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Vigésimo, o cuando sucumbí a la ilusión

El viernes por la mañana pasó volando. Aunque mi madre aún no me había perdonado del todo, el almuerzo con ella y con mi tía no resultó desagradable.

Les hablé de mi nuevo alojamiento. Mi madre no podía disimular de vez en cuando su expresión de asombro, pero se sintió halagada cuando confesé que en su casa siempre tenía las cosas más fáciles y que no era una situación que quisiera mantener a la larga.

Lo único que no mencioné fue el increíble desayuno, para no arruinar el buen humor de mi madre. Me aseguró con generosidad que ese tipo de experiencias también formaban parte de la vida, aunque yo sabía perfectamente que, si por ella fuera, aún estaríamos todas aburridas en nuestra pequeña ciudad de provincias. Sin embargo, no lo dije, me limité a sonreír y dejé que me diera palmaditas en las manos.

Al mediodía, el señor Reed desapareció de nuevo y yo ya estaba muerta de curiosidad. Tenía que haber una manera de averiguar adónde iba. ¿O no?

Seguirle no se me daría bien, pero tal vez apareciera otra persona que pudiera seguirle y pasara más desapercibida.

Hacia las tres, ya no tenía nada que hacer. No había libros que clasificar, nada que etiquetar ni otras cosas que tuviera que revisar. El despacho del señor Reed volvía a estar impecable; las cartas, abiertas y ordenadas según su importancia. Había dejado la invitación al baile sobre el escritorio para que la viera siempre que fuera a coger la pluma estilográfica.

Aburrida, pasé el dedo por las distintas secciones de libros. Fui incluso a los rincones a los que nunca iba nadie y volvía a poner en su sitio un libro si me llamaba la atención algo que no encajaba.

Sin el señor Reed, no tenía nada nuevo que hacer. Me sorprendió que pudiera pasar algo así. Al principio, creía que el trabajo no se iba a acabar nunca, pero ahora ahí estaba, con todo hecho.

Cerré los dedos alrededor de un ejemplar más bien nuevo y lo saqué: un volumen de historia no hacía nada entre debates políticos. Las guerras entre kurdos y otomanos, se titulaba la obra. Levanté una ceja, intrigada. En realidad, no había leído mucho sobre el Imperio otomano. Y en ese momento no tenía nada pendiente.

Arriba, en la galería circular, había muchas mesitas para estudiar que nunca se usaban porque eran demasiado pequeñas. Sin embargo, las butacas eran de lo más cómodas. Me senté de manera que no me viera todo el mundo, pero conservando una buena vista del vestíbulo a través de los arcos, por si Cody me necesitaba para algo.

Abrí el libro sobre la mesa, me senté en la butaca y un cosquilleo de ilusión se apoderó de mí. Hacía mucho que no lo sentía. Era la esperanza ante un libro demasiado grueso para leerlo de una sentada, sobre un tema en el que casi no había entrado. Pasé la primera página. Cuando una sombra se cernió sobre mí, salí con un susto de las trifulcas entre los otomanos y los safávidas. Me notaba aturdida, me dolía la espalda y no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado.

Cody estaba delante de mí, con los labios apretados. Señalaba hacia abajo.

Levanté la cabeza y tardé un momento en comprender lo que me quería decir. Abajo, en el vestíbulo, estaba mi madre. Por suerte, estaba callada, pero tampoco parecía contenta. Mi segunda mirada fue para el reloj: como si me hubiera quemado, me levanté de la butaca.

Ya eran las seis y media. Hacía media hora que había terminado mi jornada y que mi tía y mi madre me esperaban en la sastrería.

—Gracias, Cody —le dije al chico, que seguía junto a mi mesa y me miraba algo confuso—. Se me ha pasado la hora —le aclaré con una sonrisa—. Guarde ese por mí, por favor —le ordené mientras salía de mi nicho, y señalé el libro de historia—. Me voy, que tenga una buena tarde —me despedí.

Cody sonrió, dándome por imposible con un gesto.

Me pregunté si realmente hablaba con otras personas. ¿Era mudo del todo o solo le sucedía conmigo?

Me dirigí a la pequeña sala de espera, cogí a toda prisa mi abrigo y bajé corriendo la escalera antes de abrocharme un solo botón.

—Lo siento muchísimo —me disculpé.

Mi madre me fulminó con la mirada.

—Hemos recogido el vestido sin ti —repuso con aspereza mientras me escudriñaba. Luego me quitó el sombrero de la mano y me lo puso—. ¡Abróchate el abrigo, tenemos que irnos! —me ordenó, y yo obedecí mientras nos dirigíamos a la salida—. ¿De qué iba? —me preguntó cuando habíamos bajado dos peldaños hacia el camino.

—¿Perdona?

No sabía adónde quería llegar; por su tono sereno, tampoco podía saber si seguía enfadada conmigo o no.

—El libro, Animant. Seguro que no nos has cambiado por el trabajo. Te conozco, cuando te olvidas de la hora sin remedio es por un libro.

—De la guerra otomana —le contesté.

Soltó un bufido, pero vi un amago de sonrisa en sus labios.

—¿Cómo puedes leer algo así? ¿No es una lectura muy árida? —exclamó alterada, y me tomó del brazo.

Me eché a reír y me sorprendió sentirme tan bien en presencia de mi madre.

Pasar la noche en otro sitio había supuesto un cambio radical. El fin de una era y el comienzo de otra nueva. Pese a que no sabía que me iba a parecer importante, esperaba que mi madre y yo tuviéramos una mejor relación en adelante de la que habíamos tenido hasta ese momento.

Tal vez necesitaba irme para reconocerlo. Ahora ya no estaba obligada a obedecerla. No tenía necesidad de refutar sus ideas. De hecho, ahora podía empezar a escucharla.

El vestido de mi tía era realmente precioso, y el de mi madre, que se había hecho arreglar a toda prisa, solo le iba una pizca a la zaga.

Con todo, el mío superaba a los dos; hasta a mi madre le entusiasmó lo bien que podía quedar un sencillo marrón claro bajo la luz del candil.

—Brillarás como las joyas de oro —se maravilló, embelesada. Entonces se le ocurrió una idea—. Podríamos colocarle perlas en el cabello —le propuso a la tía Lillian, que se dejó contagiar por la euforia.

—O estrellitas doradas —añadió.

Las dos soltaron unas risitas de jovenzuelas.

Iba a darles plena libertad, la emoción que notaba en el estómago era muchísimo más fuerte de la que había sentido con el libro de historia; jamás me había hecho tanta ilusión una velada como la del día siguiente.

Nunca me había parecido que la pompa y las grandes celebraciones merecieran la pena. Siempre había preferido los libros a la compañía de otras personas. Sin embargo, aquella noche, viendo el vestido que iba a llevar, me imaginé al lado del señor Boyle. Se reiría y me observaría con sus ojos de color miel, con una elegante copa de champán en la mano y la luz de una maravillosa araña de cristal emitiendo cientos de pequeños destellos sobre mi falda.

Ya había olvidado el Imperio otomano, la biblioteca y todas las molestias de la noche anterior.

El día siguiente era para soñar.

La noche del viernes al sábado fue bastante mejor. Tenía la cabeza tan ocupada con el baile que apenas reparé en la extrañeza del entorno. Tampoco oí al señor Reed. Terminé de leer una de mis novelas y me acosté pronto para compensar un poco el déficit de sueño del día anterior.

A la mañana siguiente, me sentí de nuevo entumecida y helada, pero la perspectiva de un buen desayuno me hizo entrar en calor.

La señora Christy me saludó amablemente y me dejó el té en mi sitio antes de sentarme, casi como si ya me estuviera esperando.

Le informé de que el sábado por la mañana no estaría en casa porque después del baile pasaría la noche en casa de mi tío; me deseó que pasara una noche fantástica.

Yo también lo esperaba.

Me encontré con el señor Reed cuando salía del comedor. Estaba bajando los peldaños y aún se estaba abrochando los últimos botones del abrigo. Luego se colocó bien la bufanda y se metió los extremos bajo la solapa. Fui a saludarle, pero entonces levantó la mirada y me detuve. Había algo distinto de lo habitual.

—Buenos días, señorita Crumb —me dijo el señor Reed.

Tuve que mirar dos veces hasta que detecté qué era lo que tanto me molestaba de su aspecto. Sorprendentemente, no parecía cansado. No veía las ojeras profundas y oscuras bajo los ojos; además llevaba el cabello bien peinado. Su postura erguida resaltaba su aplomo. Era increíble lo que podían importar esos detalles.

—Buenos días, señor Reed —contesté, aún sorprendida, pero hacía tiempo que ya no me prestaba atención.

Se sumergió de nuevo en su bufanda, con la otra mano empujó la pesada puerta de entrada y salió a la calle antes de que le hubiera devuelto el saludo. Reduje la distancia con él y recorrimos juntos el camino hasta la biblioteca. No hablamos. Pese a que cualquier otro día me habría parecido lo más natural, aquel día me resultó agobiante.

Parecía haber otros cambios aparte del aspecto fresco del señor Reed, pero no lograba identificarlos.

En la biblioteca, primero me dediqué a las tareas matutinas; luego el señor Reed me encargó que compilara unas dos docenas de libros de los temas más diversos, para lo que la máquina de localizar me sería muy útil, pero desde mi vergonzoso incidente mantenía cierta distancia con ella.

Entre tanto, un mensajero llevó una gran caja de madera, que, como pude comprobar, estaba llena de libros. Todos eran ejemplares para sustituir los dañados durante el accidente con el baúl que habíamos tenido que adquirir de nuevo.

Así, no podía quejarme de aburrimiento, cosa que prefería, pues ningún libro de historia habría logrado distraerme de la agitación que sentía respecto al baile de la noche. Solo el tono autoritario del señor Reed y su empeño en que cada segundo de mi jornada fuera productivo me mantenían con los pies en el suelo. No sabía si agradecérselo o enfadarme por no poder dejarme llevar por mis ensoñaciones. Conté con impaciencia los minutos que quedaban para las doce y media. Cuando por fin llegó el momento, lo dejé todo en el acto y corrí a buscar mi abrigo.

—Buenos días, señor Reed —me despedí al pasar, con una gran sonrisa.

Él se subió las gafas en la nariz, en un gesto crítico.

—Nos vemos esta noche en el baile —dije para recordarle sus obligaciones.

Volví a fijarme en ese gesto suyo tan escéptico. No le di tiempo a contestar, pues ya estaba bajando los primeros peldaños; luego atravesé corriendo la sala de lectura hasta el vestíbulo.

—Buenos días, señorita Crumb —me dijo Oscar.

Le sonreí, abrí la puerta de la biblioteca y me recibió un viento fuerte.

Esforzándome por sujetarme el sombrero para que no se me escapara, me reí para mis adentros, aunque no tuviera ninguna razón para ello.

Noté que iba a ser una noche especial. Una noche que podía cambiar mi vida.

Estaba preparada.