23
Vigésimo tercero, o cuando bailaron las luces
Me separé del señor Boyle. Lo miré un instante, pero me arrepentí enseguida de hacerlo: en sus ojos, vi decepción; se sentía herido.
Acababa de confesarme su amor. Probablemente, incluso tenía pensado proponerme matrimonio ahí mismo, y yo le correspondía huyendo de él como alma que lleva el diablo.
Por supuesto, no había sido muy elegante por su parte abordarme de ese modo, pero, a juzgar por la sorpresa que se leía en su rostro, estaba realmente convencido de que yo le correspondería.
Agaché la mirada, me sentí fatal. Me acerqué al señor Reed, que me ofrecía su brazo. Lo acepté con discreción, procuré no mirar atrás y dejé que me llevara al cálido salón.
La mirada de sufrimiento del señor Boyle me perseguía, ni siquiera el impresionante esplendor del salón me liberó por completo de ella.
Por suerte, no nos siguió. Por mi parte, me aferré demasiado fuerte del brazo del señor Reed, que no dijo nada.
En ese momento estaban en mitad de una ronda de baile; tendríamos que esperar a que empezara la siguiente para mezclarnos en ella. Me alegró contar con aquel breve respiro.
El señor Reed me guio a lo largo de la pista y se detuvo junto a una columna. En realidad, me daba igual adónde fuéramos. Solo quería huir de mis malas sensaciones.
—¿Qué buscaba usted fuera, en el balcón? —le pregunté.
Observé su rostro anguloso, su nariz recta, el cabello oscuro, la expresión introvertida que siempre ocultaba sus pensamientos.
—A usted, señorita Crumb —me respondió tras un momento de pensárselo. Giró la cabeza hacia mí. Eso explicaba por qué había aparecido en el balcón—. Ha desaparecido tan rápido después del incidente con el profesor Serway que quería ver cómo estaba.
Parpadeé sorprendida. No contaba con eso.
—Es…, es muy amable por su parte, señor Reed —confesé, a él y a mí misma.
Intenté entender cómo encajaba que se preocupara por mí con lo que sabía de su carácter. El señor Reed volvió a desviar la mirada hacia la gente que bailaba delante de nosotros.
—El profesor no se ha cubierto de gloria, precisamente. Y eso que usted le ha tratado con una profesionalidad exquisita —añadió, evitando mirarme—. Además, a fin de cuentas, yo la puse en esa desagradable situación.
Arrugué la frente, incrédula. ¿Se estaba culpando por las palabras insolentes de un viejo testarudo? ¿Y eso había sido un cumplido hacia mí? Las dos opciones me costaban de imaginar.
Le solté el brazo con cuidado.
—Le perdono —contesté, despacio, pues no sabía si tomarme en serio su disculpa o si me estaba tomando el pelo—. También me ha salvado usted de una situación desagradable —añadí.
Algo se movió en el rostro del señor Reed.
Levantó una ceja, nervioso o divertido, costaba saberlo.
—Eso pasa cuando se juega con los sentimientos de los demás —respondió sin tapujos, y me dedicó de nuevo una mirada oscura.
Me quedé sin aliento y noté una presión en el pecho. Seguía teniendo mala conciencia con respecto al señor Boyle.
—¡No he jugado con él! —me indigné.
Eso tenía que quedar claro. No había sido un juego. No había entablado relación con el señor Boyle para romperle el corazón con mi torpeza. En absoluto.
Sin embargo, el señor Reed me miró sorprendido.
—Entonces, ¿le quiere? —me preguntó, escéptico.
Era raro hablar de eso con él. No obstante, parecía la única persona capaz de ver la situación objetivamente. Si acudía a Elisa o a mi tía, seguro que la conversación no habría sido tan distante. Y no quería ni pensar en la opinión de mi madre.
—Pensaba que estaba enamorada de él —confesé, y suspiré para mis adentros.
Durante un tiempo, había creído que mi entusiasmo pasaría a ser algo más. Siempre me habían parecido sentimientos tibios, pero en esos momentos me pareció suficiente.
Y ahora ahí estaba, con la cabeza gacha, preguntándome de dónde habían salido todas esas sensaciones que ahora eran apenas un eco cansado en mi recuerdo.
—¿Pensaba? —repitió el señor Reed, que sonó demasiado divertido para mi gusto.
Lo fulminé con la mirada y un movimiento en las comisuras de los labios le delató.
—Señorita Crumb, con su permiso, si lo pensaba y no lo sentía…, bueno, eso no es amor —me aclaró.
Solté un bufido. Me humillaba que me instruyeran de esa manera, por eso solo conseguía contestar con descortesía.
—¿Cómo iba usted a saberlo? —me burlé, disgustada, sin pensarlo mucho.
De pronto me detuve, sorprendida.
La mirada del señor Reed, normalmente tan distante, se derritió ante mis palabras. Pude ver una expresión de descontento en sus ojos, así como un leve destello de desilusión.
—Tal vez me considere un tipo raro, insensible y gruñón, señorita Crumb, pero mi corazón no es de piedra. Soy perfectamente capaz de enamorarme —dijo con firmeza.
A pesar de que lo dijo en un tono neutro, se me puso la piel de gallina y se me erizó el vello.
—Disculpe. Lo he dicho sin pensar —contesté a media voz, y bajé la cabeza.
Notaba el corazón en la garganta. Era el segundo hombre al que, esa misma noche, hería por precipitarme, aunque de dos modos distintos.
Por suerte, justo en ese momento terminó la ronda de bailes. La orquesta hizo una breve pausa y las parejas fueron cambiando. El señor Reed me ofreció el brazo, lo acepté y salimos a la pista.
—Señorita Crumb, por desgracia, debo hacerle saber que soy un bailarín absolutamente deficiente —me confesó cuando se colocó frente a mí.
Sentí un gran alivio al oírlo, porque así rompió el incómodo silencio que no me atrevía a interrumpir después de haber sido tan insensible; además, me libraba de la necesidad de estar a la altura, pues mis habilidades en el ámbito del baile también eran más bien escasas.
—Entonces ya somos dos —respondí.
El señor Reed esbozó una sonrisa.
—¿En qué estaba pensando cuando le pedí que bailara conmigo? —dijo el señor Reed entre risas.
Me sorprendió mucho que se echara a reír en semejante situación. Nunca lo había visto reír: su risa era muy suelta, incluso bastante contagiosa.
—Es culpa mía, yo he accedido —respondí, divertida, e intenté relajar la postura cuando empezó a sonar la música.
Hice una leve reverencia al inicio del baile, y el señor Reed se inclinó ante mí.
Por suerte, el baile era un minué francés bastante lento que lograríamos superar de alguna manera. Nos acercamos, nos separamos y yo choqué sin querer con la dama que tenía a la derecha. Me sonrojé, el señor Reed se rio, ni siquiera intentó disimular.
Se tomó con humor que no supiera qué hacer con la señora que se acercaba a él en diagonal, que sus giros parecieran equilibrios sobre un montón de libros y que nos entorpeciéramos el uno al otro constantemente. Era increíble, pero bailaba aún peor que yo. Cuando me pisó y estuve a punto de caer, perdí toda seriedad y no pude hacer otra cosa que reír.
—Es usted el peor bailarín que me he encontrado nunca —le reproché cuando se encontraron nuestros caminos en un cuarteto.
—La he avisado —contestó él, divertido.
No podía creer lo distinta que estaba siendo la velada. Antes me hacía ilusión pasar ratos agradables con el señor Boyle y sus ojos de color miel; ahora estaba bailando una grotesca charada con un bibliotecario.
—Debe asistir a clases urgentemente o le prohíbo volver a invitar jamás a una dama a bailar —le dije.
Lo empujé en la dirección en la que debía ir. Yo tampoco era un modelo a seguir en el baile, pero, por lo menos, sabía copiar las figuras de mis compañeros.
El señor Reed, en cambio, era el caos personificado, pero tampoco en la pista de baile le importaba.
—Normalmente, tampoco hago estas cosas —repuso cuando volvimos a acercarnos y juntos dimos cuatro pasos hacia delante y hacia atrás—. Pero las situaciones extremas requieren medidas extremas, señorita Crumb. Y para salvarla a usted de su insensibilidad hacia los sentimientos de los hombres he tenido que ponerme en ridículo en público —me susurró.
Le miré confusa. Pasé por alto su reproche y recuperé el buen humor; tras lo sucedido en el balcón, era sorprendente.
—Entonces ¿va a los bailes, pero no baila nunca? —pregunté, consciente de que él podría hacerme la misma pregunta: yo también iba a bailes sin participar. Pero él podía no ir. A mí me obligaba mi madre.
Nos volvimos a separar antes de que pudiera contestarme y tuve que esperar a que diera un sencillo giro con la dama a la que yo había empujado antes. La señora lanzó una mirada despectiva al señor Reed cuando la soltó, pese a que tendría que guiarla durante una ronda más; me miró aún más coléricamente a mí cuando cambié mi sitio por el suyo y repetí con su acompañante el mismo movimiento. Era un bailarín excelente y yo llegué sana y salva a la siguiente figura.
—Normalmente, no voy a bailes —informé al señor Reed cuando volví a estar lo bastante cerca. Me agaché con torpeza por debajo de su brazo, que no había subido lo suficiente—. Son exhibiciones absurdas de riqueza, modales exagerados y ganas de exhibirse públicamente para sacar un buen partido —añadí con desdén cuando aparecí a su lado y comprobé asombrada que había salido por el lado equivocado.
Cuando los dos nos dimos cuenta, nos echamos a reír como colegiales después de una travesura y nos ganamos miradas demoledoras de todas partes.
La música terminó, la gente que nos rodeaba aplaudió a la orquesta y nos dirigimos con las demás parejas a la contradanza más fácil de la temporada. Dios se apiadó de nosotros, pues la mayoría del tiempo nos quedamos en nuestro sitio y dejamos espacio a las parejas que pasaban por delante para que pudieran moverse alrededor.
—Solo voy a bailes cuando tengo asuntos de trabajo que tratar, o cuando mi asistenta me presiona hasta sacarme de quicio —aclaró el señor Reed.
Puse cara de desesperación por la indirecta.
—Piense algo mejor de lo que culparme —respondí.
A lo lejos, en el otro extremo de la formación, la primera pareja de baile empezaba con la secuencia de pasos. Si teníamos suerte, ni siquiera nos tocaría bailar antes de que terminara la pieza.
El señor Reed se rio de mí. Verlo tan relajado me sorprendía. Por lo general, no era así, en absoluto. Y debía admitir que le sentaba bien. Parecía más contento y un poco más feliz que con su gesto adusto. Se reía también con la mirada, se le dibujaban diminutas arrugas en el rabillo de los ojos. Su rostro parecía más alegre, más joven. Me pregunté cuántos años tendría.
A juzgar por el rastro de desolación que reinaba en el sistema de archivo de la biblioteca, hacía unos tres años que trabajaba ahí, cosa que no indicaba gran cosa. Su estilo al vestir y la seguridad en sí mismo me hacían pensar que rozaba la treintena, pero no podía ser mucho mayor de treinta y cinco años. No tenía canas y no se le habían formado arrugas en la frente.
—¿Y cuál es su excusa para no saber bailar? —me preguntó mirándome a los ojos.
Era una sensación extraña: nunca habíamos hablado de naderías. Sonreí con sorna.
—Soy torpe, mi incidente con la máquina de localizar lo dejó claro…
—Le daría toda la razón… —me interrumpió, mirándome muy seriamente—, si no hubiera jurado no volver a decir una palabra sobre ese incidente.
Asentí.
—He estado en muchos bailes a lo largo de mi vida y he bailado en muy pocos porque me pasaba las horas detrás de una cortina, con la nariz metida en un libro —contesté, y noté cómo me sonrojaba.
La verdad me abochornaba si no la adornaba con muchas capas de retórica, bromas cínicas y una pizca de arrogancia. Con todo, me sentó bien decirlo.
—Me gustaría decir que me sorprende, pero no sería cierto —dijo el señor Reed con aspereza.
Una pareja pasó entre nosotros y ejecutó su ronda alrededor. A continuación, se sucedieron más parejas en breves intervalos, por lo que no pudimos seguir conversando. La pieza terminó y apenas nos habíamos movido del sitio.
Me dieron ganas de suspirar de alivio, pues el maestro de ceremonias dio la señal para el siguiente baile. Por poco, se me para el corazón. Antes pensaba que nos habíamos librado, pero el destino nos golpeó con el doble de fuerza.
Levanté la vista hacia el bibliotecario, que se había colocado a mi lado; retrocedí unos pasos a toda prisa.
—Lo siento, señor Reed, pero no puedo bailar esta danza —me apresuré a excusarme antes de que él pudiera decir nada, y retiré las manos cuando él quiso sujetarme.
El señor Reed soltó un bufido y me miró con esa expresión irritada que tan bien conocía y que casi me resultaba familiar.
—Señorita Crumb, el vals es el único baile que domino —contestó con severidad.
Me tomó de las manos pese a mi resistencia y me colocó en una posición de baile que a mí me pareció extraña; la había visto, pero nunca la había ejecutado.
Estábamos muy cerca, como debía ser. Me hervía la cabeza de miedo, caos e inseguridad. Mis manos no sabían adónde ir, los pies no tenían ni la más mínima idea de qué hacer; cuando el señor Reed subió la mano por mi espalda, me mareé.
Por un momento, pensé en huir de la pista de baile, sin más, pero habría sido aún más vergonzoso y una ofensa para el señor Reed; en realidad, era yo quien lo había metido en esa situación.
—Lo conseguirá, Animant. Es usted lista, y yo soy testarudo —me dijo.
Pero apenas podía escucharle. Me sujetó con más firmeza y sentí que el corazón estaba a punto de salirme del pecho. Sonó la música.
El señor Reed dio el primer paso al tiempo que me empujaba hacia atrás. Tuve que seguirlo.
—Atrás, a un lado, ya. Delante, a un lado, ya… —me susurraba al oído siguiendo el compás de tres por cuatro.
Procuré seguir sus indicaciones. Sorprendentemente, solo tardé unos compases en aprender el truco. No eran movimientos complicados; nada de interminables sucesiones de pasos que recordar, como sucedía en las contradanzas. Con apenas unos cuantos pasos, salía un baile entero.
Ese era el nuevo tipo de baile. Enseguida comprendí por qué unos años antes había provocado un escándalo en la alta sociedad, pese a que el pueblo llano parecía tener menos problemas con él. Eran los movimientos de dos personas que se fundían en una sola. Al pensarlo, sentí una gran inseguridad.
El señor Reed me guio con una severidad que no me dejaba alejar del paso. No me di cuenta, hasta que empezó a dolerme, de que me estaba mordiendo el labio inferior de los nervios.
—Ahora giraremos —me avisó el señor Reed, y sus pasos nos llevaron ya al giro.
Mi vestido ondeó, los pies apenas rozaron el suelo; de pronto, noté la cabeza muy liviana.
—Lo hace muy bien —me alabó.
Noté el deje burlón en su voz grave. Quise contestarle con un sarcasmo, ocultar la vergüenza tras una máscara de palabras bien escogidas, pero no lo logré. No podía hacer otra cosa que seguir sus pasos. Cuando, de pronto, terminó la música, la gente se puso a aplaudir y el señor Reed me soltó. Estalló una burbuja y regresé a la realidad del salón.
Me tambaleé a un lado, pues aún no había recuperado el equilibrio. Por suerte, el señor Reed reaccionó enseguida: me sujetó para que me mantuviera erguida y me dedicó una sonrisa cómplice.
Me sorprendió darme cuenta de que estaba disfrutando.