25

Vigésimo quinto, o cuando perdí el apetito

Terminé de beber, le di un abrazo a tía Lillian y le dije al señor Dolls que pidiera el coche para regresar al edificio de personal con los pies secos.

No había parado de llover. Incluso ahora lo hacía de un modo más intenso; fuera estaba tan oscuro que parecía que ya había anochecido.

De regreso en mi pequeño cuarto frío, ordené unas cuantas cosas, encendí el fuego y bajé a cenar al comedor. Tenía un hambre de lobo y devoré tal cantidad de tortitas que la señora Christy no daba abasto para hacerlas en la sartén grande.

Ella se limitó a reír y a servirme una compota casera de manzana. A continuación, subí a rastras a mi cuarto, ahora ya calentito, con esa agradable sensación de tener el estómago lleno.

Estaba tan agotada que apenas hubiera podido leer una línea, así que me acosté y me quedé dormida en el acto.

Por suerte, dormí tranquila y sin soñar, pese a que al otro lado de la ventana se desató una tormenta. Dormí tan profundamente que cuando oí que llamaban a golpes a la puerta me desperté con un susto.

Soñolienta, apenas entendía de dónde procedía ni qué significaba ese ruido. Entonces oí a la señora Christy.

—Señorita Crumb, ¿está usted bien? —preguntó con voz maternal a través de la puerta.

Me senté en la cama con dificultad. Me froté los ojos, procuré mantener el equilibrio, pensar con claridad y me tambaleé descalza sobre el frío suelo.

Giré la llave como en estado de trance y abrí la puerta.

—Sí, claro. ¿Qué le hace pensar lo contrario? —pregunté a media voz, y miré medio dormida su rostro redondo.

—Bueno, señorita. No ha bajado a desayunar y he pensado… —empezó, titubeante.

Me observó con disimulo, pues estaba en camisón frente a ella.

Un momento, ¿había dicho desayuno?

La cabeza me daba vueltas. Eché un vistazo a las manecillas del despertador. ¡No había sonado!

Ya eran las siete y cuarto y sentí que me daba un vuelco el corazón. Al instante, la cabeza despertó del todo.

—Oh, no, ¡me he quedado dormida! —exclamé, disgustada. Me toqué con los dedos el cabello revuelto de dormir. ¡Nunca me había pasado algo así! Seguramente, me olvidé de poner el despertador—. Discúlpeme —me disculpé.

La señora Christy se limitó a asentir con una sonrisa en los labios antes de cerrar de nuevo la puerta y dejarme sola con mi pánico.

Corrí a lavarme y vestirme, me pillé los dedos dos veces en los ganchitos del corsé y necesité varios intentos hasta que conseguí abrocharme bien la blusa.

Estaba aturdida. Me pasé el peine por el pelo, lo recogí lo justo y me enfundé enseguida el abrigo.

Por desgracia, ya no quedaba tiempo para el desayuno. Bajé corriendo la escalera con la esperanza de que la copiosa cena de la víspera evitara que me incomodara el estómago. A fin de cuentas, solo tenía que aguantar hasta el mediodía. Sin embargo, cuando me encontré a la señora Christy en la puerta y me puso en la mano un paquete envuelto en una tela, me habría tirado a su cuello…, de no haber tenido tanta prisa.

—¡Es usted un ángel! —exclamé.

Ella se despidió entre risas con un gesto.

Recorrí el camino hasta la biblioteca a toda prisa, bajo la fina llovizna que sucedió a la tormenta. Llegué sin aliento, acalorada y con el cabello empapado. Alcancé la puerta del vestíbulo seis minutos tarde, exactamente.

Mientras corría, me desabroché el abrigo, atravesé velozmente la sala de lectura y subí la escalera hasta la galería circular. De pronto, me enredé con las mangas. Me costó salir sin arrancarme un botón y estuve a punto de chocar con el hombre que salió de la puerta justo a mi lado.

Vi al señor Reed, con su traje marrón, las gafas en la nariz y su mirada sombría clavada en mí. Mi corazón, que ya latía con fuerza por las correrías, empezó a dar brincos al verlo, se aceleró aún más y me dejó sin respiración, ya de por sí entrecortada.

—Llega tarde —masculló, malhumorado.

Se empujó las gafas desde la punta de la nariz y se dio la vuelta, sin más.

Me encontraba fatal. Tenía problemas de circulación. Me apoyé con una mano en el marco de la puerta del despacho del señor Reed, por la que había desaparecido sin dignarse a mirarme de nuevo.

—Disculpe —dije con un hilo de voz. Respiré hondo, temblorosa, para llenar los pulmones ardientes de aire—. Yo… —empecé a explicarle lo que había pasado, pero me interrumpió con brusquedad.

—No me interesa. ¡Usted haga su trabajo! —me reprendió, al tiempo que cogía unos documentos de su escritorio.

Noté una punzada en el pecho; lo atribuí a mi mal estado físico, pero, en realidad, respondía a cómo me había respondido el señor Reed.

—Sí, señor —dije, turbada, casi me atraganté con mis propias palabras.

Hui a la pequeña sala de espera de al lado. Me senté, colgué el abrigo en el respaldo de la silla y volví a respirar hasta que dejaron de dolerme los pulmones y solo quedó un leve dolor de cabeza.

En vano, intenté comprender la conducta del señor Reed. ¿No habíamos estado dos días antes en una fiesta y habíamos bailado juntos? ¿No se había mostrado amable, perspicaz, incluso divertido?

Hice un gesto de desesperación con la cabeza. ¿Qué esperaba? ¿Que siguiera siendo así? ¿Que a partir de ahora me recibiera con una sonrisa y además me hiciera la corte? Claro que no.

Era mi jefe y yo era su asistenta. No había más. A decir verdad, se había comportado como siempre: sin educación y bruscamente. Era mejor así. Había notado que empezaba a sentirme entusiasmada, pero era absurdo e inoportuno.

¿El señor Reed y yo? Nunca jamás.

Necesitaba ese chasco para volver a centrarme. Todo iba bien. Yo estaba bien. El peso en mi alma era un error.

Me ocupé de los periódicos, tras pagar a Phillip Tams, que estaba acatarrado. Luego fui hasta el archivo, que me daba tanto miedo como el primer día.

Me senté en la sala, clasifiqué los libros que habían llegado el domingo y creé anexos en las entradas que ya existían. Me escudé en los documentos para no volver a cruzarme tan pronto con el señor Reed. Ni siquiera sabía por qué me sentía tan miserable al pensar en él.

Saqué las plaquitas metálicas pertenecientes a los libros de una cajita donde las tenía guardadas y me acerqué a la remachadora. Tras fijarlas en los libros, sujeté la palanca con un bufido. Tendría que hacer bastante fuerza.

Me concentré, me apoyé contra la palanca, usé el peso del cuerpo para bajarla y suspiré aliviada cuando el aparato se desplazó con un crujido.

Era mi primera tarea y ya me dolían los brazos.

Aunque intenté evitarlo, recordé cómo el señor Reed había entrado en la sala aquella vez. Solo necesitó un brazo para mover la palanca. ¿Cómo podía ser? ¿De dónde sacaba tanta fuerza un hombre que se pasaba la vida sentado en un escritorio consultando libros? Cuando me sacó de la máquina, tampoco pareció que le costara levantarme, y yo no era precisamente ligera. Para ser mujer, era bastante alta. Con eso ya habría bastado, pero mi buen apetito hacía lo demás.

Me llevé la mano a la barriga, ensimismada. Noté el vacío en el estómago bajo el corsé. Se me había olvidado tomar el desayuno que me había dado la señora Christy.

Sorprendentemente, en ese momento no me apetecía comer. Por algún motivo, aún me sentía confusa como el día anterior, pese a haber obtenido la mejor excusa para mandar al cuerno mis distorsionados sentimientos. Y ahí estaba yo, sintiéndome fatal.

Me ponía furiosa. La vida podía ser muy fácil, pero mi mente se negaba a aceptarlo.

Levanté de nuevo la palanca, saqué el libro y cogí el siguiente. Por lo menos, eso ayudaba a aplacar mi ira.

Cuando iba por el noveno, el sonido del Big Ben me recordó que ya eran las once y que Oscar y Cody pronto necesitarían mi ayuda en el mostrador del vestíbulo. Había contenido la rabia y me dolían los brazos.

Con todo, seguía sin tener apetito.

Me limpié las manos polvorientas con un trapo y me arreglé el cabello, al que tan poco tiempo había dedicado esa mañana. Aunque sin espejo, conseguí peinarme la melena rubia en una trenza y recogerla en la nuca en forma de moño. No era muy laborioso ni especialmente elegante, pero bastaba para estar presentable.

Me dirigí al vestíbulo a paso ligero, siempre con el leve miedo de toparme de forma imprevista con el señor Reed y llevarme una dura reprimenda. Era un temor absurdo, pero no podía evitarlo.

Delante del mostrador se amontonaban los libros devueltos. Empecé a repartirlos por distintos carros después de saludar a toda prisa a Cody y a Oscar. Estaban bastante ocupados atendiendo a los muchos estudiantes que abarrotaban la biblioteca y que hacían un ruido poco habitual en aquel lugar.

—¿Qué está pasando? —pregunté cuando Oscar se acercó lo suficiente a mí.

—Termina el primer plazo de entrega de trabajos. Hay una semana que es un infierno —me informó con rapidez; luego sacó del cajón la tarjeta que buscaba.

Asentí y dejé que siguiera.

Ya no llamaba la atención de nadie. La mayoría de los estudiantes me habían visto en la biblioteca durante las últimas dos semanas; se habían acostumbrado a mi presencia. Eso me tranquilizaba.

Cuando terminé de clasificar y empujé el primer carro hacia la sección de derecho, noté una mirada clavada en mí. Descarté esa sensación y dejé el carro bajo la escalera, para que no obstaculizara el paso. Bajo la sombra de la galería circular, intenté ver el título del libro que estaba sacando del carro, para poder devolverlo a su sitio.

Alguien se aclaró la garganta a mi lado. Giré la cabeza, molesta. Cuando me topé con el señor Boyle, casi se me para el corazón.

Estaba justo a mi lado. Nervioso, sostenía su sombrero entre los dedos. Me miraba fijamente, con ternura.

—Buenos días, señorita Crumb —me saludó, muy cortésmente.

Yo solo pude pensar en huir. Quería irme, no tener esa conversación, pero no sabía cómo.

—Señor Boyle —logré decir, y me aferré al libro que acababa de coger.

No podía decir nada, notaba una presión en la garganta y me costaba tragar.

—He venido a disculparme —dijo.

Parpadeé confundida. Me parecía raro que quisiera disculparse cuando era yo quien le había tratado con tan poco tacto. ¿Qué me había perdido?

Tragó saliva, nervioso, se mordió el labio inferior y bajó la mirada, turbado.

—Yo… he entendido que el sábado actué con demasiado ímpetu. La asusté y es comprensible que, como chica decente que es, emprendiera la huida —acabó diciendo con dificultad.

Seguía sin saber qué decirle, pero él aún no había terminado.

—Por eso he venido, para presentarle mis disculpas. En persona. Yo… quería invitarla a comer. Si usted me perdona —acabó, bajando la voz, y me tendió la mano a modo de invitación.

Se me encogió el estómago. Por desgracia, no había entendido que mi huida del sábado había sido un rechazo. Seguía convencido de que nos unía algo más, y me ponía en el aprieto de tener que decírselo ahora.

Habría preferido desmayarme para poder salir de allí, pero tampoco estaba tan mal, por lo que tuve que afrontar la situación.

Apreté con más fuerza el libro y pensé en mi madre. Qué fácil sería hacerla feliz, aceptar la mano del señor Boyle y que todo quedara olvidado.

Sin embargo, así no haría más que engañarme y abocarme a la infelicidad. Y al señor Boyle.

—No puedo —dije.

En sus ojos color miel se intensificó aún más el arrepentimiento.

—Lo siento, de verdad. Estaba eufórico. El baile…

—No, señor Boyle, le perdono. —Lo iba a liberar de su tormento interior solo para causarle otro mayor—. No puedo comer con usted porque no quiero seguir dándole la falsa impresión de que siento algo más que una buena amistad —dije.

Soné más firme de lo que me sentía. Era horrible decirle eso a la cara a otra persona.

Había leído sobre damas muy solicitadas que rechazaban a centenares de pretendientes. Se presentaba como una diversión, como si así fueran más conscientes de su belleza y gracia, como si se sintieran reforzadas. No era así. Me sentía fatal, como una víbora o una bruja maligna.

El señor Boyle se había quedado estupefacto; bajé la mirada a mis dedos, que seguían aferrados a las tapas de piel del libro.

—¿Me está rechazando? —dijo, sorprendido, en un tono más alto de lo habitual, demasiado para una biblioteca.

Por el rabillo del ojo, vi que se tambaleaba y que se apoyaba con la mano en la escalera que tenía al lado. Negó con la cabeza y soltó una risa amarga, como si no pudiera creer lo que acababa de decir.

De pronto, se hizo el silencio alrededor, mi estómago rugió y me sonrojé de vergüenza. No levanté la mirada, no quería ver cómo nos observaba todo el mundo.

—Yo… —dije, vacilante, pero el señor Boyle ni siquiera me oyó.

—¿No soy lo bastante bueno para usted? —soltó.

Advertí el dolor en su voz.

No era lo que quería. Nada de todo eso. Tampoco pretendía que se sintiera poca cosa. Porque no lo era. Era un hombre fantástico, encantador, educado, galante y atractivo.

Simplemente, no le amaba.

—No se trata de eso, en absoluto.

—Sí, Animant, se trata de eso.

Su voz resonó en la sala de lectura. El mundo alrededor contuvo la respiración. No me pareció correcto que se dirigiera a mí por el nombre de pila.

—Por favor, baje el tono —le rogué, deseando que me tragara la tierra.

Ahora todo el mundo sabía que había rechazado a un hombre. Una información que no pretendía compartir con todos los estudiantes de Londres.

—¡Hablo tan alto como considero adecuado, teniendo en cuenta que me acaba de arrancar el corazón del pecho!

No se me ocurría absolutamente nada que pudiera liberarme de esa situación, pero tal vez ese fuera mi castigo por haber cometido un delito contra un hombre enamorado.

Di un respingo cuando de repente alguien bajó corriendo la escalera. El señor Reed asomó por la esquina como una demoniaca criatura del infierno. Tenía el rostro contraído en una mueca de enfado. Aun así, se me aceleró el corazón, porque, una vez más, había venido a salvarme.

Probablemente, lo que pretendía más bien era recuperar la calma para su biblioteca, me dije. En cualquier caso, fuera para lo que fuera, ya me iba bien.

—Señor Boyle —dijo el bibliotecario cuando se acercó a nosotros.

Este torció el gesto en una mueca involuntaria.

—¡Usted otra vez!

El señor Reed ni siquiera pestañeó.

—Sí, resulta que soy yo. Y estoy aquí para pedirle que salga del edificio —respondió, más gruñón que nunca.

—La señorita Crumb y yo estamos manteniendo una conversación.

Me puse rígida: si proponía que lo acompañara fuera, no podría negarme. No sería capaz.

—Señor Boyle —contestó el señor Reed con un deje nervioso en la voz—, sinceramente, este no es el lugar adecuado, y la señorita Crumb tiene que trabajar. Si le impide seguir con su labor, me veré obligado a expulsarle.

El tono era cada vez más duro; la actitud, más amenazadora; a la mirada oscura se añadía que volvía a tener ojeras.

El señor Boyle soltó un bufido.

—Me voy —dijo.

Sentí ganas de soltar un gran suspiro de alivio.

—Pero solo para no importunar a la señorita Crumb. ¡No porque haga caso del hijo de un carnicero! —masculló, se volvió con brusquedad hacia mí, que me quedé de piedra.

Me miró, con la tristeza y la decepción reflejada en los ojos; por un momento, pensé que me dirigiría de nuevo la palabra. Sin embargo, no lo hizo. Inclinó un poco la cabeza a modo de despedida. Asentí un poco, automáticamente, y se fue a toda prisa.

Los estudiantes que estaban alrededor y nos miraban boquiabiertos volvieron a darse la vuelta, abochornados, procurando no mirar a nadie. Incluso hicieron espacio al señor Boyle para que pudiera irse lo más rápidamente posible.

Entonces me permití respirar. Ese terrible desencuentro había terminado. Al menos, por el momento.

El señor Reed se acercó a mí, estiró la mano y, con un gesto burdo, me quitó el libro que tenía contra el pecho.

Levanté la vista y me topé con su mirada hostil, clavada aún en la dirección por donde el señor Boyle había desaparecido. Al parecer, sus palabras le habían ofendido de verdad.

La gente que había en la biblioteca regresó a sus tareas, pero ni él ni yo nos movimos. Nadie dijo una palabra.

Repasé lo que había pasado: la decepción del señor Boyle, su enfado, mi incapacidad para solucionar la situación y la aparición del señor Reed, que me había librado de aquello. Aún tenía el corazón acelerado y me acerqué un poco al bibliotecario para estar un poco más cerca de él. Aquello también era absurdo.

—¿Es usted hijo de carnicero? —pregunté en voz baja.

La pregunta también me sorprendió a mí misma, en medio de todo aquel batiburrillo que había en mi cabeza. En realidad, no sabía casi nada de él. Pero, aun así, no esperaba que fuera de clase trabajadora. Por cómo miraba con desprecio a la gente, pensaba que era el hijo excéntrico de unos padres ricos.

Pero ¿un carnicero?

Me miró vacilante y cansado. No se movió de donde estaba, tan cerca de mí.

—Sí —contestó.

Quisiera o no, me había picado la curiosidad. Necesitaba que hablara conmigo, que me explicara todo aquello. En el baile se había abierto conmigo, pero hoy apenas había dicho esta boca es mía. Todo lo que salía de su boca era grosero.

—¿Y cómo llegó a ser bibliotecario? —pregunté, con la siguiente pregunta quemándome en la lengua. Tuve ganas de interrogarlo hasta que me contara algo—. ¿Siempre le interesaron los libros? ¿No quería seguir el oficio de su padre?

Pero su mirada no se volvió más amable. Más bien al contrario. Se me encogió el estómago.

—No pregunte tanto —respondió, y desvió la mirada hacia el título del libro que me había quitado—. No todo el mundo tiene el honor de proceder de una casa rica —añadió.

Entendí qué era lo que le había ofendido del señor Boyle.

Se colocó las gafas con torpeza, dio media vuelta y se acercó a la estantería que tenía al lado para dejar el libro en su sitio.

Cogí el siguiente libro, lo giré en las manos y se lo pasé. Sin hacer comentarios, lo colocó en la estantería.

Normalmente, no entraba dentro de sus funciones, pero no me sorprendió. Colocar libros en su sitio era tranquilizador. A mí también me pasaba, así que le di el siguiente.

Esta vez no lo solté cuando me lo quiso coger. Él me miró intrigado.

Respiré hondo, reuní todo mi valor y abrí la boca.

—No tengo tanto mundo como otros, señor Reed —le dije; nuestras puntas de los dedos se rozaron en el lomo del libro—. Pero, si algo sé, es que el honor y la riqueza no van unidos necesariamente.

El señor Reed no me contestó, pero yo tampoco le exigí una respuesta. Retiré la mano y le di el libro. Un cosquilleo me subió desde el dedo hasta el codo.

Le estuve dando libros en silencio. Él los fue colocando en su sitio en la estantería. Encontraba su lugar mucho más rápido que yo, como si se lo supiera de memoria. Pocas veces se volvía hacia mí y vi aún más claro que parecía exhausto, abatido.

Cuando se puso a toser desde lo más profundo de los pulmones y procuró disimularlo, estuve segura.

—Señor Reed, ¿está usted enfermo? —pregunté sin tapujos.

Él frunció el entrecejo.

—Un resfriado no mata a nadie —gruñó, mirándome por encima de los cristales de las gafas. Tenía los ojos vidriosos. Sin duda, estaba enfermo.

Eso explicaba su actitud aún más lacónica, su mal humor y las miradas furiosas. No era que de pronto me odiara; simplemente, no se encontraba bien.

Me dejé de emociones y pensé con lógica: alguien enfermo no debería trabajar, y mucho menos si al hacerlo trataba mal a sus empleados.

No le dije que mucha gente había muerto de un resfriado. Me acerqué con resolución a él y, sin previo aviso, le puse una mano en la frente. Estaba ardiendo. Además, noté que estaba temblando.

Él retrocedió, se quitó las gafas de la nariz con un bufido y se frotó los ojos cansados. Me preocupó.

—Tiene gripe. Debe guardar cama —insistí.

Él negó con la cabeza vehementemente.

—Señorita Crumb, aquí hay bastante que hacer. No puedo malgastar el tiempo en…

—Claro que puede. Lleva toda la mañana de un humor de perros y no creo que haya trabajado mucho en este estado —repliqué sin más, y me alegró notar que había recuperado la calma interior.

—Hay cartas que contestar —murmuró.

Hice un gesto escéptico. Hasta ahora, no había visto que considerara prioritario ocuparse del correo.

—Los señores que llevan semanas esperando una respuesta seguro que podrán aguardar unos días más —repuse.

—Yo… —Se agarró la cabeza y se tapó los ojos con la mano—. Maldita sea, no puede ser que ni siquiera pueda discutir con usted de algo tan banal —gruñó para sus adentros.

Al darme cuenta de que había vencido, reprimí una sonrisa. Me haría caso y se iría a casa. Por mi parte, podría hacer mi trabajo tranquilamente y sin tener que esconderme de su mal humor.

—Váyase a casa, señor Reed. Acuéstese y deje que la señora Christy le preparé una sopa —le dije.

No era una propuesta, sino una orden. Y él lo sabía. Al principio, me miró con una leve desconfianza. Sus ojos oscuros parecían perforarme. Se me aceleró el corazón. Luego cerró los ojos, casi rendido, y se cruzó de brazos.

—Está bien. —Arrugó la frente—. Usted me sustituye y se ocupa de todo. Y, por lo más sagrado, ha de prometerme que no va a tocar nada de mi despacho.

Le sonreí.

—Por supuesto, señor Reed.

Él negó con la cabeza, me lanzó otra mirada colérica y se dio la vuelta.

—Tiene que quedarse hasta las seis —dijo cuando ya estaba subiendo la escalera.

Me sorprendió que me lo dijera de forma tan explícita a pesar de que ya me lo imaginaba.

—Lo haré, señor Reed —dije, con lo que me gané las miradas airadas de unos cuantos estudiantes que alzaron la vista de sus libros en la sala de lectura.