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Noveno, o cuando el azar acabó destruyendo libros

En la ficha de préstamo de Elisa habíamos escrito «Edward Teach», y durante todo el día sentí la emoción de haber violentado algo la ley.

No recordaba haber hecho nunca algo tan prohibido. Cuando me crucé con el señor Reed, me dio un vuelco el corazón por miedo a llevar el delito escrito en la cara.

No obstante, por mucho que lo sopesara, lo mirara por donde lo mirara, no me arrepentía y sabía que lo volvería a hacer. Era injusto negarle a una mujer la formación que recibía un hombre. Me daba igual lo que dictara la sociedad, pues solo contaba la opinión de los hombres.

Guardé el resto de mis libros en las estanterías, llevé el correo del señor Reed a la puerta de su despacho y me ocupé del orden general. Al mediodía comí con Elisa, que me esperó en la cafetería y me invitó a un pedazo de pastel. Estaba exultante, infinitamente feliz, pero logré disuadirla de comprar el pastel de chocolate entero.

Cuando salimos de la cafetería, empezaba a caer una llovizna suave, así que nos despedimos rápido porque ninguna llevábamos paraguas.

Me sentía bien en compañía de Elisa, quedaría más a menudo con ella.

Normalmente, me costaba entablar amistad con alguien, pero la gente en Londres era distinta que en casa.

Cuando el Big Ben sonó hacia las cinco, dejé mi trabajo y me despedí del señor Reed y de Oscar, que me siguió con una mirada de desconfianza. Era obvio que le molestaba que me hubiera tomado la libertad de decidir sobre sus funciones y tener que obedecer sin rechistar. Pero a mí no me inquietaba lo más mínimo.

Corrí a casa bajo la lluvia. Cuando llegué, el tío Alfred me saludó exaltado. Sus negocios lo habían mantenido fuera hasta ese mediodía. La tía Lillian estaba encantada de volver a tener en casa a su marido, y ambos estuvieron bromeando toda la tarde mientras yo terminaba El viaje de Jackson Throug a la India, para luego escuchar la historia del viaje del tío Alfred. Evitó preguntarme por mi trabajo, y yo tampoco lo mencioné, para que lo atormentara un poco más su mala conciencia.

Me acosté pronto y estuve escuchando la lluvia, cada vez más intensa. Se oía distinta que en casa, me desveló y empecé a darle vueltas a la cabeza.

Pese a que solo había pasado media semana, me sentía mucho mejor que al principio. Había logrado adaptarme al trabajo y ya no era tan terriblemente lenta. Desde que, gracias a Henry, ya no intentaba infundir respeto al bibliotecario haciéndolo todo lo más rápido posible, muchas tareas incluso me divertían. Desembalar los libros nuevos, o ver lo distintas que eran las áreas en las que los estudiantes tomaban prestados libros. Me gustaba el ambiente sosegado, cómo entraba la luz por la cúpula de cristal y el leve zumbido de las ruedas dentadas al moverse en la máquina de localizar, que desde ayer volvía a sonar en la galería.

Solo el archivo seguía siendo mi pesadilla, se me ponía la piel de gallina solamente de pensarlo.

Mis pensamientos no tardaron mucho en perder el rumbo y transformarse en sueños. La lluvia se convirtió en mar; mi cama, en una barca; y el olor de las velas apagadas, en el de las especias de la India.

Por la mañana, la lluvia caía infatigablemente, por lo que mi tío intentó convencerme de ir a la biblioteca en el coche de caballos. Sin embargo, a mí me parecía muy absurdo enganchar los caballos para un trayecto tan corto, así que solo permití que me dejaran un paraguas. Les aseguré por enésima vez que podía ir sola y me puse en camino.

La lluvia no era realmente intensa, pero las ráfagas de viento recurrentes le daban al recorrido un aire aventurero.

Tardé el doble, se me mojaron las medias, estuve a punto de perder el sombrero y maldije en voz baja cuando el viento empujó hacia atrás el paraguas con tanta fuerza que se rompió.

Como llegué más tarde que el día anterior, el señor Reed ya había llegado a la biblioteca y había abierto la puerta.

Aliviada, empujé la pesada madera y superé los peldaños que llevaban al vestíbulo. Dejé el paraguas destrozado junto a la puerta, distraída. Me sacudí los restos de lluvia.

Por mucho que me costara aceptarlo, tal vez mi tío tuviera razón en lo del coche.

Me limpié la lluvia de la cara y oí una voz que maldecía en voz alta. Por lo visto, el señor Reed estaba de mal humor. Más que de costumbre.

Me quité el sombrero con un suspiro y me atusé el pelo con gestos rápidos mientras atravesaba el vestíbulo hasta la sala de lectura. Estaba entrando cuando me recibió una inesperada ráfaga de viento y unas gruesas gotas de lluvia que golpeaban contra el suelo delante de mí. Me quedé helada, asustada, incrédula. Luego levanté la cabeza y alcé la vista hacia la cúpula de cristal, en cuya parte trasera se abría un agujero del tamaño de una persona.

¡No podía ser! ¿Qué había pasado?

De pronto, lo entendí todo. ¡Estaba lloviendo dentro de la biblioteca! Fui presa del pánico.

—¡Dios mío, los libros! —exclamé más alterada de lo que pretendía.

Me agarré la falda para correr hacia la escalera que tenía más cerca, un gesto muy impropio de una damisela.

—Señorita Crumb, ¡qué bien! —exclamó el señor Reed, aliviado cuando apareció en el tramo superior de la escalera. Aún llevaba puesto el abrigo y la bufanda de cuadros colgada del cuello, torcida, como si hubiera empezado a quitársela y lo hubieran interrumpido. Tenía el pelo oscuro empapado y pegado en la cabeza—. Ya pensaba que me iba a dejar en la estacada —comentó, se revolvió el pelo, nervioso; salieron gotas disparadas en diversas direcciones.

—Pero ¿qué ha pasado aquí? —pregunté.

En ese mismo instante, en la sala circular vi una valija de ultramar que sin duda era la culpable. Todo estaba lleno de esquirlas de vidrio. Había varios tablones de madera rotos, faltaba un trozo de barandilla y desde arriba caía la lluvia sobre los grandes charcos que se habían formado.

En el estante del fondo el papel inflado sobresalía de los ejemplares encuadernados en piel; el olor frío y húmedo de la tinta vieja impregnaba el aire: cuando vi los libros destrozados, se me encogió el corazón. Sentí un nudo en el pecho y tuve que recomponerme para no romper a llorar, pues habría sido muy poco profesional.

Noté una mano en el hombro, aún estaba demasiado impactada por la situación para reaccionar.

—Respire con calma. Lo conseguiremos —dijo el señor Reed con suavidad.

Aquello fue tan inesperado que me sacó de mi aturdimiento.

Lo miré asustada. Bajo los ojos cansados se dibujaban unas oscuras ojeras. Procuré recobrar la compostura, respirar más despacio, calmar el pulso.

Tenía razón. Lo íbamos a conseguir y el pánico no me iba a ayudar. Poco a poco.

El señor Reed retiró la mano y sentí el frío.

—Voy a ir a buscar a alguien que suba al tejado y retire los cristales rotos. Usted empiece a sacar libros de las estanterías y llévelos al otro lado de la sala —me ordenó, al tiempo que se colocaba la bufanda—. No tardaré mucho. No deje entrar a ningún estudiante…, a no ser que se ofrezca a ayudar.

Asentí y forcé una sonrisa, pero fue un lamentable fracaso. Estaba empapada y me estaba helando. La lluvia que seguía cayendo seguro que había destrozado cientos de libros. Estaba impresionada, fuera de control. No quería ni imaginar la cantidad de trabajo que nos esperaba.

—Señorita Crumb.

Desvié la mirada, que tenía clavada en el caos de cristal, pasta de papel y astillas de madera. El señor Reed me observaba. Parecía estar a la expectativa y tenía las manos contraídas, como si no fuera capaz de decidir si quería rozarme o no.

—La necesito —dijo con suavidad.

Asentí.

Me necesitaba. A pesar de ser solo una mujer a la que no paraba de atosigar. Me necesitaba allí, en ese momento, y yo iba a hacer lo posible por ayudarle.

—Sí, señor Reed —dije con la voz quebrada, y enderecé los hombros.

Le temblaron las comisuras de los labios, con la vista aún clavada en mí. Luego suspiró y se volvió hacia la escalera. Sus pasos resonaron en la sala. El golpe de la puerta al cerrarse me sacó de mi ensimismamiento.

Hice de tripas corazón, intenté calmarme pensando que mi trabajo era importante y volví a ponerme el sombrero en la cabeza. Corrí a buscar un carro de transportar libros vacío, luego entré en la zona de lluvia y saqué el primer libro de la estantería. Se oyó un chasquido cuando lo separé del que tenía al lado. Al apretar un poco la tapa, salió un chorro de agua azul marino.

Se me partió el corazón. Ya nadie podría salvar ese libro.

Los daños se limitaron a una parte de la sección de medicina, desde la G hasta la M, y solo a los libros de arriba de la sala circular. Los de abajo solo habían sufrido algunas salpicaduras que formaban manchas oscuras en las encuadernaciones de piel. Ya había vaciado tres estantes y los había apartado a un lado cuando el señor Reed regresó. Parecía aún más empapado que antes. Ordenó que encendieran la chimenea en la sala de estar; ni siquiera sabía que existía. Fui a buscarla y la encontré detrás de algunas cajas que hacía tiempo que quería ordenar.

La chimenea era pequeña, más bien parecía una estufa. Saqué una cesta con leña debajo de un montón de periódicos amarillentos. Por primera vez, me pareció una ventaja ser de campo: para mí, encender un fuego era una rutina diaria.

No tardé mucho en amontonar unas cuantas ramas finas, colocar unos troncos gruesos encima y rellenar el resto con astillas. En la cesta encontré unos cuantos fósforos y utilicé los periódicos para atizar el fuego. Cuando el calor aumentó y me calentó las manos, el rostro y el resto del cuerpo, suspiré encantada y permanecí unos segundos agachada sin más junto al fuego, antes de cerrar la tapa y salir corriendo a la galería.

El señor Reed empujó hacia mí un carro lleno de libros. Aliviada, comprobé que no estaban tan estropeados como los que había sacado yo antes de las estanterías.

—¡A la sala a secarse! —ordenó, y se apartó el pelo mojado de los ojos.

—Maldita sea —dijo Oscar cuando subió a la galería circular.

Cody iba detrás de él.

—¡Id a buscar un carro y sacad los libros de la zona de peligro! —instruyó el señor Reed a los muchachos.

De repente, paró de llover. Todas las miradas se alzaron y vieron a varios hombres extendiendo una gran lona de caucho sobre los cristales.

—Cambiamos de plan, chicos. Id al edificio de personal y decidle a la señora Christy que os dé paños para limpiar —aclaró el señor Reed.

Ambos volvieron a bajar la escalera sin decir esta boca es mía.

El señor Reed desvió la mirada hacia mí y sonrió. Fue el momento más surrealista imaginable. Estaba en su biblioteca, empapado de arriba abajo, con un libro destrozado en cada mano y, aun así, se alegraba de que ya no cayera más agua en sus sacrosantas salas.

—¿Cómo va con el fuego? —se interesó.

Dejó los dos libros en un montón con otros textos mojados insalvables y se acercó a mí.

Intentó disimular, pero vi que estaba helado.

—Está ardiendo —le informé.

Él reaccionó con cara de sorpresa. No esperaba que lo tuviera tan por la mano.

—Soy de campo, señor Reed —le aclaré.

Él asintió.

—Debería sentarse un rato delante del fuego a secar los libros, mientras yo sigo aquí fuera —le propuse, sin esperar su respuesta.

Empujé el carro que acababa de asignarme hacia él, me agarré la falda para saltar sobre un charco y me puse a despegar tiras de papel del suelo.

Por detrás oí el traqueteo de las ruedas del carro y sonreí para mis adentros: me había obedecido.

Tardé otra hora más en secarlo y limpiarlo todo. Unos cuantos estudiantes que habían aparecido por la mañana en la biblioteca ayudaron a sacar los fragmentos de cristal fuera, así como a retirar las placas metálicas de los libros destrozados.

Ciento veintitrés libros habían sido víctimas de la lluvia. A esos había que sumar algunos de los que pensábamos que aún podíamos salvar. Daba mucha rabia y cada plaquita metálica que acababa en la cajita era como una puñalada en el corazón.

Tendríamos que adquirir todos esos libros de nuevo. Por fortuna, había notas muy detalladas sobre todas las obras. Suspiré con resignación, pues sin duda sería yo la que tendría que buscar todas las señas y anotarlas con los datos de los libros.

Me estaba frotando las manos para entrar en calor, con la idea de ir a la sala de lectura para empezar a ordenar alfabéticamente las plaquitas por autores, cuando alguien me dejó una taza de té delante.

Seguí con la mirada esa mano delgada hasta su dueño. Henry ocupó una silla a mi lado.

—Me han contado lo que ha pasado —dijo.

Le sonreí con tristeza.

—Gracias por el té —contesté, y sujeté la taza caliente entre los dedos entumecidos.

—Llevo una tetera llena encima —repuso.

Solté una carcajada. Henry era una persona muy cariñosa. Igual que mi madre, pero ella era demasiado exagerada.

—Deberíamos subirle una taza al señor Reed —dije, y me levanté de la silla.

—Espera, espera. Para el señor Reed, ¿eh? —se burló mi hermano, y sacó una segunda taza del bolsillo del abrigo—. Veo que ha abandonado su trono de criatura del infierno —se mofó.

Lo miré con desaprobación.

—Cuando no es un incordio, tal vez —confesé.

Cogí la taza que me ofrecía Henry y la llené con el contenido de una tetera china.

—Estoy orgulloso de ti —me dijo él, que esbozó su sonrisa de hermano mayor.

No sabía exactamente qué quería decir con eso, pero lo dejé y me alegré de que no me soltara ninguna reprimenda.

Haciendo equilibrios con la taza entré en el cuartito donde el señor Reed estaba poniendo un tronco en el fuego.

—Mi hermano está abajo y ha traído té —le informé, y dejé la taza en un sitio libre que quedaba entre los libros.

El señor Reed los había repartido sobre la mesa, con la tapa abierta para que el papel ondulado se secara con el calor del aire.

—Gracias —contestó, y se enderezó al lado de la chimenea.

La ropa ya no estaba tan empapada como antes, y el pelo oscuro se le erizaba en la cabeza. Reprimí una sonrisa, pues esa imagen desaliñada lo hacía mucho más simpático que la de empleado reservado y rígido que solía adoptar.

—¿Su hermano? —preguntó el señor Reed, y cogió la taza—. ¿Henry Crumb?

—Sí —confirmé, con una sensación de extrañeza por el hecho de que se conocieran.

—Su hermano es un buen estudiante —dijo como por casualidad, y bebió un trago de té; saltaba a la vista que lo disfrutaba. Luego suspiró y se volvió hacia mí—. Bueno, lo mejor será que atienda primero los libros dañados y que me prepare una lista de las direcciones de los editores —me explicó.

Erguí los hombros.

—Ya he empezado a hacerlo —respondí, antes de volverme hacia la puerta.

El señor Reed también se dio la vuelta para dedicarse de nuevo a los libros, pero vi la sonrisa que estaba tratando de ocultar. Por un instante, me sentí realmente orgullosa de mí misma.

Tras los primeros quince libros que consulté en los expedientes, comprobé que faltaban todos los documentos de los últimos dos años y medio. No tenía ni idea de dónde buscarlos. Tras hojear varios, no encontré ningún indicio de que alguien los hubiera depositado en otro sitio o los hubiera eliminado.

Cuando se lo pregunté al señor Reed, se limitó a aclararme que tenía la información en su despacho y que me la llevaría en cuanto hubiera hablado con los agentes de la policía. Habían llegado unos minutos antes para ocuparse del caso del baúl. Expusieron una teoría sobre daños materiales premeditados, probablemente un ataque. Sin embargo, el señor Reed defendió su idea de que se trataba de un accidente y de que solo era una parte del equipaje que se había perdido durante un viaje en aerostato. Prometieron iniciar una investigación. Un cuarto de hora después, el señor Reed vino a verme con unas cuantas hojas sueltas.

Eran unas cuantas páginas de las que yo buscaba, pero no todas ni mucho menos.

Hice lo que pude con lo poco que tenía a disposición. De nuevo me salté la pausa del mediodía. Además de consultar los expedientes se habían acumulado muchas otras tareas que me mantenían a todo gas. Como la prensa y el pasillo del archivo, por ejemplo.

La lista que tenía entre manos era cada vez más larga. Al final solo me faltaban ocho libros que no encontraba en los expedientes.

Busqué al señor Reed para preguntarle por ellos, pero no lo encontré. Un señor mayor tocado con una gorra con visera y unos pantalones mojados se dirigió a mí para preguntarme por las nuevas ventanas que tendrían que poner. Le di largas diciendo que no podía darle información al respecto y seguí buscando al bibliotecario.

Oscar me advirtió de que los viernes, igual que los miércoles, el señor Reed solía desaparecer al mediodía, sin dejar rastro.

Pese a que aquel día el bibliotecario se había comportado de forma impecable, noté cómo la rabia volvía a acumularse en mi interior. ¿Cómo podía desaparecer de nuevo un día tan caótico? Sabía que había mucho que hacer y muchas decisiones que tomar. Además, yo no tenía la experiencia ni la autorización para hacerlo todo.

No obstante, el tiempo volaba; otras tres personas me preguntaron por decisiones importantes. Cuando el Big Ben por fin tocó las cinco, estaba completamente histérica, furiosa y aún con los ocho libros que me faltaban en la lista. Me molestaba no poder terminarla, así que decidí ocuparme de los documentos por mi cuenta.

No podía ser tan difícil recoger unos cuantos expedientes de un despacho.

Esperé a las seis, para que Oscar y Cody se fueran; entonces se cerrarían las puertas de la biblioteca. Tenía mucho que hacer durante ese rato de más. Al final me colé arriba. Me habría gustado decir que sentí remordimientos por entrar en el despacho de mi superior, pero no sería cierto. Años de escucha tras las puertas habían embrutecido mi conciencia.

Casi esperaba encontrar la puerta cerrada, pero no lo estaba. La empujé lentamente.

Tenía muchas ideas en la cabeza de cómo sería la sala que había tras esas puertas. Aun así me quedé paralizada en el marco de la puerta cuando apareció ante mí el reino privado del señor Reed.

Con eso no había contado, ni mucho menos.

El espacio era un auténtico campo de batalla. Los libros y los papeles cubrían todo el sitio libre que había. El escritorio apenas se distinguía entre tantos montones por todas partes.

Las ventanas estaban cubiertas con cortinas que colgaban torcidas de las barras; de todos los armarios, sobresalía el caos hacia la sala.

Respiré hondo y noté el polvo. Encontrar los expedientes que necesitaba sería mucho más complicado de lo que esperaba.