17
Decimoséptimo, o cuando me vi obligada a hacer una buena obra
Regresé a la biblioteca con sentimientos encontrados. Me debatía entre la felicidad y el temor a no tomarme lo bastante en serio mi entusiasmo. Era para tirarse de los pelos. Simplemente, no sabía qué pensar o sentir respecto al señor Boyle. Me desconcertaba. No podía pensar lógicamente.
De todos modos, no hacía daño a nadie si estaba un poco distraída o si me sorprendía a mí misma en un pasillo sin saber qué hacía ahí. A fin de cuentas, el señor Reed no estaba. Se había ido de nuevo a algún sitio a cumplir con sus importantes «obligaciones».
Hacía tiempo que suponía que, fuese lo que fuese, escondía un oscuro secreto. Su discreción resultaba muy sospechosa. Por otro lado, el sinfín de novelas que había leído no ayudaban a aplacar mi imaginación. Enseguida pensé en un amor secreto, hijos bastardos, espionaje en el palacio real o confabulaciones de hermandades que llevaban a cabo sus ceremonias a escondidas.
Por supuesto, también podía ser que simplemente acudiera a un club de lectura, pero eso no era tan emocionante como llenarme la cabeza con historias inventadas. Además, el sentido común me decía que allí debía haber gato encerrado. No podía ser algo sencillo.
Debía ser paciente para llegar al meollo de ese secreto; al cabo de poco tiempo, viviría en casa del señor Reed.
Hice un gesto con la cabeza, irritada. Solo pensarlo me confundía aún más. No imaginaba que lo que el señor Boyle me había dicho fuera cierto. No lo consideraba una persona sin honor, tampoco un hombre que se llevara a vivir a casa a una mujer joven y soltera, cosa que pondría en un brete su reputación.
Por muy despistado que fuera, por lo menos debería haberlo mencionado. Como mínimo, era lo bastante importante para recordarlo.
A las seis habíamos quedado para visitar la habitación. Si era cierto lo que el señor Boyle me había contado, volvería de nuevo al principio de mi problema, porque, sin duda, no quería vivir en casa del señor Reed.
El tejido de una chaqueta rígida susurró detrás de mí. Giré la cabeza con brusquedad para ver quién se colaba en mi fila de estanterías. Era Cody. Llevaba la cabeza muy alta, se retorcía las manos y tenía una expresión de urgencia en el rostro.
—¿Ha ocurrido algo? —pregunté.
Enseguida supe que algo no iba bien.
Cody asintió. Maldije en mis adentros cuando se dio media vuelta y se fue a toda prisa.
Dejé a un lado el libro que estaba clasificando y lo seguí a paso ligero. Mis pasos resonaron sobre el suelo de mármol pulido.
Cody volvió corriendo a la sala de lectura, que aquella tarde estaba inusualmente vacía. Se detuvo de forma tan repentina que estuve a punto de chocar con él. Desvió la mirada hacia arriba y me señaló con el brazo extendido la galería circular.
Justo cuando iba a exigirle de malas maneras que me dijera de una vez lo que pasaba, lo vi: un niño pequeño y sucio estaba sacando todos los libros de la sección de medicina y los estaba esparciendo por el suelo.
Se me salieron los ojos de las órbitas del susto y se me aceleró el pulso. Me dominó la rabia.
—Yo me ocupo —mascullé en voz baja.
Ya podía irse preparando ese muchacho. Me agarré la falda para subir corriendo; cuando el chico me oyó llegar, giró la cabeza y dejó caer asustado el libro que acababa de sacar de la estantería. Cayó con estrépito sobre los tablones de madera del suelo. Noté una punzada en el corazón al ver que caía de lado; se abolló el lomo y se volvió a cerrar; las páginas se doblaron en el borde.
—¿Qué crees que estás haciendo? —rugí.
Él retrocedió del susto y pisó con sus botas mugrientas un libro de anatomía.
Me dieron ganas de gritar, pero no quería llamar la atención. Di tres pasos adelante y levanté el libro del suelo. Mientras me incorporaba, nuestras miradas se cruzaron. La mía era colérica; la suya, temerosa. Para mi sorpresa, comprobé que el chico debía de ser mucho más pequeño de lo que pensaba. Tal vez seis o siete años. Tenía las mejillas tan sucias que costaba ver lo pálido que estaba.
Mi ira se evaporó y suspiré. Limpié el libro con las manos, comprobé con alivio que no había manchas en la piel y lo coloqué en su sitio.
El chico se quedó de piedra, con la mirada clavada en mí. Intenté calmarme antes de expulsarlo.
Me agaché a buscar el siguiente libro, el que estaba dañado. No estaba muy bien. La piel tenía un largo desgarrón, pues los daños causados por el agua el sábado anterior lo habían vuelto quebradizo y la abolladura había provocado daños en la encuadernación. Alisé con cuidado las primeras páginas, limpié una pequeña huella de mano que no desaparecía y luego lo dejé en un carro de libros para enviarlo a reparar más tarde.
Vi por el rabillo del ojo que el niño se movía. Se agachó y estiró una mano llena de hollín hacia un Conjunto de tratados sobre la eliminación quirúrgica de partes individuales de órganos.
—Aparta los dedos —le ordené.
Él retiró la mano enseguida, con los enormes ojos clavados en mí.
—Pero tendría que… —susurró.
—No, no tienes que hacer nada. —Cogí el libro del suelo—. No se te ha perdido nada aquí. ¡A casa!
—Pero… —Su voz infantil y trémula—. Pero, señora, necesito encontrar un medicamento —explicó.
Puse cara de incredulidad. Había cometido un error.
—¿Un medicamento? Esto es una biblioteca, niño, no una farmacia. Y esos libros no tratan de terapias con hierbas —le aclaré con sobriedad.
Me puse otro libro bajo el brazo.
—¿Y en cuál dice algo de medicina? —preguntó, con un gesto de desesperación. Le empezó a temblar el labio inferior, cosa que me ponía nerviosa.
—En ninguno —contesté con más aspereza de la que pretendía.
No sabía cuál era la mejor manera de decirle que aquello eran textos científicos de medicina y no libros de recetas.
Los labios le temblaron con más fuerza. El niño empezó a tiritar y lo soltó.
—¡Pero mi abuelita se morirá! —Grandes lágrimas brotaron de sus ojos.
Me quedé paralizada, sin saber qué hacer, impotente.
Mi madre decía que toda mujer alberga en su corazón un sentimiento maternal. Sin embargo, por lo visto, ese no era mi caso. Mi mayor preocupación no era el niño que lloraba, sino los estudiantes de la sala de lectura, a los que probablemente molestaba con el ruido. Por supuesto que me daba lástima, pero ¿qué podía hacer?
Cerré las manos en un puño y las volví a abrir. Estiré los dedos hacia el niño, pero dudé si era correcto tocar a un crío desconocido.
—Eh, escucha, no puedes… —dije, vacilante. Él soltó un hipido—. Por favor, no llores.
Al ver que de nada servían mis palabras, dejé de buscar el sentimiento maternal en mi interior y me concentré en las cosas que había aprendido: establecer relaciones lógicas, por ejemplo.
Por lo que sabía, el niño había acudido a la biblioteca para leer algo sobre medicamentos con la idea de ayudar a su abuela, gravemente enferma. Así pues, solo conseguiría que dejara de llorar si le daba a entender que su problema tenía solución.
—Muy bien —dije en voz alta para que se me oyera por encima de los sollozos—. Te ayudaré. Haré todo lo que esté en mi mano para que tu abuelita no muera. Pero, por favor, ¡para de llorar!
El niño se me quedó mirando y contuvo la respiración. Suspiré aliviada. Primer paso.
—¿Usted ayudará a mi abuelita? ¿Con medicina? —me preguntó el niño, que se sorbía los mocos.
Asentí mientras pensaba que me había metido en un buen lío.
—Ven —le ordené, y recorrí el pasillo circular hasta la sala de espera, donde lo dejé pasar y cerré la puerta.
Miró alrededor, indeciso, no paraban de caerle los mocos.
—Siéntate —le pedí.
Él se acercó con timidez a una silla.
Ayer estaba sentada en esa silla, también bañada en lágrimas, y el señor Reed me había dado un pañuelo. Por desgracia, no tenía ninguno; el del señor Reed estaba en casa de mi tía para lavarlo y devolverlo.
Sin embargo, al niño no le molestó tal cosa. Se frotó los ojos con la manga de la chaqueta y dejó colgar las piernas.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
Él sonrió un poco.
—Timothy —contestó.
Yo también me obligué a sonreír.
—Bien, Timothy. ¿Qué le pasa a tu abuelita exactamente?
—Tiene una tos muy fuerte —comentó—. Dice que le duele todo y que se ha acabado —continuó, y de nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas.
Miré alrededor a toda prisa por si encontraba algo que le llamara la atención para que no rompiera a llorar de nuevo; vi una punta de pañuelo que se había quedado enganchada en la puerta del armario. Me incliné rápido y saqué del armario el pañuelo, que en realidad era un trapo. Por desgracia, no tenía nada mejor a mano; de todos modos, el trapo estaba más limpio que la cara del niño.
—Ten, para la nariz.
Me sorprendió que funcionara. Cogió el trapo y se sonó la nariz.
—Gracias, señorita —susurró.
Me sentí peor y más inútil.
—Crumb —contesté—. Señorita Crumb. —Y luego volví al tema—. ¿Tu abuelita también tose sangre? —pregunté, en busca de indicios evidentes de tuberculosis.
El chico negó con la cabeza vehementemente.
—¡Mi abuelita no tiene tisis! —se indignó.
Al pronunciar la palabra «abuelita», trasmitía un amor infinito. Aquel niño quería a su abuela por encima de todo.
—Está bien —repetí, mientras sopesaba qué otras probabilidades había—. ¿Una neumonía? ¿Gripe?
Timothy se encogió de hombros. No sabía si era aconsejable llamar a un médico, pues me parecía difícil explicarle a mi padre o incluso a mi tío por qué tenían que pagar los honorarios de un médico sin estar yo enferma. De haber tenido a mi disposición esa cantidad de dinero propio, habría sido posible, pero tendría que intentarlo por otra vía.
—Te propongo algo: yo trabajo hasta las cinco. Ven a la entrada de la biblioteca a esa hora e iremos a una farmacia. Allí compraremos un medicamento, ¿de acuerdo? —pregunté.
Él asintió.
—¡Sí! Sí, señorita Crumb —exclamó, entusiasmado.
Una sonrisa le iluminó el rostro. Al sonreír, quedaron al descubierto los incisivos que le faltaban, algo tan típico de su edad.
Suspiré para mis adentros.
Pasé las horas que quedaban hasta las cinco muy ocupada y terminé más tareas que antes del incidente con el niño llorón. Mi cabeza había pasado de pensar en el señor Boyle y mis sentimientos a dedicarse a los problemas de un niño, que podía abordar con mucha más objetividad.
Volví a guardar los libros de la galería circular en la estantería, puse una nota en el libro dañado y hasta abrí el correo del señor Reed, que no había tocado durante días. Eran unos cuantos intercambios epistolares menores sobre diversos temas literarios, dos consultas de extrema importancia que había que contestar esa misma semana y un escrito del decano de la Royal University de Londres en el que exigía al señor Reed que cediera y se dejara ver en el baile de la universidad que se celebraba ese fin de semana. Esto último me provocó una sonrisa, pues por mucho que quisiera no imaginaba al señor Reed en un baile.
Clasifiqué las cartas según el nivel de urgencia, ordené su escritorio, archivé expedientes y luego dejé los textos a la vista.
Las cinco llegaron antes de lo esperado; tuve un mal presentimiento cuando me puse el abrigo, bajé y me despedí de Cody.
No sabía si hacía bien, dudaba de la honestidad de las personas y estaba atrapada por mis prejuicios hacia las clases sociales más pobres. ¿Y si el niño no era más que un cebo que me estaba sacando el dinero del bolsillo? ¿Y si me llevaba a una trampa cuando fuera con él?
Además, tenía poco tiempo. Me quedaba una hora para volver al recinto universitario y ver la habitación en el edificio de personal.
Sin embargo, cuando vi al niño tiritando de frío, esperándome con esos enormes ojos de esperanza, me tragué mis elucubraciones y me acerqué a él.
—Bue…, buenas tardes, señorita Crumb —susurró él, tiritando.
Y entonces pasó: se me encogió el corazón y suspiré. Me llevé la mano al cuello, me quité la gruesa bufanda de lana y se la di al niño, que no llevaba más que una chaqueta fina de tela que no parecía que lo abrigara mucho.
—Ten, o te pondrás enfermo —le dije, y le enrollé la bufanda al cuello antes de que pudiera resistirse. Se hundió en el punto grueso y enseguida sentí cierto alivio—. Y ahora vamos, no tengo mucho tiempo —le ordené.
Noté la severidad en mi tono, con la que quería convencerme de que mis ideas seguían siendo objetivas.
Caminaba delante. Timothy me seguía a toda prisa. Salimos en silencio del campus y nos dirigimos al centro antiguo donde había encontrado el sastre y la librería el día anterior. Sin embargo, ahora hacía más frío, había poca gente en la calle y la niebla lo sumía todo en una luz lóbrega. Me subí el cuello del abrigo para no quedar tan desprotegida y luego me volví hacia el niño que caminaba a mi lado procurando seguirme el ritmo. Tenía las manos hundidas en la bufanda, vi cómo rozaba una y otra vez la lana suave con los dedos como si fuera algo maravilloso.
—¿Cómo se te ha ocurrido buscar en la biblioteca libros de medicina? —le pregunté, solo por decir algo, pues la niebla era cada vez más espesa y no me sentía especialmente a gusto paseando por las sucias calles de Londres en compañía de un niño.
—No podemos pagar un médico —contestó Timothy—. Así que pensé que, si leía algo de medicina, luego lo haría yo y ayudaría a mi abuelita.
Puse cara de escepticismo.
—¿Sabes leer? —pregunté.
—Por supuesto, ¡voy al colegio! —refunfuñó él, muy ofendido.
Estaba realmente sorprendida. Ir al colegio también era muy caro, daba por sentado que me diría que lo había aprendido de un pariente.
—Ah, ¿sí? —dije, sin saber si creerle.
Vi el letrero de la farmacia y olvidé lo que iba a decir.
—Ahí está —le dije, y el niño aceleró el paso—. Pero compórtate. Nada de no estar quieto. Y habla solo cuando te pregunten —le advertí.
Timothy asintió a toda prisa, de modo que la mitad de la cara desapareció en la gruesa bufanda.
Entramos en la farmacia y un señor mayor se acercó por detrás del mostrador de su negocio.
—Buenas tardes. ¿Qué desean? —me preguntó con educación.
Luego miró al niño mugriento que entró por la puerta detrás de mí.
—Va conmigo —me apresuré a decirle al farmacéutico; por la expresión de su rostro parecía que iba a echar al niño con una escoba en un pispás.
El farmacéutico apartó la mirada de Timothy y la sonrisa profesional regresó a su rostro.
—¿Qué desea, señorita? —preguntó de nuevo.
Apoyó las manos en el mostrador.
—Medicamentos para una señora mayor. Tiene mucha tos y se queja de que le duelen las extremidades —dije.
El farmacéutico desvió la mirada hacia Timothy y luego me volvió a mirar.
—Lo compra para él —dijo, al tiempo que señalaba a Timothy con la barbilla.
—¡Para mi abuelita! —soltó el niño.
Le lancé una mirada severa que lo hizo enmudecer en el acto.
El farmacéutico soltó un bufido y luego se aclaró la garganta.
—¿Tu abuela tose sangre o flema? —preguntó, y me sorprendió que se dirigiera al niño.
Timothy lo pensó un momento.
—Flema —dijo finalmente.
—¿De qué color?
—Amarilla.
—Pulmonía —murmuró el anciano, que me miró—. ¿Paga usted?
Asentí y me sonrió, dio media vuelta y abrió unos cuantos cajones. Sacó una bolsa de hierbas medicinales para inhalarlas, un remedio contra el dolor y una pomada para el pecho. Recomendó beber mucha agua hervida y tomar alimentos variados. Pagué los medicamentos, que eran muy caros. Supuse que les había puesto un precio más elevado porque me consideraba una bienhechora acaudalada o algo parecido.
Me enfadé con él, pero procuré que el niño no lo notara. En la verdulería de la esquina, le compré un saco de patatas, una calabaza pequeña, un manojo de zanahorias y seis manzanas. El niño parecía desbordado y me daba miedo haber exagerado por la rabia. Sin embargo, él se sentía tan feliz que me dio las gracias cien veces; me rodeó la cintura con sus escuálidos brazos.
Lo aparté con las puntas de los dedos, renuncié a recuperar la bufanda y le deseé que regresara bien a casa. Se fue al trote, con la bolsa llena de verdura en la espalda. Lo seguí con la mirada hasta que desapareció en la niebla.
Parpadeé y me pregunté si lo volvería a ver, si sabría qué había sido de él y de su abuelita.
Cuando un reloj del barrio de al lado tocó las seis, me sobresalté. Salí de mis pensamientos y regresé corriendo a la universidad.
Las figuras se deslizaban rápidamente con un aire espectral en la niebla espesa. El sol ya se había puesto cuando pisé los conocidos senderos adoquinados del recinto universitario.
Cuando oí sonar las seis en el Big Ben, aceleré el paso y me enfadé por llegar tarde. No me gustaba llegar tarde, era de mala educación.
Me encontré con el señor Reed en la zona de entrada del edificio de personal. Estaba conversando con un señor de mediana edad.
—Buenas tardes, señorita Crumb —dijo al verme.
Me acerqué ente jadeos a los dos caballeros.
—Buenas tardes, señor Reed —contesté.
No tenía ni la más mínima idea de que yo llegaba tarde.
El otro caballero también saludó y me observó con la mirada discreta de un empleado.
—Señorita Crumb, le presento al señor Christy, el conserje del edificio y el interlocutor para todo tipo de quejas y reparaciones pendientes —me explicó el señor Reed, que parecía muy animado.
Me sorprendió mucho, pues yo estaba más bien contrariada.
Tuve que recuperar el aliento, adaptarme a la nueva situación y desterrar de la cabeza que acababa de recorrer las calles nebulosas con un niño mugriento.
Eran como dos mundos distintos que se sucedían de forma tan directa como si me hubieran arrancado un buen libro en plena lectura.
—Su mujer es el ama de llaves y la cocinera. Si realmente se plantea mudarse aquí, tiene la opción de llevarse la comida a las siete a su habitación o mostrarse sociable y acudir al comedor que hay arriba —dijo, al tiempo que señalaba una puerta que nos quedaba a la izquierda.
Su verborrea me recordó el primer día en la biblioteca, cuando anoté todas sus palabras.
—Que tenga una buena tarde, señor Christy —dijo el señor Reed.
El conserje se dio un golpecito en la visera de la gorra, se dio media vuelta y desapareció por la puerta.
—Sígame, señorita Crumb —me invitó el bibliotecario, que pasó por los tablones que crujían hasta la escalera de la derecha y subió de dos en dos los escalones.
Tomé aliento y lo seguí. Cada tramo de escalera tenía ocho peldaños; cada dos tramos, una planta. El edificio tenía tres, así que subí cuarenta y ocho peldaños hasta llegar al señor Reed, que me esperaba en el tramo superior. Parecía impaciente y agradecí que no hiciera comentarios sobre mi mala forma física.
Subí, sudando por el esfuerzo, y me agarré a la barandilla hasta que pude volver a fiarme de mi circulación. Arriba había varias lámparas encendidas; el resto de la escalera también me pareció muy clara y acogedora. El pasillo era estrecho y no muy largo. Se veían tres puertas.
—Es aquí —me informó el señor Reed.
Sacó un manojo de llaves de la chaqueta. Estuvo un rato buscando una llave, la metió en la cerradura de la puerta del medio y le dio la vuelta con un ruido metálico.
No sabía qué esperaba, durante las últimas horas había olvidado pensar en ello y me dieron ganas de contener la respiración cuando empujó la puerta, pero me faltaba el aire, así que no dejaba de parpadear porque se me aceleró el pulso de la emoción.
Solté la barandilla y me acerqué, mientras el señor Reed me alargaba una de las lámparas de la pared.
Me dejó pasar primero. Entré en el pequeño cuarto, iluminado con la luz de la lámpara.
El señor Reed no se equivocaba: era realmente pequeño; ni se acercaba a lo que yo estaba acostumbrada en casa, pero me gustaba de un modo peculiar. Poco a poco, volví a sentir una calma interior.
Las paredes estaban revestidas con un papel pintado claro con un sencillo diseño, los muebles, una cama, una silla, una cama y dos estanterías; eran de madera oscura y no había alfombra que cubriera los tablones que tenía bajo los pies. En cambio, al fondo, en un rincón junto a la pequeña ventana, había una estufa negra, parecida a la de la sala de espera de la biblioteca. Como mínimo era lo bastante grande para calentar el cuarto y hacer un té. Los espacios pequeños con paredes cercanas siempre me habían parecido acogedores. Pese a que mi habitación la doblaba en tamaño, esta no me daba la sensación de ser estrecha.
Colgué la lámpara de un gancho junto a la puerta y lo observé todo con atención. Los muebles viejos, que parecían usados por muchos antiguos inquilinos y que, aun así, conservaban cierto encanto. Había algunos libros en los estantes; cuando avancé unos pasos en la habitación, medí con la vista el espacio que quedaba entre la segunda estantería y la pequeña estufa. Sonreí cuando caí en la cuenta de que era suficiente para poder instalar mi butaca de color verde oscuro.
Poco a poco, me di la vuelta, observé el estrecho catre al que probablemente me acostumbraría enseguida y luego me dirigí al señor Reed, que estaba de pie en la puerta, con los hombros apoyados en el marco. Me miraba expectante.
No sabía por qué, pero me resultaba desagradable que me observara mientras echaba un vistazo. Pasé por alto su mirada con serenidad, hice como si no me hubiera fijado y descubrí una segunda puerta.
Era modesta, también la habían empapelado, pero descubrirla fue como una puñalada en el corazón.
Me aclaré la garganta con discreción, adopté un tono neutral y miré al señor Reed.
—¿Adónde da esa puerta? —le pregunté.
Él bajó la mirada que antes mantenía con tanta firmeza. Apretó los labios y la expresión relajada desapareció de su rostro.
—Al piso de al lado —contestó con evasivas.
Noté que le incomodaba responder a la pregunta. Sin embargo, yo no iba a dejarlo ahí.
—¿Y quién vive ahí? —pregunté.
Lancé una mirada desafiante al bibliotecario.
—Yo —me contestó sin más.
Levantó la mirada como si esperara que fuera a desmayarme ahí mismo del susto. Pero no fue así porque ya lo sabía. Así que el señor Boyle estaba en lo cierto. Y, bueno, ahí estaba yo, en un cuarto que me gustaba pero que pertenecía al piso de un hombre.
No iba a rendirme tan rápido.
—¿Se puede cerrar la puerta? —pregunté.
El señor Reed puso cara de sorpresa.
—Siempre está cerrada —me aseguró muy serio.
Empecé a morderme el labio en un gesto pensativo mientras observaba la puerta que se perdía en los colores claros de la pared.
Pensé para mis adentros que, si la puerta de verdad estaba siempre cerrada, no había ninguna diferencia con una pared normal.
—¿Quién tiene la llave? —pregunté, y miré de nuevo al señor Reed, que se había separado del marco de la puerta y volvía a estar erguido.
—Si se muda aquí, solo usted, señorita Crumb.
Era justo lo que quería oír. Sonreí.
—De acuerdo —dije, animada. Me dirigí a la salida y el señor Reed retrocedió unos pasos para dejarme sitio—. Me instalaré mañana mismo.