3
Tercero, o cuando me robaron el corazón
Era una mañana tan gélida que el aire frío se colaba bajo el miriñaque y me temblaban las piernas pese a llevar las medias largas de lana. El cielo estaba encapotado y se mantuvo oscuro incluso después de salir el sol.
Tras el aseo matutino, la tía Lillian me había ayudado a vestirme, pues yo estaba demasiado nerviosa para abrocharme ni un botón con los dedos temblorosos. Llevaba una sencilla blusa de color crema de algodón y una falda oscura de cuadros, de lana pesada. Ninguna de las dos prendas contaba con la aprobación de mi madre; en su opinión, eran aburridas y carecían de vida. En el fondo le daba miedo verme con un aspecto demasiado riguroso que asustara a los jóvenes caballeros, acostumbrados a la alegre pompa de las damas de la nobleza rural, que parecían papagayos.
Yo me sentía muy a gusto con mi ropa, mucho más que con algo ceñido y de volantes, y me alegré mucho cuando la tía Lillian me vio y me dijo que con ese atuendo parecía mayor y más madura. Luego me hizo un recogido alto y me prestó sus pequeños pendientes de perla.
Pese a sentirme bien vestida, no tenía la cabeza tranquila, notaba el estómago débil y el corazón se me iba a salir del pecho.
El tío Alfred caminaba a mi lado, me había ofrecido el brazo para apoyarme en él, y yo se lo agradecí.
El camino de adoquines bajaba un tramo desde la casa del tío Alfred hacia la calle. A continuación, giraba por una entrada de hierro forjado hacia un parque que ya pertenecía a los terrenos del campus de la universidad.
Mi tío me señaló varios grandes edificios oficiales de piedra de color pardo y gris oscuro y me los fue nombrando, mientras yo observaba con los ojos prácticamente desorbitados de puro asombro.
Hacía mucho tiempo desde la última vez que había estado allí, y entonces había pasado todo el rato con la nariz metida en Oliver Twist; el resto de nuestra estancia en Londres había estado buscando con la mirada a los niños de la calle. Ni siquiera nos acercamos a la biblioteca por el miedo de mis padres a que me perdiera dentro y a no volverme a encontrar jamás.
El parque por el que paseábamos era muy amplio, atravesado por senderos de adoquines claros, bordeado de viejos plátanos fosilizados que ya casi habían perdido todas las hojas. Rodeada de superficies verdes, la universidad se erguía en el cielo opaco. Eran edificios majestuosos, con columnas estrechas, torreones y almenas plateadas, muy típicos de Londres. Con sus centenares de ventanas estrechas y sus grandes portones de madera, todos irradiaban un aura tan potente que sentí veneración por todo el conocimiento que se trasmitía en el campus y del que yo solo tenía una ligera idea.
En medio deambulaban chicos jóvenes. Aún era muy pronto, pero ya estaban todos en marcha. Iban a las clases de la mañana, a la cafetería que habíamos dejado a la derecha o a los grupos de trabajo que se reunían por todo el campus y en los cafés de los alrededores.
La biblioteca estaba justo en el centro. Respiré hondo, con respeto, cuando emprendimos el camino hacia la entrada.
Apareció la fachada ornamentada, que por su magnificencia me hizo sentir pequeña.
El miedo que hasta entonces había controlado con mayor o menor fortuna me subió por el estómago con el frío de la mañana. Tuve la sensación de que no iba a estar a la altura.
No imaginaba cuántos libros habría en ese edificio. Cómo podía haber pensado que tenía siquiera una mínima idea de toda la literatura que había en este mundo.
El tío Alfred me acarició la mano, me dedicó una sonrisa paternal y luego me soltó el brazo para abrir la pesada puerta.
Contuve la respiración y procuré mantener la compostura: levanté la cabeza, enderecé los hombros y entré en el edificio.
Cuando mi tío cerró la puerta y bloqueó todos los ruidos externos, me sumergí en el silencio. El viento que susurraba entre los árboles, el graznido de los cuervos, el traqueteo de los carruajes que se alejaban. Dentro reinaba tal silencio que se oiría caer un alfiler. Los rotundos pasos de mi tío resonaron como golpes de martillo en el vestíbulo, y yo lo seguí a toda prisa.
Al levantar la vista, se me paró el corazón: no podía creer lo que estaba viendo. El vestíbulo era enorme, dominado por un mostrador en forma de semicírculo de madera color caoba situado en el medio, justo donde dos jóvenes trabajaban en silencio.
Detrás se abría una sala redonda, grande como un teatro, con una cúpula de cristal en el techo. Pese a que la infinidad de ornamentos tallados y las aplicaciones doradas sin duda eran dignos de admiración, toda mi atención la absorbían los libros.
Las estanterías cubrían toda la pared, abombadas para que hubiera nichos que separaran los diferentes ámbitos temáticos. Eran tan altas que había que usar largas escaleras para llegar a los cuatro o cinco estantes superiores. Dos escaleras subían a un amplio círculo en el que todo continuaba.
Libros sobre libros, páginas, palabras, el olor a papel y polvo en el aire. Enseguida supe que aquel lugar me iba a robar el corazón.
Ni siquiera me percaté de que había avanzado hasta que estuve a punto de chocar con un estudiante que maniobraba en su sitio con cierta torpeza con una pila de libros.
—Disculpe —murmuré, demasiado alto para aquel lugar de tranquilidad y saber.
El chico se limitó a asentir y se sentó a una de las numerosas mesas colocadas en la sala redonda. También había otros alumnos sentados, inclinados sobre códigos, diccionarios, literatura extranjera, planos de construcción, leyendo, escribiendo, estudiando.
Si fuera un hombre, yo también me sentaría allí largas horas a estudiar, a absorber todo el conocimiento. Como mi hermano Henry. Pero no era un hombre. A pesar de que en el otro extremo de Londres había una pequeña universidad para mujeres desde hacía poco, los estudios aún no eran una actividad especialmente apreciada para nosotras. Según había leído, de momento los ámbitos de estudio eran muy limitados, y aún no había nada que de verdad me llamara la atención.
Henry me había dicho que la universidad para mujeres era un chiste en comparación con aquella, y que aún tendrían que pasar muchos años para que cambiara algo.
Estiré el cuello, fui observando a los estudiantes uno a uno e intenté reconocer a mi hermano entre ellos. No estaba.
El tío Alfred se aclaró la garganta a mi lado. Di un respingo. Lo había olvidado por completo, igual que el motivo de nuestra visita. En realidad, todo había quedado relegado a un segundo plano desde que había visto los libros. Incluso el miedo ante lo que me esperaba había sido sustituido por ese cosquilleo que sentía en el estómago.
—Ah, ahí está —me susurró mi tío, y miré en la dirección que me señaló fugazmente.
Sin ese gesto también habría deducido muy rápido que el hombre que bajaba la escalera no podía ser otro que el bibliotecario.
Se distinguía con claridad de los estudiantes encorvados que echaban humo por la cabeza. De una altura llamativa, su postura era recta y la silueta ligeramente flaca. Tenía el cabello muy oscuro, no llevaba barba y no podía tener más de treinta años, lo que explicaba por qué mi tío lo había descrito como un «joven tarugo». Era muy joven para un puesto de tanta responsabilidad. Casi no se oían sus pasos y, pese a tener la nariz metida en un libro, pisaba con tal seguridad los amplios escalones que parecía haberlo hecho cientos de veces. Llevaba un sencillo traje de color marrón oscuro, que le quedaba bien, y unas gafas que le caían hasta la punta de la nariz.
No sabía cómo evaluar mi primera impresión de él. Esperaba algo distinto, pero, aun así, aquel hombre parecía encajar a la perfección en ese lugar.
—Señor Reed —le dijo el tío Alfred, y el joven alzó la vista con recelo de las líneas del libro.
Al ver a mi tío, lo vi suspirar contenidamente, aunque dejó de poner cara de fastidio justo a tiempo para que no fuera demasiado evidente. De todos modos, yo sí lo había visto.
—Señor Crumb. No esperaba volver a verlo tan pronto —dijo, y sonó educado y sorprendido.
Ni siquiera correspondía a las delicadas expresiones de su rostro, que en conjunto denotaban nervios y tensión. Igual que cuando mi tío hablaba del señor Reed durante los últimos días. Esos dos debían de haber tenido sus buenas disputas.
—¿No? Qué raro, puesto que ambos perseguimos solucionar el mismo problema —comentó mi tío, alterado, y oí con tanta claridad el deje de ironía que tuve que reprimir una sonrisa—. Permítame que le presente —continuó, y me puso una mano en el hombro para que diera un paso adelante—. Esta es Animant Crumb, la hija de mi hermano. Es una joven dama extraordinaria, sagaz e ingeniosa. Es honrada y muy educada. Y no conozco a casi nadie que haya leído tantos libros como ella. Creo que ni siquiera usted podría seguirle el ritmo.
Por un momento me molestaron un poco las palabras que mi tío había escogido. ¿Por qué le explicaba todo eso?
El señor Reed se retiró las gafas de la nariz, las dobló y las colgó por una de las patillas al sencillo chaleco bordado. Desvió la mirada escéptica de mi tío a mí; él tampoco tenía claro a dónde iba a parar todo aquello.
—Y he decidido contratarla como su nueva asistenta —exclamó el tío Alfred un poco demasiado alto para estar donde estábamos; algunos estudiantes se volvieron hacia nosotros.
Era evidente que todo aquello le divertía mucho más de lo que quería admitir. Posó su mirada largo rato en los rasgos del señor Reed, cuyo rostro fue transformándose de un color normal a un pálido enfermizo para unos segundos después pasar al rojo de la ira.
—¡Quisiera hablar un momento con usted! —masculló el señor Reed, en tono avinagrado.
Dio media vuelta y se dirigió como un mariscal de campo hacia la escalera que acababa de bajar.
Los labios del tío Alfred dibujaron una sonrisa diabólica en cuanto el bibliotecario se dio la vuelta, y lo siguió dando zancadas.
Yo no sabía qué hacer, así que me quedé ahí quieta mientras los caballeros se alejaban. Los estudiantes que estaban sentados alrededor me miraban como si fuera un perro verde. No habían sido muy amables al dejarme allí sola; me agarré la falda con resolución para seguirles.
Los vi desaparecer tras una puerta situada a un lado de la sala circular cuando llegué a la segunda planta. Como allí arriba no había nadie y los estudiantes no me veían desde abajo si caminaba pegada a las estanterías, recorrí el breve tramo con todo el sigilo que pude, procurando controlar la respiración rápida, y apoyé la oreja en la puerta cerrada.
—¡No lo dirá en serio! —Oí que decía el señor Reed con claridad, y sonaba realmente enojado.
—Por supuesto, completamente en serio. Durante los últimos meses ha rechazado usted a veinticuatro asistentes, les ha hecho la vida imposible o los ha despedido. ¡Ya es suficiente! —exclamó mi tío, no menos enfadado.
Tuve que agarrarme con la mano al lateral de una estantería para respirar aire suficiente con el corsé y poder seguir escuchando.
—Es una mujer, señor Crumb. Y encima sin estudios. ¿Cuál cree que será su trabajo? ¿Preparar el té? —replicó el bibliotecario con toda la malicia del mundo.
Me estremecí. Aquellas palabras bulleron en mi interior. Por supuesto, tenía claro que nunca alcanzaría la reputación que un hombre podría tener en mi posición, pero dar por hecho de antemano que era de poca utilidad solo por ser mujer me enfurecía.
—Es ambiciosa y lista, y está en situación de cumplir las tareas que le encargue —me defendió mi tío, ya en un tono más calmado—. Además, no tiene elección, señor Reed. O la mantiene como mínimo un mes, o sugeriré al consejo fiscal que dejen de invertir medios económicos en su curiosa máquina.
El señor Reed enmudeció y yo contuve el aliento ante tanta tensión. Mi tío había presionado de verdad a ese hombre, y no me parecía bien. Yo tenía demasiados escrúpulos para hacer algo así.
—Además es mi sobrina, así que trátela con cuidado —insistió el tío Alfred.
Por lo visto, aquello hizo que el señor Reed recobrara el juicio.
—Está bien, como quiera. Pero si el puesto es demasiado exigente para la señorita no seré yo quien le impida marcharse —gruñó, y yo apenas lo entendí porque la voz quedó tapada por el susurro de papeles—. ¿También ocupará la habitación del edificio de personal? —preguntó en tono burlón.
El tío Alfred soltó un bufido.
—Por supuesto que no. No sea ridículo. Vivirá con mi esposa y conmigo.
—Entonces ya está todo claro. Que tenga un buen día y que no tenga que volver a verle en un tiempo —soltó el señor Reed, airado.
Tal falta de educación me dejó helada un momento, pese a que la voz volvía a tener un matiz más agradable.
—Adiós, señor Reed. Le deseo lo mismo —contestó mi tío a la insolencia.
Yo me retiré de la puerta.
Como oyente con años de experiencia sabía cuándo una conversación se había terminado de verdad. Di unos cuantos pasos presurosos y pasé junto a la balaustrada para parecer ajena a lo sucedido y echar un breve vistazo.
Por detrás, la puerta se abrió de un golpe y oí los pasos contundentes de mi tío. Cuando posó la mano en mi hombro, me di la vuelta y puse cara de intriga para que pareciera que no tenía ni idea de lo que iba a pasar a continuación.
—Bueno, las formalidades están aclaradas —dijo con una sonrisa forzada.
Le devolví la sonrisa y le acaricié el brazo para animarle.
—¿Entonces puedo empezar ahora mismo? —pregunté con resolución.
Miré al señor Reed, que me observaba con dureza por encima de las gafas; debía de habérselas puesto de nuevo durante la conversación en el despacho.
—Eso parece —contestó, e irguió los hombros—. Como parece que su tío tiene prisa por atender sus otras ocupaciones —dijo con aspereza, y miró al tío Alfred por el rabillo del ojo—, le enseñaré dónde puede dejar el abrigo; luego tendrá media hora para familiarizarse con el sistema. Por desgracia, en mi plan de hoy no tenía previsto enseñar a trabajar a una asistenta, señorita Crumb.
Seguía con aquel tono tan agresivo e hice un gesto de impotencia para mis adentros. Poco a poco iba entendiendo por qué todos lo consideraban tan horrible. En efecto, era muy maleducado y un maestro en el arte de trasmitir a los demás la sensación de que eran bobos e inútiles.
El tío Alfred soltó un bufido y yo seguí sonriendo como si no hubiera notado ni la clara expulsión de mi tío ni la actitud de desprecio hacia mi presencia. Así era una auténtica dama. Pasaba por encima de las cosas, sobre todo de las ofensas.
—Señor Reed —se despidió el tío Alfred.
Me llevó un poco más allá, junto a la barandilla de la sala circular; se inclinó hacia mí.
—Lo conseguirás, Ani. Demuéstraselo a ese mentecato —me susurró, y su manera de expresarse me hizo reír.
También en la comisura de los labios de mi tío asomó una sonrisa. Me hizo un gesto con la cabeza, apretó un instante más la mano que aún tenía en su brazo y luego bajó la escalera. Me lanzó una última mirada, para mi gusto demasiado atribulada, y luego desapareció.
El señor Reed estaba otra vez con la nariz metida en el libro de antes. No alzó la vista hasta que no estuve justo delante de él.
—El abrigo —le dije con toda la amabilidad posible.
Parpadeó dos veces como si hubiera olvidado que estaba ahí.
—Por supuesto —contestó, y no supe interpretar la expresión de sus ojos.
Me llevó hasta la puerta contigua a su despacho y entramos en un pequeño cuarto. Dentro había una mesita sencilla, dos sillas, un montón de trastos, una estantería poco llena, un perchero y una segunda puerta que daba detrás.
Me quité los guantes con espontaneidad, los dejé en la estantería y me desabroché el abrigo, que encontró un sitio en un gancho de latón del perchero.
No había esperado ni un momento a que el señor Reed me ayudara a quitármelo, y él tampoco se había ofrecido.
—¿Había estado antes en esta biblioteca? —me preguntó.
Apreté los labios.
—No —tuve que confesar, y no me gustó nada. Sonaba como si nunca hubiera tenido un libro en las manos, y me enojaba su mirada despectiva—. En esta no —añadí, pero al bibliotecario le dio igual, si es que me había oído.
—Entonces le propongo que eche un vistazo mientras yo termino, y luego le daré a conocer sus nuevas funciones —dijo, como si le estuviera contando a una niña que era muy importante recoger sus cubos de construcción.
Luego se volvió hacia la puerta, me dejó sin decir nada más, regresó a su despacho y cerró la puerta como si quisiera olvidarme en el acto.
Apreté aún más los labios para no proferir un grito ante tanta impertinencia.
Mi tío Alfred me había contratado para un mes. Mi madre me había dado un mes.
«Un mes», me dije. Un mes con ese hombre. Fuera como fuera, tenía que conseguirlo.