6

Sexto, o cuando encontré a alguien afín

Estaba junto a una chimenea que emitía un leve crepitar. En una mano sostenía una copa con soda; en la otra, un bocadillito de paté. Miraba nerviosa un gran salón lleno de gente desconocida.

En realidad, no tenía ganas de estar allí, y de momento tampoco había llegado la música que me habían prometido.

Después de que Henry me acompañara de vuelta a la biblioteca y me diera un abrazo de despedida tan fuerte que apenas pude respirar, volví a desaparecer en mi sala para seguir donde lo había dejado.

Pese a que en realidad no cambiaba nada en mi situación, después de nuestra conversación por lo menos me sentía algo mejor por estar ahí sentada trabajando.

Acaricié con la punta de los dedos la encuadernación en piel de un libro grueso al que había quitado un papel de seda. La tinta de impresión fresca me llegó a la nariz, vi bailar en el aire el polvo que se desprendía de las hojas cortadas y disfruté de los rayos de sol que entraban por la ventana y le daban a la situación un aire nostálgico. Perdería ritmo si disfrutaba de los libros y no me dedicaba solo a trabajar, pero en ese momento no me importaba.

Me tomé al pie de la letra las palabras de Henry y fui poco a poco. Era mi segundo día y no quería llegar a casa dando tumbos ni esa noche ni todas las siguientes, tan extenuada como el día anterior. Me habían llevado hasta allí para trabajar en una biblioteca y no para ser la esclava de un bibliotecario loco. No quería depender de su opinión. Iba a hacer lo que estuviera en mi mano, no me dejaría sacar de quicio. Así demostraría que era una adulta hecha y derecha.

Tampoco podía hacer mucho más que seguir lanzándome miradas arrogantes y comentarios descarados. No podía echarme. Por lo menos, no durante el mes siguiente, de eso se había ocupado el tío Alfred.

Pese a todo, durante las horas siguientes conseguí hacer mucho más de lo que pensaba al principio. Antes de irme clasifiqué los libros de manera que siguieran un orden, para no tener que buscar tanto al día siguiente. Luego cerré el tintero, me sacudí el polvo del tejido oscuro de la falda y salí de la sala, que estaba más ordenada de como la había encontrado.

Me topé con el señor Reed en la gran sala redonda de lectura. Estaba hablando en voz baja con un hombre que aún llevaba abrigo y sombrero, y que, pasados unos instantes, se despidió. Aproveché la ocasión para mostrarme ante el bibliotecario y hacerle saber que me iba puntual y no antes de mi hora.

—Señorita Crumb —dijo cuando vio que me acercaba.

No parecía contento, precisamente. Tenía el ceño fruncido en un gesto sombrío, y la frente llena de arrugas de enfado. Pese a que se esforzaba por mantener una expresión neutral, no lo conseguía.

—Señor Reed —contesté yo.

Me pregunté sin querer qué había hecho, pues de pronto soltó un bufido, se quitó las gafas y se frotó con dos dedos la base de la nariz.

—Disculpe mi enfado. Ese caballero acaba de ponerme de los nervios —dijo con franqueza, y se puso de nuevo las gafas—. ¿En qué puedo ayudarla? —preguntó con un suspiro, incluso forzó una leve sonrisa.

No sabía cómo interpretar el que de pronto mostrara hacia mí cierta deferencia. ¿Era un ardid para ofenderme de nuevo o de verdad había recuperado el juicio y empezaba a comportarse educadamente?

No pensaba que fuera yo quien había provocado ese cambio por haberlo reprendido por sus malos modales. Tal vez fuera por el caballero que acababa de irse. Puede que lo hubiera puesto tan nervioso que ahora yo le pareciera un mal menor.

—Solo quería comunicarle que me voy —dije a media voz, con el tono más suave que pude. No sabía por qué, pero por algún motivo no quería provocarlo más.

El señor Reed me miró sorprendido y giró la cabeza hacia el reloj del vestíbulo.

Lo seguí con la mirada. Ya pasaban doce minutos de las cinco.

—Ah, ¿ya es tan tarde? Bueno, eh…, bien —contestó, un tanto distraído, se palpó el bolsillo de la chaqueta como si buscara algo y luego dejó caer las manos tras un breve gesto con la cabeza.

Ese hombre del abrigo y el sombrero debía de haberlo alterado muchísimo. Parecía aturdido.

—Un favor más —volví a llamar su atención. Me miró a través de los cristales de las gafas, que hacían que sus ojos parecieran un poco más grandes de lo que realmente eran—. Mañana tiene que enseñarme su máquina de localización. No entiendo del todo para qué deben servir las palabras clave —dije.

Él asintió.

—¿Mañana? —repitió, como si le pareciera una insensatez que yo pretendiera volver al día siguiente.

—Sí, mañana —le confirmé, y luego hice una pequeña reverencia—. Buenas tardes.

—Buenas tardes, señorita Crumb —respondió, con la turbación escrita en la frente.

Me fui de allí con una sonrisa. Esta vez había ganado yo.

Una vez en casa, tenía una idea muy concreta de cómo pasar la tarde: en mi butaca, con un libro.

Mi mente necesitaba distraerse; mi alma, una buena historia; y mi cuerpo, el asiento de plumas dado de sí de mi butaca, que la tía Lillian incluso me había dejado poner en el salón.

No obstante, mi tía ya tenía otros planes. Me sirvió un té tardío y unas pastas para luego hablarme con entusiasmo de una pequeña velada a la que la habían invitado ese mismo día de forma inesperada, al encontrarse a una vieja amiga en la ciudad.

—Ni siquiera sabía que yo vivía aquí. ¿Te lo puedes creer? Hacía mucho tiempo que no nos veíamos —me contó con un deje de alegría en la voz y una mirada feliz—. Vendrás conmigo, Ani, ¿verdad? —me preguntó de repente.

Estuve a punto de atragantarme con el té. Reprimí la tos y me aclaré la garganta para disimular mi sorpresa.

—No creo que después de una jornada tan larga me convenga ver a más gente.

—Tonterías —exclamó ella con gesto despreocupado—. Será una celebración muy pequeña. Solo algo de comida y sentarse a escuchar música de piano —me tentó, con una mirada suplicante—. Por favor, Ani. Alfred ya se ha disculpado (una vez más) porque sus negocios se han alargado. No quiero ir sola —mendigó.

Suspiré en silencio.

Probablemente, a mi madre no le habría hecho ese favor, pero con la tía Lillian enseguida me volvía una blanda. En primer lugar, porque dominaba a la perfección esa mirada suplicante; en segundo lugar, porque me sentía en deuda con ella por vivir en su casa; y en tercer lugar, porque en realidad me encantaba la música de piano.

Mi manera de tocar era entre mediocre y penosa, probablemente porque había leído más sobre pianos de lo que los había tocado; sin embargo, no había nada más agradable que escuchar una buena pieza mientras me sumergía en las páginas de un buen libro.

Tal vez mi tía tuviera razón y el círculo de personas fuera tan pequeño que podíamos sentarnos junto a la chimenea, intercambiar impresiones, tomar un té mientras una de las damas compartía con nosotras su pericia con el piano. Además, podría leer un poco. Qué importaba leer aquí o allí.

—Está bien —dije, dándome por vencida.

A mi tía se le iluminó el rostro al instante.

—¡Gracias, Ani! —exclamó, radiante, al tiempo que se levantaba de la silla. Luego sonrió con picardía—. Ya te he sacado hasta un vestido —añadió, antes de salir presurosa de la sala.

Dos horas después no podía creer que me hubiera dejado engañar de esa manera. La gran sala estaba abarrotada, era mucho más que una pequeña velada o que una mediana. En el campo solo se reunía tanta gente para un baile.

Probablemente, esa era otra de las diferencias entre los dos lugares. Pero, al parecer, en Londres llamaban una «pequeña velada» a eso, y yo deseaba estar muy muy lejos de allí.

Entramos juntas en la sala; las ruidosas conversaciones estuvieron a punto de acabar conmigo. Cuando no habían pasado ni cinco minutos, la tía Lillian ya me había presentado a su querida amiga la señora Glenwood, con la que desapareció entre la multitud tras intercambiar dos o tres frases.

Así que ahí estaba yo, sola, entre un montón de desconocidos. Me hice con una copa de soda para tener algo a lo que aferrarme.

Me abrí camino entre los presentes con el monstruo de color verde claro que llevaba y busqué un lugar tranquilo junto a la chimenea, donde justo en ese momento una señora mayor con el cabello canoso recogido y un vestido de seda violeta me arrebató la butaca a la que había echado el ojo.

Era para gritar. Y no estaban mis nervios en su mejor momento como para no poder estar a gusto al menos durante esa noche.

¿Dónde estaba la bruja que me había metido allí? No veía a la tía Lillian por ninguna parte. Ofendida, cogí un bocadillo de una bandeja que me quedaba cerca.

Por suerte, mi tía no me había apretado tanto el vestido como hacía siempre Mary-Ann; creí que podría comerme un par de bocadillos antes de explotar allí dentro.

—Ay, ¿de dónde ha sacado el champán? —me dijo de pronto una voz aflautada desde un lado.

Giré la cabeza, sorprendida, y vi el rostro fofo de un hombre un poco rollizo que no podía tener mucho más de veinticinco años, según comprobé horrorizada. Llevaba el cabello rubio oscuro peinado hacia atrás y dejaba al descubierto de una forma muy poco favorecedora la frente alta, que le hacía parecer un cabeza de huevo. No pude evitar pensar enseguida en Alicia en el País de las Maravillas.

—Es soda —le corregí, y sonreí con educación pese a tener ganas de esfumarme.

—¿Soda? —repuso el hombre, asombrado, y abrió los ojos de par en par. Luego inclinó la cabeza hacia mí en un gesto de complicidad, lo que me resultó sumamente desagradable, pues ni siquiera tenía espacio suficiente para rehuirlo sin que los volantes de mi falda corrieran el peligro de acabar en el fuego de la chimenea—. Hace poco me dijeron que la soda era un ácido —dijo, indignado, como si fuera inaceptable ofrecer a la gente algo tan horrible.

Disimulé un gesto de desesperación. Ese hombre, que de momento ni se había presentado, parecía considerarse una mente privilegiada, pero yo tenía la impresión de que era más bien un erudito a la violeta.

—Es una solución alcalina —le corregí.

Acto seguido oí la voz de mi madre en mi cabeza avisándome de que no diera lecciones a todo el mundo.

El hombre me miró como si de pronto me hubieran crecido antenas en la cabeza. No me había entendido.

—Una lejía —aclaré, y lo empujé con cuidado y como por casualidad para apartarlo y establecer una distancia entre nosotros que me permitiera respirar.

Por desgracia, entre las increíbles cualidades que me desagradaban de mi inoportuno interlocutor también estaba la de ser demasiado insensible para notar cuándo estaba importunando a una dama.

Él asintió y esbozó una sonrisa falsa para indicarme que sabía perfectamente de qué le estaba hablando, aunque fuera más tonto que un zapato.

—¿No prefiere dejar esa sustancia peligrosa? Puede ir a buscar un ponche. Resulta que conozco personalmente a la dueña de la casa; su ponche es excelente —dijo con orgullo, como si lo hubiera hecho él con sus propias manos.

Me aferré con más fuerza a mi copa.

—Es muy amable por su parte —mascullé con los dientes apretados—. Pero no, gracias. Mañana no puedo pasarme el día durmiendo a pierna suelta. No tengo ese privilegio.

—Ah, ¿no? —exclamó el caballero, desconcertado.

Sentí ganas de darme una bofetada por haberle dado tema de conversación, cuando lo que quería era deshacerme de él cuanto antes.

—¿Qué tiene que hacer mañana a primera hora una joven dama tan guapa como usted? —preguntó a continuación, como si decir aquello fuera lo más natural del mundo.

Decidí cambiar de táctica. Con una indirecta no me iba a deshacer de él, era demasiado bobo para captarla. Tendría que ser más contundente.

Al fin y al cabo, con el señor Reed había funcionado.

—Trabajo. —Ya lo había soltado. ¡Era una mujer que trabajaba!

El hombre abrió los ojos, perplejo.

—Eso…, ah. Pero, señorita… —murmuró, y no se le ocurrió qué más decir.

Esperaba haberlo avergonzado hasta tal punto que quisiera despedirse y seguir su camino. Sin embargo, subestimé la obstinación de los hombres que no habían sido agraciados con el don de la belleza y la elegancia. Respiró hondo, se recompuso y esbozó una leve sonrisa porcina.

—Qué maleducado he sido. Ni siquiera me he presentado. Me llamo… —empezó con voz serena.

Deseé con toda mi alma que alguien me salvara. Por supuesto, era una joven independiente, con ingenio y buena retórica, en ocasiones afilada, pero la insolencia siempre me desarmaba.

Al principio, el señor Reed me cogió por sorpresa, y el tipo que tenía delante me estaba sacando tanto de quicio que no se me ocurría nada para librarme de él cuanto antes.

—No importa, porque ahora mismo voy a secuestrar a esta joven dama.

Alguien interrumpió al hombre con la cabeza de huevo antes de que se diera cuenta. Un brazo delgado cogió el mío por debajo.

—Ah —exclamó el caballero, sorprendido, no menos que yo cuando levanté la cabeza hacia mi salvador.

Era una mujer, un poco mayor que yo. Tenía el cabello castaño, la piel pálida y me sacaba media cabeza (y eso que yo soy bastante alta). Me llamó la atención su figura enjuta, el rostro ovalado, la nariz puntiaguda como un ratón. Miraba con ojos divertidos al caballero, al que había asestado un buen golpe, con una sonrisa insolente en los labios delgados.

Me arrastró rápido con ella, de modo que estuvo a punto de caérseme la soda. El caballero nos siguió dos pasos.

—Si me permiten acompañar a las damas —dijo contra el alboroto de la sala, y la mujer joven que tenía al lado balanceó la cabeza como si estuviera borracha.

—¡Por Dios, no! —exclamó, asombrada.

Puso una burlona cara de desesperación mientras nos íbamos con paso majestuoso.

No me resistí, y me llevó a una sala contigua donde había menos gente porque una ventana abierta permitía la entrada del aire invernal.

—Mucho mejor, ¿no te parece? —Me miró con unos ojos azules que parecían un cubo de agua fría.

Se hizo con dos sillas tapizadas de color granate. Me senté, aliviada, y estiré los pies con discreción, aunque tampoco se veía por el miriñaque. Realmente, ya tenía suficiente de estar de pie por hoy.

—Ha sido realmente… —empecé una frase, pero la mujer me interrumpió, mientras me observaba con una sonrisa pícara.

—¿Increíble? ¿Fantástico? ¿Impresionante? —me dijo con tanta seguridad en sí misma que me hizo reír.

—En realidad, quería decir horrible —aclaré.

La chica me sonrió con tanta dulzura como si le hubiera hecho un cumplido.

—Ah —dijo—. Ha sido un placer.

No pude evitar reírme de nuevo. Pese a ser maleducada, insolente y desagradable, había algo tras esa fachada maligna que me interpelaba y la hacía encantadora.

Mi madre la odiaría, y eso me daba aún más motivos para que me cayera bien esa chica.

—Elisa Hemmilton. Siempre a su servicio cuando una joven en apuros está siendo cortejada por un soltero gordo y calvo —anunció, y cerré la boca como si lo hubiera dicho yo misma—. No te sorprendas tanto, cariño. Todas lo piensan, solo que yo soy la única que lo digo en voz alta —me soltó.

Asentí, pues mis pensamientos habían ido sin duda en esa línea.

—Animant Crumb —me presenté, sin entrar en el tema.

Elisa Hemmilton me cogió con alegría la mano que no sujetaba la copa para darme un apretón. Seguramente, había perdido el bocadillo en algún lugar durante nuestra huida.

—Qué nombre tan poco corriente. Estoy entusiasmada —me confesó, y logró que me sonrojara de verdad. Me soltó la mano y se colocó con un gesto muy poco elegante un mechón detrás de la oreja—. Debo confesar que no te he salvado del señor Cara de Cerdo de manera totalmente desinteresada —me contó. Parpadeé sorprendida, incapaz de imaginar qué quería de mí—. Estaba cerca cuando dijiste que trabajabas. Y eso es con diferencia lo más interesante que ha dicho nadie en esta velada…, con ese montón de esnobs engreídos pululando por aquí —añadió.

Tuve que hacer un esfuerzo para no ruborizarme.

—Gracias —dije, y soné más serena de lo que me sentía.

—¿Trabajas para ganarte la vida? —me preguntó Elisa Hemmilton con cara de escepticismo.

—No —confesé.

Aunque esperaba que eso la decepcionara, el brillo de sus ojos azules no hizo más que intensificarse.

—Entonces tu padre tiene una fortuna.

Era una afirmación, no una pregunta. En mi fuero interno supuse que no era el caso de Elisa. Probablemente, su padre no tenía una fortuna. Ahora me preguntaba cómo había conseguido que la invitaran a esta velada.

—Entonces ¿qué motivo tienes para trabajar? —preguntó.

Ese sería el eje de nuestra conversación, el secreto que Elisa Hemmilton pretendía descubrir.

—Para que mi madre no me case —dije sin pensarlo.

Elisa casi dobló de tamaño los ojos antes de soltar una sonora carcajada.

Algunos caballeros y tres damas nos miraron con cara de pocos amigos; me alegré de que allí nadie me conociera.

—Lo sabía. Nos parecemos —afirmó Elisa, que se quitó con los dedos puntiagudos las lágrimas de la risa del rabillo del ojo.

—¿Tú también trabajas? —pregunté; utilicé un tratamiento de confianza que no me había ofrecido, pero que parecía natural.

—No —contestó, con una sonrisa—. Estudio.

Eso sí que era una sorpresa. No había conocido a ninguna mujer que estudiara. Sin duda, tenías que estar muy segura de ti misma, como Elisa.

La universidad para mujeres solo tenía unos años, y aún luchaba por obtener el pleno reconocimiento oficial. Tenía unos recursos limitados, la cantidad de asignaturas era miserable y solo la reputación que iba asociada a una mujer que estudiaba ya bastaba para desanimarme.

—Eso sí que es increíble.

Sentí admiración por ella y su coraje.

—No tanto —dijo Elisa, como si no fuera nada del otro mundo. Con todo, la minúscula sonrisa que asomaba a sus labios la delataba—. La universidad es pequeña, y cuando acabe no es seguro que pueda conseguir un título de verdad.

—Entonces ¿por qué lo haces? —Ahora me tocaba a mí preguntar.

Elisa se rio con ganas.

—Por lo mismo que tú. Para no convertirme en la esposa del hijo del pescadero —respondió.

Di por confirmada mi teoría de que sus padres no tenían una gran fortuna. Mi madre nunca me casaría con el hijo de un pescadero. Por lo menos, no si pudiera elegir o si no se lo presentaba como el amor de mi vida.

Sonreí. Elisa tenía ganas de hablar, así que me contó más cosas sin que yo tuviera que importunarla con preguntas.

—Tengo la gran suerte de contar con una mecenas que me permite estudiar —me explicó—. Por desgracia, insiste en que la acompañe a estos actos burgueses. Lo hago, pero lo odio. Sobre todo, estos adornos. —Se dio unos toquecitos en el sombrerito que le habían colocado en lo alto del recogido y golpeó las largas plumas de colores—. ¿Qué significa esto? ¿Acaso soy un papagayo? —preguntó con fingida sorpresa.

Las dos nos echamos a reír a la vez de lo absurdo que sonaba.

—No lo sé. Me niego a llevar algo así. Si mi tía no me hubiera convencido, no estaría aquí —le conté con franqueza, como de costumbre, pero a Elisa no parecía importarle.

Sonrió y se inclinó con interés hacia mí.

—¿Y qué harías ahora si pudieras elegir? —preguntó.

No lo tuve que pensar mucho.

—Me sentaría a leer en mi butaca —dije.

—Así que eres de esas, muy casera —repuso; pese a ser tan directa, no me lo tomé como una ofensa.

—¿Y qué harías tú? —le pregunté.

Se llevó el dedo índice a los labios mientras se lo pensaba un momento.

—Probablemente, estaría en un pub con mi prima, que me diría lo poco femenina que soy y que nunca encontraré un marido —me contó.

—Así que eres de esas, una borracha —comenté con una sonrisilla.

Elisa soltó una risita.

Touché —admitió, y puso cara de boba—. Creo que me he enamorado de ti, Animant —bromeó con una encantadora caída de ojos.

Me alegré de no haberme quedado en casa.