10
Décimo, o cuando dejé claras las cosas
Nunca me había sentido tan cansada. Hasta ese momento, mi vida se había basado en estar ociosa y leer en la cama. Me había alejado de toda responsabilidad y obligaciones. Ahora sabía por qué.
Regresé a casa dando tumbos. Ya era mucho después de medianoche. Caminé con la luz de una linterna y no me quedé dormida en el trayecto solo porque la constante llovizna me refrescaba la cara. Estaba demasiado agotada para temer la oscuridad.
De noche, la casa de mi tío era igual que las de la derecha o la izquierda, que me miraban con sus ventanas grises.
El señor Dolls me abrió la puerta después de golpear con suavidad con la aldaba y rezar para que a esas horas quedara alguien despierto que me oyera. Iba bien vestido y estaba totalmente despierto: me había estado esperando. El mayordomo me miró con preocupación, pero no dijo nada.
—No se lo diga a mis tíos —le rogué.
Él asintió sin cambiar la expresión de indulgencia de su rostro, surcado de arrugas.
—¿Desea comer algo, señorita? —preguntó en voz baja, y cogió la linterna, pues ya no la necesitaba en el pasillo, iluminado con velas.
—Solo quiero dormir, gracias —le contesté con un hilo de voz, y noté que se me empezaba a trabar la lengua.
Subí a rastras la escalera que daba a mi habitación, exhausta, me deshice de la ropa y lo dejé caer todo en el suelo sin mirar. Me daba igual que no tuviera ningún orden y que la humedad de la lluvia ahora tuviera la ocasión de dejar manchas de moho en el tejido. Había puesto tanto orden durante las últimas horas que podía seguir alimentándome de esa sensación.
Sin embargo, cuando por fin descansé la cabeza en la almohada, no logré encontrar la calma. No paraba de dar vueltas a lo que quedaba por hacer. Y a lo que ya había hecho.
Había clasificado cada documento, cada carta, cada libro, cada carpeta, cada texto, cada nota. Los había distribuido en montones y los había ordenado en dosieres. Habían aparecido documentos de los últimos dos años y no quería ni imaginar cuándo se había originado semejante caos.
¿Cómo podía trabajar así el señor Reed?
Me empujó el miedo a que el desorden se propagara. Una vez empezado, tenía que terminarlo.
Cuando salí de la biblioteca, el despacho del señor Reed estaba impecable. Habría podido recibir invitados de tan ordenado como estaba.
Encima de la mesa, que ahora estaba despejada para trabajar, dejé la lista de los libros que había que reemplazar, con las direcciones correspondientes. Estaban clasificados por grupos y ordenados alfabéticamente.
Tal vez se me podría acusar de ser demasiado perfeccionista, pero es que nunca podía soportar ese desorden en mi lugar de trabajo.
Tardé mucho en quedarme dormida. Apenas soñé y la lluvia que caía sobre el tejado casi no me dejó conciliar el sueño.
Al cabo de tres horas y media, llamaron a mi puerta: hora de levantarse. Notaba la cabeza sorprendentemente lúcida para lo poco que había dormido, pero sabía que esa extraña sensación no duraría mucho y que al mediodía me caería de cansancio.
Me vestí, me peiné el cabello enmarañado y me lo recogí en un moño sencillo. No daba para más.
Mi tíos se sentaron conmigo en la mesa a desayunar. Me obligué a comer una tostada con mantequilla para que no notaran que algo no iba bien.
Con todo, la tía Lillian era demasiado observadora para dejarlo pasar sin más: clavó en mí sus ojos claros mientras se servía el té.
—Animant, ¿puedo preguntarte dónde estabas anoche? —preguntó con cautela.
El tío Alfred dejó el periódico a un lado.
—Estaba en la biblioteca —respondí sin rodeos, y me serví un poco de leche en el té.
—¿En la biblioteca? ¿Acaso ese bibliotecario te hace trabajar hasta la noche? —se indignó el tío Alfred, colérico.
Me dieron ganas de poner cara de desesperación, pero la tía Lillian me estaba mirando y no quería ofenderla.
—No, tío Alfred. Me quedé por voluntad propia —lo calmé. Sus ojos trasmitían ira, las cejas pobladas le ensombrecían el rostro—. Un baúl de ultramar rompió la cúpula de cristal y la lluvia destrozó una parte de la sección de medicina. No podía irme —aclaré, aunque obvié que el señor Reed sí había podido irse.
Me había dejado sola con todo el embrollo; luego entré en el caos de su despacho como Alicia en la madriguera, solo que a mí no me esperaba el País de las Maravillas, sino más papel.
—¡Es horrible! —exclamó la tía Lillian—. ¿Lo sabías, Alfred? —Se volvió hacia su marido, que miraba desconcertado.
Él tampoco lo sabía.
—Supongo que me habría enterado más tarde —gruñó—. Entonces, Ani, ya que hoy solo trabajas hasta el mediodía, te propongo recogerte hacia las doce y media con el coche, luego podríamos comer juntos —dijo, tal vez para no tener que ahondar en eso de que en su universidad ocurrían cosas que él desconocía.
Lo miré con los ojos abiertos de par en par. No sabía que aquel día solo tenía que trabajar hasta el mediodía. Otra cosa que el señor Reed había olvidado decirme.
El tío Alfred se aclaró la garganta y mencionó que luego podíamos ir a la aeroestación, donde el señor Boyle aterrizaría hacia la una y media. Como nunca había visto un aerostato de cerca, sería una buena ocasión para matar dos pájaros de un tiro. Le lanzó una sonrisa cómplice a la tía Lillian cuando acepté la invitación. En mi fuero interno, me desesperé.
Probablemente, nos veían al señor Boyle y a mí prácticamente prometidos, solo porque habíamos mantenido una conversación agradable un día. Era más que ridículo. Durante las últimas semanas, no había pensado más de dos veces en él. Y, en ningún caso, con aire soñador. A mí no se me robaba el corazón tan rápido. En realidad, hacía mucho tiempo que dudaba de si era capaz de enamorarme.
De camino a la biblioteca repasé las tareas pendientes. Había desatendido los periódicos y en mi sala también quedaban cosas que hacer. Además, supuse que aparecerían más estudiantes de lo habitual. En primer lugar, porque era sábado y, por tanto, día sin clases. En segundo lugar, porque muchos no habían tenido ocasión de estudiar en la biblioteca el día antes. Y, en tercer lugar, porque el ser humano era curioso y seguro que muchos estudiantes cogerían prestado un libro solo como excusa para ver el caos que había provocado el baúl de ultramar.
Un motivo más para alegrarme por irme al mediodía.
Había parado de llover, la niebla atravesaba el parque y la notaba fría bajo la falda. Llegué a la puerta de la biblioteca antes que el señor Reed. Cuando vi acercarse una silueta entre la leve neblina, casi me pareció conocida. Cada vez que posaba mi mirada, notaba una angustia en mi interior, una mezcla explosiva de intimidación y rabia.
Sin embargo, aquella mañana la ira era más fuerte que el resto de las sensaciones. Y es que la noche anterior había averiguado algo que me permitía dejar de obedecerlo sin rechistar.
—Buenos días, señor Reed —le saludé en un tono neutro.
Me miró.
—Buenos días, señorita Crumb —me devolvió el saludo, al tiempo que hurgaba en el bolsillo del abrigo en busca de la llave.
Por dentro me hervía la sangre.
—Señor Reed, ¿es cierto que el sábado puedo irme al mediodía? —le solté.
El señor Reed abrió la puerta.
—Correcto —me contestó, como si se tratara de una obviedad de la que hace tiempo que debería estar al corriente.
—¿Y por qué no ha tenido la bondad de comunicármelo, señor Reed? De no haberlo mencionado mi tío esta mañana, no lo hubiera sabido —le reprendí mientras entrábamos en la biblioteca.
Él se quitó el abrigo de camino a la sala de lectura y lo arrojó sobre el respaldo de una silla. Resopló y se volvió hacia mí, mientras se colocaba bien la corbata.
—Señorita Crumb —dijo con un suspiro, como si yo fuera una niña pequeña, pero esta vez no iba a aguantarlo.
—Ahórreselo. —Lo fulminé con la mirada—. Sería mejor que admitiese que no es infalible. No es culpa mía si no sé ese tipo de cosas, es su responsabilidad —le dije.
Aunque era incapaz de contenerme, temía que mis palabras fueran demasiado duras para iniciar esa conversación.
El señor Reed me miró con asombro.
—Pues sí que ha dormido mal —dijo.
Luego dio media vuelta, recuperó el abrigo con el mismo movimiento y se dirigió a la escalera dando zancadas.
—He dormido muy mal, sí. Pero ese no es el motivo de mi enfado —solté.
Quería retomar la conversación que el señor Reed había dado por terminada de forma tan brusca. Me sostuve la falda para seguirlo subiendo los peldaños de la escalera.
—¿También es culpa mía que no esté satisfecha con su trabajo?
Solté un bufido, furiosa, mientras caminaba tras él.
—Yo no he dicho eso —me defendí.
—No la estoy reteniendo. Puede irse cuando quiera y enviarle saludos a su tío de mi parte —comentó, mordaz, mientras asía el picaporte de su despacho.
—¡Eso le gustaría a usted! —repuse.
Clavo su mirada en mí.
—¡Sí, eso me gustaría! —contestó entre dientes.
Abrió la puerta y huyó de la conversación en la estancia que quedaba detrás. Sin embargo, dio un pequeño traspié y se agarró al marco de la puerta con cara de estupefacción.
Me dieron ganas de echarle en cara que el día anterior había dicho que me necesitaba, pero me limité a fruncir los labios, pues no me habría escuchado.
—Por Dios, ¿qué es esto? —exclamó, con los ojos tan desorbitados que me pareció enfermizo.
—Su despacho, señor Reed. ¡Como debería estar para poder trabajar de manera eficaz! —contesté, furiosa.
Me crucé de brazos. Me daba igual si parecía obstinada; había sacrificado horas de sueño para dominar el caos.
—¿Ha sido usted? —me preguntó.
Me miró airadamente. Pero no me iba a dejar amedrentar. Conocía sus puntos débiles.
—¡Por supuesto que he sido yo! ¡Pero eso debería ser tarea suya, no mía! —le contesté en el mismo tono.
El señor Reed apretó los dedos contra la madera del marco de la puerta hasta que los nudillos se le quedaron blancos.
—Es mi despacho, señorita Crumb. Aquí no se le ha perdido absolutamente nada.
Estaba a punto de estallar y había alzado la voz.
—Yo solo he intentado hacer mi trabajo. Ni siquiera ha conseguido prepararme la documentación que necesito. Si hubiera estado aquí, se lo habría preguntado, pero prefirió esfumarse sin más —grité, con los brazos abiertos y señalando al bibliotecario con un dedo acusador.
—Tenía una cita —se defendió.
Aquello me sorprendió. Vi algo de debilidad y decidí atacar.
—Me dejó aquí sola cuando teníamos un gran problema. Fue insensible. Por lo menos, ¡podría haberme avisado!
Se me saltaron unas lágrimas de rabia.
—Eso no le da derecho a entrar en mi despacho y revolver todos mis archivos. ¡Ni mucho menos! —se resistió, pero sonaba poco convincente.
Mis lágrimas le debilitaban. Me las limpié. Quería mirarlo de igual a igual. No quería que me compadeciera.
—¿Archivos? No me haga reír —exclamé. Poco a poco, me fui acalorando: aún llevaba el abrigo puesto. El calor de la discusión me quemaba en el pecho y empecé a toquetear los botones sin quitarle ojo de encima—. Como empiece a contarme que dentro del desorden había un sistema, le diré que es un mentiroso, señor Reed.
—¡No tiene ni idea!
—Claro que la tengo, le guste o no. Me ha atosigado y me ha despreciado desde que entré en esta biblioteca. Me tiene en poca estima y me riñe por ser lenta e incompetente. ¡Me hace parecer pequeña para sentirse grande! En eso, ¡usted no es mejor que yo! —solté, sin tomar aire, para que el señor Reed no pudiera interrumpirme—. Vive un desorden que le afecta mentalmente. Es demasiado desorganizado como para controlar su trabajo y descarga conmigo su frustración. ¿Sabe?, pensaba que quería hacerme la vida imposible al ocultarme tanta información, pero creo que me equivocaba. ¡Ahora sé que se le olvidó porque en su cabeza reina el mismo desorden que en su despacho! ¡Así de simple!
Respiré hondo, me quité el abrigo de los hombros de un tirón, dejé plantado al señor Reed y pasé por su lado camino del cuartito.
—Señorita Crumb —dijo el señor Reed, con la voz grave de la rabia.
Sin embargo, no le dejé hablar. Ahora no. Era mi momento y lo iba a mantener.
—¡No se atreva a volverme a criticar hasta que no se haya ocupado de ser perfecto!
Le lancé una mirada tan colérica que se le atragantó la respuesta y desapareció poco a poco en su despacho, como si se batiera en retirada.
Colgué el abrigo en su gancho y respiré hasta que en los pulmones ya no entraba nada. Luego solté el aire lentamente.
Me temblaban las manos y notaba la cabeza vacía. Toda la rabia acumulada desde el primer día de trabajo había desaparecido como por arte de magia. La había soltado a gritos. Sabía que, de ahora en adelante, todo sería distinto en esa biblioteca. Sin embargo, el gran cambio le correspondía al señor Reed. ¡Yo misma me ocuparía de eso!