27

Vigésimo séptimo, o cuando bebimos té

El señor Reed se tomó aproximadamente la mitad de la sopa e incluso le dio dos mordiscos a un bocadillo antes de sumirse poco a poco en el sueño.

Yo le dejé hacer, casi me sentí aliviada de no tener que seguir fingiendo severidad y le volví a poner el trapo frío en la frente. Me levanté sin hacer ruido, le busqué un libro, se lo dejé junto a la cama y apagué las lámparas. Para conservar el calor un rato más, aticé el fuego de la estufa. Finalmente, salí del piso por la puerta prohibida.

La cerré despacio, giré la llave en la cerradura y la dejé ahí.

Respiré varias veces y me pregunté por enésima vez cómo podía haber pasado. El corazón me latía demasiado deprisa, tenía las rodillas flojas y apoyé la cabeza contra la madera de la puerta.

Precisamente, el señor Reed. Qué absurdo.

Era gruñón, maleducado y tendía a hacer comentarios maliciosos y a alegrarse por el mal ajeno, además de ser un bicho raro. Era desordenado, caótico, justo lo contrario de lo que había imaginado.

Sin embargo, ya no podía seguir engañándome. Noté esas mariposas en el estómago y no me podía quitar su mirada de la cabeza. Sus ojos divertidos, su sonrisa oculta, la manera de observarme por encima de la montura de las gafas.

Cómo corrió en mi ayuda para salvarme de la máquina, cómo miró avergonzado al suelo cuando le di las gracias. Cómo me salvó de aquella desagradable situación con el señor Boyle.

No obstante, lo que más me gustaba era la imagen de él empapado entre los libros destrozados, con el cabello goteando, aturdido, pero con esa sonrisa en los labios porque había dejado de llover dentro de la biblioteca.

Me retiré de la puerta, tragué saliva, di media vuelta y me desplomé en mi cama.

¡Era un desastre! No debería haber pasado.

Había empezado a creer que de verdad tenía el corazón de piedra y que nunca podría enamorarme. ¡Y ahora esto!

Mi madre no podía enterarse. ¡Jamás!

El martes fue aún más estresante que el día anterior, cosa que agradecí, pues esperaba poder concentrarme en el trabajo. Sin embargo, fracasé estrepitosamente. Mis pensamientos no paraban de vagar. Inquieta, casi aturdida, no había desayunado ni comido bien.

No paraba de pensar en cómo estaría el señor Reed, qué estaría haciendo, si oía a la señora Christy cuando llamaba a su puerta. ¿Había comido algo, aún tendría fiebre, pensaba en mí?

Era absurdo, lo sabía. Sin embargo, no podía evitarlo.

Me quedé casi dos horas más para terminar algunas cosas. Cuando el señor Reed volviera a tenerse en pie al día siguiente, no quería que me tomara por una incompetente.

Suspiré para mis adentros, cerré la puerta de la biblioteca y volví a casa tan deprisa como pude, bajo la llovizna.

La niebla pendía sobre Londres, la cubría con un manto frío y húmedo. No sé por qué, en ese momento, me acordé del joven Timothy y de su abuela.

¿Habría sobrevivido? ¿Cómo le iría al chico?

Solo lo había visto esa tarde, había formado parte de su vida durante unas horas y luego había desaparecido. Me impresionó y me habría gustado saber si mi buena acción había servido de ayuda.

Me senté en el comedor del edificio del personal y dejé que la señora Christy me sirviera un té. Me miró con cierta lástima, me añadió unos bocadillos y un pudín dulce y me obligué a comer para no tener un motivo más de preocupación.

Le di vueltas al pudín, desganada, y ella volvió de la cocina para llevarse la taza vacía en un gesto rutinario.

—¿Señora Christy? —dije, antes de que desapareciera de nuevo. Ella me sonrió—. ¿Puede informarme del estado del señor Reed? ¿La ha dejado pasar hoy? —pregunté, intentando sin éxito que no se notara lo interesada que estaba en averiguarlo.

—Sí, señorita. Pero no ha comido mucho —me informó con amabilidad.

Por suerte, aquello no llamó su atención. Probablemente, me tomaría solo por una empleada educada, y no por una chica que se había enamorado de su jefe.

—Estaba muy pálido, pero lo bastante bien como para quejarse de la infusión —se enfadó ella. Aparecieron unas arrugas profundas en su rostro redondo.

Me reí por lo bajo, me metí dos cucharadas más de pudín en la boca y luego me disculpé. Sin embargo, esta vez fue la señora Christy quien me retuvo.

—Señorita Crumb —dijo, y me miró abochornada—. ¿Sería tan amable de subirle la bandeja al señor Reed? —preguntó, cohibida.

Asentí.

A decir verdad, incluso me alegré de que me lo pidiera. Así me daba una razón legítima para llamar a la puerta del señor Reed.

Recogí la bandeja y luego inicié el ascenso de la escalera, que ese día me pareció mucho menos empinada que de costumbre. Me quité el abrigo a toda prisa, revisé el peinado y la ropa en el espejo, y luego volví a salir al pasillo para llamar a la puerta del señor Reed.

Estaba nerviosa, esperaba que me abriera, pero, al mismo, tiempo me daba miedo. Luego estaba la incógnita de si me invitaría a entrar. Al fin y al cabo, estaba enfermo y necesitaba tranquilidad. Por otra parte, llevaba todo el día solo y probablemente tenía ganas de conversar, un poco de compañía, alguien que le obligara a comerse la sopa. Sin embargo, quizá no quería y solo estaba haciendo el ridículo llamando a la puerta del señor Reed como una boba inocente con el cabello acicalado.

Podría haber estado sopesándolo eternamente, pero paré cuando se abrió la puerta y el corazón se me encogió del susto.

—Señorita Crumb —dijo el señor Reed, con el pelo desgreñado, los ojos somnolientos y la voz ronca de toser.

Lo veía a diario, pero hasta ese momento es como si no me hubiera dado cuenta de su atractivo. O hasta ahora no lo había visto. Ni lo había sentido. Ahora, en cambio, ahí estaba, con un revoloteo tal en el estómago que se me extraviaban las palabras.

—¿Va todo bien? —me preguntó el señor Reed.

Tuve que concentrarme mucho para no sonrojarme. Sería el colmo de una escena tan lamentable.

Me recompuse, procuré recordar a la desesperada por qué estaba ahí y me salvó el olor a caldo de gallina.

—Le traigo algo de comer de parte de la señora Christy —dije, evitando mirarle a la cara.

Debía comportarme con absoluta normalidad, obviar mis ideas inútiles o pronto notaría que algo me pasaba. Lo último que quería era hacer el ridículo delante del señor Reed. Qué pensaría si supiera que se me aceleraba el corazón cuando pensaba en él. Se reiría de mí o se pondría furioso. O peor: me despediría y no querría volver a verme jamás. Así pues, respiré hondo, me volví hacia la bandeja y la levanté.

Él asintió, ausente, la cogió y se quedó quieto en la puerta.

—¿Y ahora? —preguntó.

Me miró, un tanto confuso, tal vez porque yo seguía ahí. Pero quizás es que no lograba disimular mi mirada esperanzada.

—Ahora podría invitarme a pasar —dije con osadía, procurando sonar como siempre, aunque no estaba segura de si aquello lo hubiera dicho en otras circunstancias.

El señor Reed hizo una mueca burlona.

—¡Para que me obligue a comérmelo todo! Sería como pegarse un tiro en el pie —dijo.

Aunque bromeaba, me sentó como una puñalada.

—Como quiera —contesté con frialdad, y me crucé de brazos—. Entonces tendrá que renunciar a mi compañía —dije, y me alejé un poco hacia mi habitación.

No podía disimular mi decepción. Por supuesto, era poco probable pasar la tarde con el señor Reed, pero la esperanza es lo último que se pierde.

—¿Señorita Crumb?

Me volví hacia él. La sorna había desaparecido de sus ojos.

—He tenido un día muy aburrido —confesó entre dientes.

No pude reprimir una sonrisa. Realmente, ese hombre no era fácil.

—Tal vez debería informarle sobre lo sucedido hoy en la biblioteca —le dije.

Él asintió y me aceleró el pulso.

—Eso sería muy sensato. A fin de cuentas, soy el bibliotecario —repuso el señor Reed, dio un paso a un lado y me dejó sitio en el estrecho pasillo.

Por un momento, tuve frío y calor a la vez. No dudé, atravesé la puerta y pasé junto al hombre que desataba en mí unas sensaciones tan nuevas que no era capaz de controlar.

Las lámparas ardían en el salón, pero la chimenea ya se había apagado y hacía un frío desagradable en la vivienda.

—¿Por qué no enciende el fuego? ¡Se va a morir de frío! —exclamé, indignada, y fui directa a la estufa.

Realmente, era una irresponsabilidad estar en una habitación fría en semejante estado. Miré al señor Reed por encima del hombro preocupada y furiosa al mismo tiempo. Estaba dejando la bandeja en la mesa, entre el sofá y la butaca.

Se dejó caer visiblemente agotado en la butaca y cerró los ojos. El señor Reed no parecía muy sano. Aunque estaba mejor que el día anterior, aún no se había recuperado del todo.

—Lo he intentado, señorita Crumb, pero no he estado en condiciones de hacerlo —me contestó, débil.

Me arrepentí de haberlo reprendido. No contesté nada, abrí la estufa y empujé las cenizas por la ranura al recipiente de debajo. No tardé mucho en cortar madera de diferentes grosores y encender el fuego, luego cerré la tapa de la estufa.

—Se le da muy bien —murmuró el señor Reed, con la mirada clavada en mí, pero con la cabeza en otra parte.

Me limpié las manos con un trapo que colgaba de la cesta de la madera, me levanté y me puse bien la falda.

—Y usted debería volver a la cama —dije.

Él negó con un gesto débil.

—Entonces usted se queda sentada al lado y yo me siento como un viejo —dijo, y se frotó las manos frías. La bata parecía de lana, pero no lo protegía bien del frío de la estancia—. Es mejor para los dos estar en el salón. Por mi orgullo y por su reputación.

Sabía a qué se refería y acepté.

No quedaría en muy buen lugar si se supiera que había entrado en el dormitorio de un hombre. Por supuesto, lo había hecho para cuidar de un enfermo, pero a nadie le importarían los motivos una vez corriera la información.

Conocía a las cotillas de la nobleza rural, las damas aburridas, las jóvenes traviesas. Y los hombres tampoco estaban libres del chismorreo. Explicaban lo mismo tantas veces que al final ya no tenía nada que ver con la realidad. Lo único que quedaría sería que había estado con el señor Reed en su dormitorio.

No me consideraba ni lo bastante importante ni conocida para ser objeto de habladurías, pero solo faltaría que aquello llegara a oídos de mi tío. Entonces, todo habría terminado. A mi madre se le partiría el corazón definitivamente. Por su parte, si perdiera el honor, mi padre se moriría del susto.

Me senté en el sofá, a cierta distancia del señor Reed, cogí la tetera de la bandeja y le serví una taza. Esta vez también había dos.

Él tomó la taza, olió la infusión de hierbas y arrugó la nariz, con gesto juvenil. Al hacerlo se le formó un hoyuelo en la mejilla izquierda.

—Acábeselo —le ordené.

Una vez más, disimulé los nervios hablándole con severidad, tal y como había hecho la tarde anterior. Era una forma de sentirme menos insegura. El señor Reed se llevó la taza a los labios y la vació de un trago, como si bebiera cerveza en jarra.

Seguro que había bebido cerveza alguna vez. De momento, yo había tenido poco contacto con esa bebida, que se consideraba propia de la clase trabajadora. No era adecuada para alguien de mi posición social.

Me vino a la cabeza de nuevo que el padre del señor Reed era carnicero. Intenté imaginar cómo debía de ser su día a día por aquel entonces. Pensar en él como un niño mugriento que arrastraba cerdos por el patio y desayunaba pan con salchicha y cerveza. Lo veía en mi mente, pero la imagen no coincidía con el hombre que tenía sentado delante. Los rasgos angulosos de su rostro, demasiado afilados para considerarse bellos a ojos del mundo. Tenía los ojos hundidos y oscuros, ávidos de conocimiento, y los dedos largos, perfectos para pasar hojas. No obstante, bien mirado, las palmas de la mano eran grandes como las de un obrero. También sabía que era más fuerte de lo que parecía.

A decir verdad, apenas conocía a ese hombre.

Dejó la taza en la bandeja y se la volví a llenar, para su disgusto.

—¿Me hace un favor? —preguntó el señor Reed, rompiendo el silencio.

Miró con desagrado la taza que le había vuelto a dar. Me pareció que era una buena ocasión para saciar mi curiosidad.

—Depende —contesté.

Me sorprendió mantener la calma por fuera, a pesar de sentirme tan confusa por dentro.

—Por favor, hágame un té de verdad. No me gusta beber esto.

Más que pedírmelo casi me lo suplicó, con esa mirada de ojos oscuros fija en mí. ¿Qué debía de ver cuando me observaba?

Dejé la taza. Mantuve una expresión neutra, aproveché para no mirar al señor Reed e intenté centrarme en lo más práctico. Tenía té en mi habitación, y seguro que el señor Reed también tendría en el piso. Pero no iba a ponérselo tan fácil.

—¿Cuánto tiempo hace que es bibliotecario, señor Reed? —pregunté.

Se le formó una arruga entre las cejas.

—¿Qué tiene eso que ver con el té? —replicó.

Intenté mantener la compostura cuando me volví para mirarle a la cara.

—Nada —admití, e hice un gesto despreocupado—. Pero puede contestar a mis preguntas y conseguir un té a cambio. O lo deja y le obligo a tomarse eso.

Volví a coger la taza que acababa de dejar en la bandeja y se la puse en las narices en un gesto desafiante. Se me quedó mirando un momento, desconcertado, y luego respiró profundamente.

—Y luego dice que yo soy malo —dijo con esa expresión enfurruñada que tantas veces había visto. Se hundió un poco en su butaca—. Estoy enfermo, sea indulgente conmigo —refunfuñó como un niño pequeño.

Estuve a punto de soltar una carcajada.

—Yo jamás he dicho eso —repuse.

El señor Reed hizo un gesto de sorpresa.

—Claro que sí. Lo recuerdo perfectamente —afirmó, se mantuvo a la defensiva un momento y luego suspiró—. Tres años.

—¿Perdón? —pregunté.

—Hace tres años que soy bibliotecario —repitió.

—Por supuesto, podría haberlo sabido.

—¿Cómo? —preguntó con asombro.

Me levanté del sofá y él me siguió con la mirada.

—El rastro de la devastación lo delata —afirmé con una sonrisa.

Los documentos de la biblioteca se habían llevado de forma impecable hasta hacía tres años; luego se habían actualizado durante medio año de forma chapucera; al final, quedaron muy incompletos.

Salí para ir a buscar mi tetera y llenarla de agua en el baño. La puerta solo estaba entornada para que el señor Reed no tuviera que moverse más de lo que fuera conveniente.

En mi habitación, cogí el té y una tetera. Cuando la dejé sobre la placa de la estufa, ya tenía la segunda pregunta en los labios y la ilusión en el estómago.

—¿Qué hacía antes de ser bibliotecario? —pregunté, mirándolo fijamente: no se había movido de la butaca.

—¿En serio pretende interrogarme?

Me encogí de hombros. Solo estaba intentando aprovechar la oportunidad que se me había presentado.

—Solo un poco —dije con cara inocente.

El señor Reed apoyó la barbilla en la mano para ocultar su sonrisa, pero sus ojos lo delataron.

Abrí el paquete de Earl Grey que había llevado y olí el aroma a bergamota. Una sensación de calma se apoderó de mí. Tal vez fuera por el familiar olor del té o por el calor de la estufa. Quizá por el propio señor Reed. No sabía por qué.

—Yo ocupaba su puesto. También durante tres años —dijo el señor Reed.

Tardé un momento en comprender que había contestado a mi pregunta.

—¿Era asistente de bibliotecario? —exclamé, sorprendida.

Él asintió. Llené de té la pequeña tetera al tiempo que hacía mis cálculos mentales. Junto con los estudios, eso exigía diez años.

Lo observé y me pregunté cuántos años tendría. Cogí la tetera de la estufa cuando empezó a emitir un leve silbido.

El señor Reed se inclinó despacio hacia delante y abrió un libro que tenía delante en la mesa. Sus movimientos mostraban cansancio, la postura vencida. Aunque se esforzaba por aparentar normalidad, resultaba evidente que estaba enfermo.

Serví el té y volví con la tetera al sofá, donde tomé asiento de nuevo.

—¿Cuántos años tiene, señor Reed?

Tal vez nunca volvería a hacer esa pregunta con tanta ligereza. Para no tener que mirarle de nuevo a los ojos, serví un poco de té en la segunda taza de la bandeja. Me temblaban un poco las manos.

—Tengo veintisiete años. ¿Y usted?

Cerró el libro, lo dejó sobre su pierna y aceptó la taza. O sea, que había empezado a estudiar con diecisiete años. Eso sí que era llamativo.

—Tengo diecinueve años —respondí.

Por primera vez en mi vida, me sentí incómoda con mi edad. Por una parte, porque ya tenía unos años y no había vivido tantas cosas como él (a mi edad, él ya habría cursado la mitad de sus estudios). Por otra, porque aún era joven y podía no considerarme una interlocutora válida.

Nos llevábamos ocho años, que era muy poco, incluso lo ideal para mantener una relación. Sin embargo, en ese momento daba la sensación de que nos separaba todo un mundo.

El señor Reed volvió a levantar una ceja, intrigado, provocador, pero no dijo nada, por más que yo deseaba que dijera algo, para no quedarme con la intriga. Se llevó la taza a los labios, cerró los ojos y disfrutó del primer sorbo. Como si no hubiera deseado otra cosa en todo el día.

Lo miré de refilón hasta fijarme en el libro que seguía en la pierna del señor Reed. Era un breve volumen de poemas de un autor que desconocía.

—¿Lee poesía? —pregunté, pues no soportaba no decir nada.

Sabía que ambos apreciábamos a las personas que sabían guardar silencio, pero ahora mismo no estaba segura de contar con el aplomo necesario.

—¿Usted no? —contestó el señor Reed, que dejó una taza de té a un lado para volver a coger el libro.

—No mucho. Prefiero el ensayo —confesé, confiando en que eso le agradara.

Quería gustarle. En mi vida me había sucedido algo así. ¿Qué pensaba? ¿Qué quería? ¿Yo era eficiente o lo hacía todo mal? Tal vez le gustara mi diligencia, o quizás eso me descartaba como candidata a su corazón, por su sobriedad necesitaba más bien el complemento de un alma soñadora.

O tal vez lo había estropeado todo desde el principio por haberme atrevido a hacerle frente, por entrometerme en la esfera privada de su despacho y su correspondencia, por haber ido de sabihonda y haberle retado.

¿Quién podía adivinar lo que pensaba un hombre como Thomas Reed?

—Me gusta —dijo en tono amable.

Aquello estaba pasando de ser un interrogatorio a una conversación.

—¿Por qué? —pregunté, sin saber qué hacer con los dedos.

Frunció el entrecejo y miró pensativo a su alrededor.

—La lírica tiene algo —empezó con vaguedad. Suspiró suavemente—. O tal vez sea solo porque soy incapaz de crearla yo —comentó sin más.

Volvió a dejar el libro en la mesa. Volvió a quedarse en silencio, cogió la taza de la bandeja y bebió mientras yo notaba cómo pasaban los segundos. Parpadeó y se irguió bruscamente en su butaca.

—Madre mía, qué maleducado soy —murmuró, levantándose.

—¿Adónde va? —exclamé, alarmada.

También me levanté. ¿Qué se le había ocurrido ahora?

—Quería ir a buscarle una taza —explicó el señor Reed con voz cansada.

Noté que me subía un calor por el estómago. Era el gesto más educado que había mostrado hacia mí.

—Siéntese. —Estiré los brazos y con ese gesto le obligué a desplomarse de nuevo sobre la butaca—. Yo iré a buscarme una taza. Ya volverá a intentar ser educado cuando se recupere —bromeé.

No pude reprimir la sonrisa que acompañó a aquel cosquilleo en el estómago. Era casi grotesco pensar en la poca amabilidad que le hacía falta mostrar a ese hombre para que no dejara de pensar en él.

—¡Puedo ser muy educado cuando quiero! —se defendió el señor Reed, al que no se le había escapado la indirecta.

Frunció los labios, enfurruñado como de costumbre.

—Entonces será que la mayoría de las veces no lo quiere lo suficiente —dije, en una respuesta muy mía y algo incontrolada.

Me volví rápido hacia la vitrina de cristal en la que me había parecido ver tazas, me acerqué a ella y la abrí.

—Probablemente —admitió el señor Reed, que se bebió el té y sonrió con disimulo.