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Decimosexto, o cuando defendí al señor Reed

Para no tener que volver a casa, estuve deambulando por los callejones de alrededor del recinto universitario hasta que encontré lo que buscaba: un sastre, una tienda de té y una librería.

Le encargué al viejo sastre que me arreglara el desgarrón de la falda con unas puntadas rápidas para que no se viera tan mal. Además, compré en la Twining’s Tea Shop media libra de English Breakfast. Me pasé horas examinando todas las estanterías de la pequeña librería polvorienta y echando un vistazo a los libros, lo que le hizo un bien extraordinario a mi alma. Adquirí tres novelas, un tratado sobre los supuestos efectos de la guerra en la psique humana y dos cuadernitos sobre la defensa de la fe judía.

Pensé en Henry y decidí que iba a ayudarle a mi manera, leyendo mucho y dando explicaciones detalladas.

Cuando entré a hurtadillas en casa de mi tío hacia las cinco, estaba cansada, abatida y en mi fuero interno deseaba que mi madre no estuviera en casa.

Por suerte, el señor Dolls, el mayordomo, me informó de que las dos señoras Crumb habían salido a tomar el té.

No obstante, no me dijo que el tío Alfred sí estaba, así que estuve a punto de chocar con él al entrar en el salón.

—Animant, ¿ya estás aquí? —preguntó, y lanzó otra mirada al reloj de pie del pasillo.

Dio un paso a un lado y me dejó entrar en el salón.

Noté una sensación desagradable en el estómago, no sabía si mi madre y la tía Lillian le habían explicado lo que había anunciado por la mañana de manera tan desvergonzada. No quería que mi tío se enfadara conmigo. Él no tenía nada que ver con todo el asunto y, probablemente, le haría daño mi mudanza.

—Animant, ¿puedo hablar de algo contigo? —preguntó mi tío cuando pasé por su lado.

Mi estómago empezó a rugir. Así que lo sabía.

Asentí vacilante, me sentía culpable y tensa. Me senté en uno de los sofás pequeños. Me mordí el labio inferior, nerviosa, mientras mi tío abría el botón de la chaqueta y se sentaba ante mí.

—Lillian me ha dicho que tenías la intención de abandonar mi casa para mudarte al edificio de personal.

Fue directo al grano. Temblaba igual que cuando el señor Reed me había salvado de la máquina. Me dolía la cabeza, notaba las piernas y los brazos blandos como el pudín. El peso de la mirada del tío Alfred era de plomo.

—Es cierto —dije casi en un susurro.

—¿Puedo saber el motivo? —preguntó mi tío.

Advertí en su tono cierta tensión y algo de enfado.

No lo miré a los ojos, suspiré sin saber cómo decirlo.

—No aguanto a mi madre —empecé.

El tío Alfred hizo una señal de asentimiento, cosa que me animó a seguir hablando.

—Me atosiga y pretende imponer otras prioridades en mi vida. Si quiero superar con éxito este mes, no puedo dejar que me distraiga del trabajo. —Alcé la vista y me atreví a mirar a mi tío. Él asintió—. No quiero ofenderte, de verdad, no es por ti ni por la tía Lillian, pero…

—Lo entiendo —me interrumpió el tío Alfred, que se inclinó un poco hacia delante mientras su rostro adoptaba una expresión pensativa—. Ani, hasta ahora no te lo he preguntado, pero… —Hizo una mínima pausa y me examinó con sus ojos tapados por las espesas cejas—. ¿Te gusta trabajar? ¿Estás contenta pasando las horas en la biblioteca?

El nudo que me oprimía el pecho se diluyó y pude respirar de nuevo con libertad, al ver que el tío Alfred cambiaba de tema. Además, decía que me entendía, cosa que me producía un alivio extraordinario.

—Sí —dije sin más, y era la verdad.

Una sonrisa se dibujó en mis labios y me sentí realmente bien por estar segura de al menos una cosa.

Realmente, me gustaba trabajar en la biblioteca. Me gustaba saber qué había que hacer, llevarlo a cabo en un tiempo determinado y así hacer algo útil. Ponía libros a disposición de otras personas, los ayudaba a encontrarlos y me gustaba deslizarme por los pasillos, ajetreada y con mirada severa.

Incluso el señor Reed, que me parecía la peor plaga de la humanidad, me caía más simpático. Tal vez no se debiera tanto a su comportamiento como a que ahora lo entendía mejor. No siempre había que interpretar sus comportamientos como malintencionados, como me ocurría al principio. En realidad, desde el día en que le había echado en cara todos sus errores, empezó a mostrarse más educado en el día a día.

El tío Alfred también hizo un amago de sonreír.

—Tu madre va vociferando por aquí. Aunque al principio me sorprendió mucho que te fueras, su mayor preocupación era que te negaras a ponerte un vestido rojo —me explicó mi tío.

Solté una carcajada. Sonaba muy propio de mi madre. Me puse seria de nuevo, miré al tío Alfred a los ojos y suspiré.

—De verdad que no quería herirte —dije.

Él se reclinó hacia atrás sobre los cojines de color malva.

—Bah, no te preocupes, Ani —contestó con un gesto despreocupado—. Ahora lo entiendo. —De pronto, su mirada se ensombreció como la noche—. Pero si ese bibliotecario de alguna manera te…

Empezó a maldecir, pero le interrumpí antes de que se dejara llevar por la rabia.

—Tío, aunque yo misma lo dudaba al principio, puedo asegurarte de que el señor Reed es un hombre decente —dije, a pesar de que ni yo misma habría pensado que jamás diría algo así.

Sin embargo, era cierto. Solo por haberme salvado de un accidente realmente desagradable y luego haber tenido la decencia de no usarlo para tomarme el pelo.

El tío Alfred soltó un bufido, cruzó las piernas, pero acto seguido separó los pies y se levantó.

—Lo que tú digas, niña —gruñó, como si se negara a dar credibilidad a mis palabras—. Pero si surge algo, ¡no dudes en decírmelo!

—Sí, tío —le aseguré, para que se calmara.

Al salir de la habitación, se iba tirando de la barba.

Mi madre y la tía Lillian llegaron a casa poco después de la cena para cambiarse rápido y luego asistir a una conferencia dos calles más allá. Cuando llegaron, yo ya estaba en mi habitación. Mi madre no se dignó ni a subir la escalera para verme. La tía Lillian me dijo que estaba dolida y que se sentía agraviada, y que durante un tiempo seguiría regocijándose en ese sentimiento. Por mi parte, me limité a hacer un gesto de desesperación con la cabeza y me alegré de no tener que verla más ese día.

Cuando ya me había preparado para acostarme y hojeaba relajada los textos sobre la fe judía, repasé mentalmente el día siguiente.

Era miércoles, el señor Reed desaparecería hacia el mediodía y el señor Boyle me había invitado a almorzar. Se me cayeron los papeles de la mano del susto y resbalaron de la manta al suelo.

Lo había olvidado por completo. El sábado, el señor Boyle me había asegurado infinidad de veces que no tendría mucho tiempo esta semana, pero me quería invitar a comer el miércoles. Yo me alegré y pensé de qué hablaríamos.

Sin embargo, desde que mi madre había aparecido en la ciudad no hacía más que echar pestes, y podía considerarme afortunada por haberme acordado del almuerzo con el señor Boyle hoy y no al día siguiente, o no acordarme en absoluto. Se habría presentado en la biblioteca y me habría cogido completamente por sorpresa. Habría sido muy bochornoso para mí y probablemente ofensivo para el señor Boyle.

Recogí a duras penas los papeles del suelo. Ahora sí que no tenía la mente en calma para leer. Apagué la lámpara de la mesita de noche y procuré respirar de forma regular. El latido del corazón se fue calmando hasta que por fin me quedé dormida.

Fue un poco raro ver al señor Reed al día siguiente. Me sonrojaba solo con pensar en el incidente del día anterior, pero no lo mencionó, como había prometido, y se mostró tan gruñón como de costumbre.

El reloj marcaba justo las nueve y media cuando se abrió la puerta de la biblioteca y entró una mujer en el vestíbulo con un sombrero tan extravagante que por un momento fui incapaz de apartar la vista de él.

Estaba clasificando libros. Cody iba a devolverlos a las estanterías. Aún no me había dicho ni una palabra, y parecía aliviado por ver que yo tampoco se lo exigía.

La señora no se quitó el sombrero cuando atravesó el arco para llegar a la sala de lectura, lo que me hizo suponer que era más un adorno que una protección frente al mal tiempo que sufríamos desde la mañana.

Por suerte, el día anterior por la tarde habían colocado la vidriera nueva en la cúpula. No tardaron mucho y desde dentro de la biblioteca no quedaba rastro del incidente con el baúl.

Seguí a la mujer con la mirada, vi que Cody se escondía debajo de la escalera para no cruzarse con ella y que ella subía con elegancia la escalera con pasos cortos, mientras su cul de Paris demasiado amplio, que se apoyaba sobre el polisón, se balanceaba de un lado a otro como un barco en plena tormenta.

Pasé de la escalera al arco y la observé desde la sombra de una columna.

Fue directa al despacho del señor Reed. Levanté una ceja, intrigada. ¿Qué quería de él?

Llamó a la puerta, esperó con decoro y llamó de nuevo. En el despacho no hubo ni un movimiento y recordé vagamente haber visto al señor Reed unos minutos antes atravesar corriendo la sala de lectura. Pero ¿dónde se había metido luego?

La mujer llamó a la puerta una tercera vez, lanzó una mirada furtiva alrededor y luego forcejeó con el pomo de la puerta. Estaba cerrada, cosa que me pareció extraño. Nunca había encontrado la puerta del despacho del señor Reed cerrada.

Pasados unos diez minutos, durante los cuales estuvo paseando de un lado a otro delante de la puerta del despacho del señor Reed, leyó los títulos de algunos lomos y rodeó la consola de la máquina de localización; finalmente, la dama se rindió. Llamó a la puerta una última vez, luego dio media vuelta y volvió a bajar los peldaños.

Cody había retrocedido un poco más atrás en la sombra y ya no la veía.

Sin embargo, otros ojos se posaron sobre mí. La dama ni siquiera había bajado la mitad de la escalera cuando desvió la mirada hacia mi humilde persona. Me observó con una mezcla de desconfianza e intriga, y fue directa hacia mí.

Yo me mantuve impasible y no hice amago de alejarme de mi sitio junto a la columna, pese a que mi instinto me decía a gritos que pusiera pies en polvorosa cuanto antes.

—Buenos días —me dijo con suavidad cuando estuvo lo bastante cerca para que yo oyera su susurro.

Era más joven de lo que pensaba, tal vez rozaba la treintena. Su rostro era bello, proporcionado. Los ojos eran de un penetrante verde azulado. Los clavó en mí, coqueta.

—Buenos días —contesté con aspereza.

Me acerqué un paso a ella para darle a entender que no me dejaría intimidar.

Pese a que me parecía vulgar, enseguida me asaltó una comparación para esa mujer: la Milady de Alejandro Dumas.

—¿Las mujeres no tienen prohibido leer en esta biblioteca? —preguntó en un tono casi impertinente, con una sonrisa tan falsa como sus forzados modales.

—Es cierto —confirmé. Por un momento, me pregunté cómo se tomaría que yo no aclarara la situación y se viera obligada a preguntar por curiosidad. Con todo, mi buena educación me llevó a no tomarme en serio algo así—. Pero yo no estoy leyendo. Trabajo aquí —expliqué.

Acto seguido me planteé si molestaría a alguien que yo leyera un libro en ese edificio. Lo dudaba, más bien me parecía que era la primera mujer que podía coger y abrir libros de forma legítima en aquellas dependencias.

Ella abrió los ojos de par en par. Su boca maquillada dibujó una diminuta o.

—¿Ah, sí? —preguntó, como si me creyera capaz de mentirle.

Ahora entendía por qué Cody se movía entre las sombras. Aquella mujer era insoportable. No me caía bien, y eso solo con las pocas frases que habíamos intercambiado hasta ahora.

Era engreída, altanera y encima no parecía tener muchas luces.

—Sí, señora —repuse, y me contuve para no torcer el gesto.

Saltaba a la vista que no le sentó muy bien, pues arrugó la nariz en un gesto casi de asco.

—Señorita —me corrigió con dureza—. ¡Señorita Brandon-Welderson!

—Disculpe —me excusé sin prisa. Una sonrisa jugueteaba en mis labios, pues, por lo visto, había ofendido a la dama sin haberlo previsto—. No ha tenido la educación de presentarse, así que debe disculparme el error —añadí.

—Por supuesto, señorita… —dijo al instante, aunque le costaba disimular el enojo.

Se le tensaron las mandíbulas y me lanzó una mirada amenazante.

—Crumb —dije.

Ella enderezó los hombros sin querer. Levantó la cabeza con la intención de aparentar más altura que yo; aquel sombrero estrafalario la ayudaba en eso.

No obstante, por mucho que hiciera, yo no era baja; jamás me superaría en altura.

—¿Y qué función tiene usted aquí, señorita Crumb? —me preguntó directamente.

Sus ojos se desviaron un momento cuando uno de los estudiantes que teníamos cerca se levantó, nos miró malhumorado y fue a buscar otro libro de la sección de derecho. Probablemente, aún buscaba al señor Reed con la mirada.

Poco a poco me fui convenciendo de que el señor Reed no estaba en su despacho intencionadamente, así como de que había cerrado la puerta solo por aquella dama.

—Soy asistenta de bibliotecario —le expliqué a regañadientes.

Pensé en cuál sería la mejor manera de decirle que aún me quedaba trabajo por hacer y que no podía seguir de cháchara.

Sin embargo, la manera de mirarme era tan desagradable que me pareció más inteligente no seguir incordiándola. A fin de cuentas, no sabía nada de ella; por tanto, me encontraba en clara desventaja.

—Ah, la asistenta del señor Reed —puntualizó.

Me miró con una expresión indescriptible.

—Sí, señorita Brandon-Welderson —contesté.

Deseé no haber recordado bien su apellido.

—¿Y dónde está el señor Reed? —me preguntó.

Por el tono que empleó, parecía que era yo la que estuviera huyendo de ella. Tal vez sobreinterpretara sus frases porque me producía un fuerte rechazo y no podía quitarme de la cabeza la comparación con la hipócrita Milady.

—No lo sé. El señor Reed no está obligado a informarme de dónde está en cada momento —le dije educadamente.

La señorita Brandon-Welderson resopló como una yegua.

—Seguro que está escondido, ese canalla. Hay asuntos de extraordinaria importancia que debemos comentar y él se esconde en jueguecitos inútiles como su máquina.

Me escupió la palabra «máquina» a los pies. Su forma de hablar resultaba ofensiva.

Por supuesto, el señor Reed era un hombre distraído, pero que lo llamara «canalla» y que considerara inútil su máquina de localizar me sentó como una puñalada en el pecho.

Tal vez influyera el que mi madre siempre utilizaba esa palabra conmigo cuando no salía de mi habitación por estar demasiado absorta en un libro. «Inútil» era la palabra de castigo de mi infancia.

—El afán por progresar del señor Reed no es inútil —repliqué, sin poder evitar que se me notara el enfado.

—Los chismes técnicos no son el progreso, señorita Crumb —me soltó. Me miró con sus venenosos ojos verdes—. ¡Que las mujeres estudiaran en esta universidad o, por lo menos, pudieran usar el fondo de la biblioteca, eso sería el progreso! —dijo en un tono más alto del que correspondía a una biblioteca. Luego levantó la nariz al aire, molesta, y se fue sin despedirse.

Pese a que por dentro bullía de rabia ante tanta insolencia, pude reconocer que algo de razón tenía.

Que las mujeres pudieran estudiar y leer allí oficialmente sería un avance que yo celebraría de todo corazón.

El señor Boyle me recogió puntual a las doce y media en el mostrador de la biblioteca. Le sonreí al verlo. A toda prisa, ayudé a Cody a prestar los últimos libros para que los estudiantes también pudieran hacer su pausa del mediodía.

El señor Boyle me ofreció el brazo y me apoyé en él con gusto. Volver a verlo me animó y me sentó bien después de tantas conversaciones serias últimamente.

Recorrimos el camino mojado de delante de la biblioteca en dirección a la ciudad. Había parado de llover, pero el cielo otoñal, cubierto de nubes oscuras, no auguraba una mejora del tiempo.

El señor Boyle se interesó por cómo había pasado los últimos días y le informé de que mi trabajo había ido como de costumbre y que mi madre me había puesto de los nervios.

No le hablé del incidente del día anterior. Nada me apetecía menos que contarle algo tan embarazoso.

No fuimos muy lejos, solo hasta un pequeño restaurante con sillas tapizadas de color azul marino y tapetes blancos sobre las mesas. Era acogedor y el ambiente era agradable. La chica que nos sirvió incluso encendió una vela en nuestra mesa. Agradecí la comida y el té caliente.

—Y entonces se le ocurrió que tenía que ponerme un vestido rojo en el baile del sábado. Un escándalo, como si quisiera mostrarme al mundo —le estaba diciendo.

El señor Boyle se rio. Yo también me reí, pues el desencuentro entre mi madre y yo quedaba tan atrás que el enfado había desaparecido.

—Pues a mí me parece que el rojo le quedaría muy bien, señorita Crumb —dijo él.

Noté un leve hormigueo en el pecho al ver sus ojos de color miel. Probablemente, era algo parecido al enamoramiento. La leve exaltación, la facilidad para hablar, las buenas sensaciones y el calor en el cuerpo.

Con todo, pese a que me parecía nuevo y emocionante, me preguntaba si eso era todo. En un volumen de poemas había leído sobre fuegos ardientes y anhelos que desgarraban el corazón. Sin embargo, lo que yo sentía no era una llama ardiente, sino un agradable fuego de chimenea.

Pensé en mi madre, que me atosigaba para que aceptara de una vez mis sentimientos. Y también recordé las palabras de mi tía, que me había dicho que a veces no basta con leer sobre el amor.

¿Eso significaba que ya estaba enamorada y que mis expectativas eran demasiado elevadas? ¿O era posible que fuera demasiado terca, obstinada y libre de pensamiento para poder sentir el amor verdadero?

Tal vez en algún momento debería contentarme con notar ese leve calor y el cosquilleo agradable. O bien me lo quitaba todo de la cabeza y decidía que mi vida sin un hombre siempre había sido mucho más fácil.

—Es usted muy amable, pero, aun así, prefiero pasar desapercibida que ser el hazmerreír de todo el mundo —dije sin interrumpir el contacto visual.

Sonreí al señor Boyle pese a tener la cabeza hecha un lío. No iba a tomar la decisión en ese momento, quería disfrutar de estar ahí y sentirme a gusto.

La chica nos llevó el té. El vapor del agua caliente se desdibujaba a la luz de la vela.

—¿Qué motivo tendrían para reírse de usted? —preguntó el señor Boyle, incrédulo.

Su sonrisa tenía un deje que podría considerarse descarado.

—Ah, pues unos cuantos —empecé, y puse el dedo frío sobre la taza—. Por ejemplo, no se me da muy bien bailar. Sería el hazmerreír de la gente —bromeé.

—No me lo puedo creer. Si el hombre guía bien, es casi imposible que una mujer baile mal —replicó.

Enseguida tuve preparada una réplica, pero dudé si decirla o no.

Lo miré: los ojos, pícaros; el cabello, audaz; los colmillos, demasiado afilados y que hacían que su sonrisa fuera perfecta. Me decidí:

—Entonces, ¿usted sabe guiar bien, señor Boyle? —pregunté sin perder la sonrisa, y con esa frase entré en un mundo nuevo.

El arte del coqueteo femenino. Había leído a escondidas Casanova y Las amistades peligrosas, había oído hablar de ello a mi madre, pero nunca había tenido oportunidad de aplicarlo en persona. No hasta ese momento.

—Absolutamente, señorita Crumb —me contestó. Noté un cosquilleo en el estómago por los nervios—. Así que no tiene nada que temer.

Sonreí, no tenía ni la más remota idea de qué contestar. Al coqueteo también se lo llamaba a veces «jugar con fuego», y esta vez ni siquiera sentí un poco de calor. Tal vez ese tipo de juegos no eran para mí. Igual que el amor.

Lo sopesaba todo demasiado, hasta que al final se me caía entre los dedos y solo quedaban los puntos objetivos.

Bebí un sorbo de té, muy correcta, y luego pregunté al señor Boyle por los últimos días.

Parecía un tanto molesto, pero cedió y me informó sobre el aburrido papeleo, del caso de unos antiguos compañeros de estudios sobre el que le habían pedido consejo y de mi tío, que desde el lunes, en todas las frases que no tenían que ver con el trabajo, hablaba en negativo de mi madre y de lo mucho que la tía Lillian se dejaba llevar por ella.

Así que no era la única que tenía un problema con mi madre, eso me aliviaba, pues ahora podía estar segura de que tío Alfred me entendió de verdad cuando le dije la razón por la que necesitaba mudarme.

—Pero mi madre no es mala persona. Es solo que tiene una manera muy desagradable de manifestar su decisión de querer lo mejor para todos —le aclaré, para que no pensara que era un monstruo.

Mamá era una mujer cariñosa que por desgracia se pasaba de la raya con frecuencia.

—Entonces…, ¿cuánto tiempo tiene previsto quedarse? —preguntó el señor Boyle.

—Por lo menos, dos o tres semanas más —contesté.

Por el rabillo del ojo, vi que la camarera se acercaba con nuestros entrantes. Mi estómago ronroneó un poco, pero, por suerte, el corsé lo amortiguó hasta pasar desapercibido.

—Vaya —exclamó el señor Boyle—. Ni siquiera tengo un consejo sobre cómo superar ese tiempo, mi madre es una persona muy callada y reservada.

—Ah, no se preocupe por mí. Ya he solucionado el problema —dije, al tiempo que cogía la servilleta y me la extendía en el regazo.

—Ah, ¿y qué tiene pensado hacer? —preguntó, sorprendido.

Justo cuando iba a inclinarse más hacia mí, apareció un plato de sopa caliente delante de él, sobre la mesa.

Desprendía un olor delicioso y tuve que contenerme para bendecir primero la mesa en silencio antes de tomar la cuchara y probar la sopa. Estaba realmente exquisita, con patatas, verduras y un gran trozo de mantequilla.

—Me mudo —le comuniqué, y volví a esbozar una sonrisa porque me sentía orgullosa de haber dado el paso—. Hablé con mi hermano Henry y me aconsejó preguntarle al señor Reed por la habitación de personal, que ocuparé mañana.

Pese a que el señor Boyle ya había introducido la cuchara en la sopa, detuvo la mano a medio camino y me miró fijamente y boquiabierto.

—¿Quiere mudarse al edificio de personal? ¿Al cuarto del asistente de bibliotecario? —me preguntó tan estupefacto que su indignación me asustó un poco.

Sonaba a reprimenda, y yo me resistí.

—¡Por supuesto! —le confirmé, sin perder el contacto visual.

—Eso…, es decir…, señorita Crumb… Disculpe, pero no creo que sea buena idea —dijo, al principio brusco, aunque al final de la frase sonó mucho más firme.

—Ya está decidido, señor Boyle. —Soné algo descortés—. Pero puede exponerme sus consideraciones de forma objetiva —añadí, aunque a regañadientes.

Traté de mantener la compostura. Intenté comportarme con normalidad, comí una cucharada de sopa, me serví un pedazo de pan y esperé los argumentos del señor Boyle.

—Entonces… ¿ya ha visto la habitación? —me preguntó, desafiante.

Me molestó que lo dijera como si estuviera seguro de que cambiaría de opinión cuando la viera.

—No —mascullé—. Pero la visitaré esta tarde.

—Bien —dijo el señor Boyle, con la mirada aún clavada en mí. No había vuelto a tocar la sopa—. Entonces, prepárese, porque, además de ser una habitación pequeña e incómoda, para ir al aseo tendrá que salir a la escalera sin calefacción…, para usar el baño que hay al final del pasillo —dijo en un tono que distaba mucho de sonar relajado. Estaba irritado, inquieto y había perdido la calma—. Y no solo se trata de eso —continuó.

Lo escuché asombrada. Esa faceta del señor Boyle, por lo demás encantador y sereno, era nueva para mí. Resultaba interesante.

—Compartirá el baño con la persona propietaria del piso que pretende ocupar. Es decir, con el bicho raro del señor Reed —me soltó.

Parpadeé, dos veces. Eso no lo sabía. El señor Reed me había aclarado que no era muy cómoda, pero no que me iba a mudar a su casa.

—Con el señor Reed. ¿Cómo? ¿La habitación está dentro de sus dependencias? —pregunté.

Me sorprendió que el señor Reed no me lo hubiera dicho. En realidad, no debería sorprenderme que, una vez más, olvidara mencionar los detalles importantes.

—Sí y no —contestó el señor Boyle, esquivo, era evidente que se sentía aliviado al comprobar que me tomaba el asunto tan en serio como él—. Es una habitación que pertenece a sus dependencias y que está comunicada por una puerta. Pero tiene acceso propio desde la escalera. No obstante, es irrelevante, teniendo en cuenta el tipo de persona que es ese bibliotecario.

Necesité un momento para sopesar toda la información nueva y valorarla. Sin embargo, me llamó primero la atención otra cosa y fruncí el entrecejo.

—Disculpe, pero ¿qué quiere decir con el tipo de persona que es ese bibliotecario? —pregunté, indignada.

Yo también dejé la cuchara.

El señor Boyle soltó un leve bufido y frunció el entrecejo.

—Señorita Crumb, seguro que ya lo conoce. Es un tipo muy peculiar, con unos modales extravagantes y de dudosa moral. Sería una imprudencia que una joven se mudara con un hombre así —se explicó.

Por un momento, me quedé sin habla.

Por supuesto, llevaba razón en que el señor Reed era peculiar y que no tenía muy buenos modales, pero jamás le achacaría una falta de moral ni lo veía capaz de aprovecharse de la situación. Me había salvado de la máquina; en esa situación, demostró una honradez extraordinaria.

—Sí, lo conozco, señor Boyle. Igual que a mi tío. Le aseguro que el señor Reed es perfectamente capaz de comportarse como un caballero.

Me sorprendió hacer esa defensa de mi jefe. Últimamente, intercedía con cierta frecuencia para corregir la mala opinión que los demás tenían de él.

¿Por qué me había convertido de pronto en su defensora? En realidad, yo tampoco tenía muy buena opinión de él. Por lo menos, eso pensaba.

El señor Boyle no parecía muy convencido, y la mirada se le ensombreció aún más.

Era un desastre. No había imaginado así aquel almuerzo. Esperaba conversaciones relajadas, un cosquilleo en el estómago y temas interesantes. Nada de tensos intercambios de opiniones, esa constante actitud a la defensiva y tener que defender mis puntos de vista.

Y solo íbamos por los entrantes.

Debía darle un giro a la conversación, y rápido. Dejé la cuchara en la sopa, junté las manos en el pecho y respiré hondo. Luego me concentré, reuní fuerzas y buenos pensamientos, y dejé que la tensión desapareciera de mi rostro.

—Señor Boyle —le dije, en el tono de voz suave y conciliador que solía emplear mi madre cuando quería que mi padre renunciara a un compromiso para poder salir a pasear juntos—, agradezco su preocupación. Pero soy una mujer adulta que toma sus propias decisiones. Esta tarde veré la habitación, y luego lo pensaré bien. ¿Se queda más tranquilo así?

Él lanzó un profundo suspiro y dejó de oponer resistencia. Dejó caer los hombros, asintió con prudencia y se frotó los ojos con la mano.

—Por supuesto, señorita Crumb, tiene razón. Me inmiscuyo en cosas que no son en absoluto de mi incumbencia. Yo… —empezó a balbucear. Una tímida sonrisa asomó en la comisura de los labios—. Yo…, señorita Crumb, me preocupa mucho su bienestar —dijo finalmente.

Noté cómo volvía poco a poco el calor al estómago. Por una parte, se debía al alivio que sentía por haber dejado a un lado el enfrentamiento verbal; por otro, al brillo bonito y atractivo que había vuelto a sus ojos.

—Bien. Hablemos de otra cosa antes de ponerme más en ridículo —propuso el señor Boyle con picardía.

Eso me arrancó una carcajada.