado. Luego de que ella se presentó como la hija de Carlos Miró Quesada, Belaunde le dijo, con su amabilidad proverbial, que mi abuelo había sido un caballero inteligente y culto, un lujo como embajador, pero le dijo también que siempre vivió demasiado pendiente de sus enemigos, con un exceso de lealtad a sus rencores).
La prensa aprista explotó lo de Roma como una victoria definitiva sobre el más intransigente de sus adversarios. Mi abuelo se sintió una vez más fuera de combate, pero la diferencia era que ya tenía sesenta y ocho años, no le quedaba mucho tiempo para dedicarse a la política activa y todo hacía indicar que en las elecciones de 1969 el APRA ganaría sin dificultad: los demás partidos estaban en ruinas o adolecían de fuerza electoral como para plantarle cara. Vivió meses de umbrosa amargura. Todos los días restañaba sus heridas leyendo La Tribuna para saber qué decían los apristas sobre él, para atestiguar cómo se felicitaban y burlaban por su revés. Esas afrentas no hacían sino robustecer su deseo de contraatacar y recuperar lo perdido. No estaba dispuesto, bajo ninguna circunstancia, a ingresar a sus cuarteles de invierno. No todavía. Se resistía a resignarse a que su destino fuera un exilio infamante donde con seguridad lo sorprendería la muerte: meses atrás le habían diagnosticado un cáncer de colon especialmente agresivo.
Entonces, cuando la debacle parecía inevitable, tuvo su último golpe de suerte. Unos militares de inspiración nasserista, al mando de Juan Velasco Alvarado, derrocaron a Belaunde el 3 de octubre de 1968. El nuevo gobierno, autonombrado revolucionario, emprendió una serie de acciones y reformas que cambian la fisonomía del país en pocos meses. La más trascendental fue la promulgación de una ley de reforma agraria que le confiscaba las tierras a los gamonales y se las entregaba a los campesinos. Era el golpe final a esa oligarquía de la que mi abuelo formaba parte y cuyos privilegios siempre estuvo dispuesto a defender. Sin embargo, eso no lo detuvo a la hora de elogiar públicamente al gobierno, saludar la peruanidad de su espíritu y jugar las fichas necesarias para regresar a Europa y cobrar su revancha contra los apristas, quienes habían sido hábilmente neutralizados por Velasco, que se apropió y ejecutó lo medular de su histórico programa de gobierno. Se hallaban, así, más lejanos del poder que nunca. Mi abuelo podía traicionar sus principios, pero jamás a su rencor.
En mayo de 1969 regresó al cargo de embajador en Bruselas. Había ganado la partida final.