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Decimoctavo, o cuando recibí un cumplido inesperado

Por la noche, mi tía me dijo que el tío Alfred había hablado con ella y que estaba de acuerdo en que me mudara al día siguiente. Con todo, me pidió quedar como mínimo dos veces por semana con ella y mi madre al mediodía, y que el sábado siguiente fuera a comer para poder peinarme para el baile de la noche.

Acepté y le expliqué que de todos modos tenía la intención de pasar el sábado en casa de mi tío y luego ir con ellas al salón de fiestas.

Mi tía estaba exultante, pero también mencionó que mi madre aún no me había perdonado.

Yo me limité a encogerme de hombros. Podría vivir con ello. Sabía que entraría en razón. Al fin y al cabo, era mi madre y me quería.

Llegó el jueves y mi desasosiego interno creció. Pese a que la cabeza me decía que era perfectamente capaz de vivir sola, mi corazón no estaba tan convencido y se apoderó de mí una angustia de la que no era tan fácil desprenderse. Era como un pánico escénico que no pasaría hasta que me independizara.

Fui a trabajar, saludé al señor Reed, que sin duda no había dormido suficiente y gruñó un «buenos días» oculto tras la gruesa bufanda. Pese a que una semana antes ese gesto me habría parecido de muy mala educación, en ese momento me arrancó una sonrisa. Negué con la cabeza al pensar en aquel hombre, que de puertas para fuera mostraba cierta excentricidad, pero que, por dentro, solo era como todos los demás.

Además, visto con objetividad, podría describirse como muy atractivo. Si estuviera menos estresado, sacara a relucir la sonrisa de vez en cuando y tratara a la gente con una pizca más de amabilidad, no me extrañaría que las chicas jóvenes corrieran tras él en masa.

No obstante, no lo consideraba capaz de ser amable, ni que le gustaran ese tipo de situaciones.

Empecé como todas las mañanas por la prensa y tarareé una canción infantil en voz baja para distraerme de mi propio miedo cuando bajé los escalones que llevaban al archivo.

Luego apareció Phillip Tams con la nariz roja, la gorra demasiado grande y un montón de periódicos bajo el brazo.

Cuando saqué la bolsita con el dinero del bolsillo y le di dos chelines sentí un pequeño momento de satisfacción respecto al día a día. Me había adaptado y me sentía a gusto. Ahuyenté el cosquilleo nervioso que notaba en los dedos y que intentaba convencerme de que no lo conseguiría sola.

Sin embargo, allí seguía, en la biblioteca. Me había superado, me había esforzado y me provocaba una gran satisfacción el haber hecho algo yo sola.

Curiosamente, era gracias al señor Reed. Me había espoleado y me había empujado a lograrlo sola. Al principio, lo odiaba, pero ahora me hacía sentir orgullosa.

Recordé que Henry me dijo exactamente eso al principio. Había estado en lo cierto. Llamé con suavidad a la puerta del despacho del señor Reed y esperé a que me diera permiso para entrar, cosa que sucedió enseguida.

El señor Reed estaba consultando un clasificador que rebosaba apuntes y ni siquiera alzó la vista cuando me acerqué a él. Lucía una expresión concentrada en el rostro, tenía las cejas oscuras fruncidas y las gafas se le habían deslizado hacia abajo en la nariz.

—Su correo —le dije, y le di el montón de cartas que me acababa de entregar un mensajero.

Él extendió la mano sin mirar y dejó las cartas sobre un montón de papeles, para seguir hojeando el clasificador.

Suspiré y volví a coger las cartas de la mesa. Me resultaba imposible entender a ese hombre, que no veía necesario echar un vistazo a su correo. Apoyé la cadera en el imponente escritorio y examiné los sobres.

Era la correspondencia habitual. Había un texto bastante más grande que los demás y un sobre de aspecto muy elegante, de papel caro y con un sello plateado en el dorso.

En letras elaboradas, se podía leer: «Thomas Reed. Invitación al baile del consejo de la universidad». Era su invitación al baile del sábado, que a mi juicio llegaba demasiado tarde.

«Thomas.» Pronuncié su nombre mentalmente, ni siquiera yo sabía por qué me parecía tan raro saber el nombre de pila del señor Reed. Era como si, de pronto, hubiera pasado de ser un jefe inaccesible a una persona normal solo porque sabía su nombre.

Me pregunté de nuevo cómo se comportaría el señor Reed en un baile. Si sería ese bicho raro, severo y maleducado, o el visionario apasionado que hablaba con un brillo en los ojos de libros y máquinas. O un señor Reed totalmente distinto que aún no había conocido.

Fuera quien fuera, en ese momento era un bibliotecario desordenado que reinaba en su caos y que me dejaba perpleja porque no veía necesario, pese a la petición personal de su decano, dignarse a ir a un acto de la universidad.

Saqué con decisión el sobre de entre los demás y se lo puse delante de las narices.

—Debería ir —dije.

El señor Reed se limitó a apartar a un lado el sobre con un gesto nervioso para recuperar el renglón que estaba leyendo.

—No me gustan ese tipo de eventos —me informó, y se volvió a empujar las gafas en la nariz.

Apenas me prestó atención, frunció el entrecejo y hojeó en sus documentos hacia atrás, buscando algo concreto.

Sin embargo, no se iba a librar de mí tan fácilmente. Ahí fuera esperaban libros sin clasificar, pero el señor Reed tampoco me había invitado a irme.

—A mí tampoco —repliqué, y me encogí de hombros—. Y aun así ahí estaré, porque mi madre necesita que vaya —afirmé sin mucha alegría.

El señor Reed encontró la página que necesitaba y escribió algunas notas de las líneas en un borrador con el borde doblado.

—Por suerte, mi madre ya no tiene poder sobre mí —me dijo sin inmutarse.

Me hizo gracia que, pese a la actitud concentrada, parecía estar conversando conmigo. Agarré con la punta de los dedos una página que había dejado la tarde anterior en esa esquina de su escritorio y la saqué de entre otros documentos que el señor Reed había amontonado sin más.

—Tal vez ella no, pero ese hombre sí —le dije.

Dejé caer la carta del decano de la Royal University de Londres, así como la invitación. El señor Reed detuvo su frenética búsqueda y se quedó mirando un momento el papel, que estaba segura de que aún no había leído, pese a habérselo dejado tan a la vista.

Paseó la mirada sobre aquellas líneas y soltó un bufido.

—¿Ahora también lee mi correo? —preguntó, antes de apartar la carta.

—Si no lo hace usted —contesté con insolencia.

El señor Reed hizo un gesto de desesperación con la cabeza mientras volvía a hojear hacia delante en su archivador.

—En algún momento, de tanto husmear, dará con algo que desearía no haber visto —profetizó en un gruñido.

Sonreí: eso era algo que me decían a menudo.

—Probablemente —admití, volví a dejar las otras cartas y me aparté del borde de la mesa para ponerme en pie. La amenaza era tan ridícula que solo podía reírme de ella—. Y luego iré corriendo a casa y lloraré sobre mi almohada —añadí con fingida seriedad.

El señor Reed dejó a medias la palabra que estaba apuntando.

Puso cara de asombro y por primera vez desde que había entrado levantó la vista por encima del borde de las gafas y me miró a los ojos. Tenía los ojos de color marrón oscuro, como una castaña.

—Le sienta bien el sarcasmo —comentó, y la leve sonrisa que asomaba en las comisuras de los labios me hizo ver que se trataba de un cumplido.

—Gracias —contesté, desconcertada. Recordé por qué había entrado en realidad en el despacho—. ¡Y lea su correo! —le reprendí.

Señalé el montón de cartas y salí del despacho mientras él me seguía con una mirada ambigua.