32
Trigésimo segundo, o cuando fui víctima de una broma
Calculo que llevábamos un cuarto de hora de trayecto cuando bajamos del tranvía de vapor. Las piernas me fallaban de tanta vibración, y tenía el estómago revuelto.
Pese a todo, había sido una buena experiencia que volvería a repetir, con esa máquina que daba vueltas y que te llevaba de un lado a otro.
Mi madre se habría puesto furiosa.
No caminamos mucho más. Cruzamos una placita en la que nos encontramos con otro grupo de hombres con ropa de trabajo, pasamos junto a una bomba de agua y luego giramos por un callejón.
Si me hubieran abandonado ahí y tuviera que encontrar sola el camino a casa, habría acabado perdida sin remedio. Ni siquiera sabía en qué barrio nos encontrábamos.
Llegamos a una tasca muy pequeña. Una luz cálida atravesaba las ventanas lechosas hasta la calle, que en comparación con las demás por las que habíamos pasado estaba casi limpia. En unas grandes letras, en un cartel de madera sobre la entrada, se podía leer: Fingerhut. Jonathan abrió la pesada puerta de entrada.
Me sonrió y me dejó pasar, como haría un caballero. El gesto me hizo gracia porque no encajaba con su rudo aspecto. La barba desaliñada, el sombrero deformado y la complexión ancha, visible pese a la chaqueta gruesa, hacían que el gesto fuera un poco más gracioso.
Bajé los dos peldaños que conducían al salón. La madera crujió bajo mis pies y muchas cabezas se volvieron hacia mí. Sobre todo había hombres sentados a las mesas, toscos y trabajadores.
Tuve la sensación de estar fuera de lugar. Aquel no era mi mundo, ni salir de noche era mi estilo. ¿Cómo se comportaba una con seguridad en una tasca? ¿O no estaba bien mostrar seguridad?
Jonathan me quitó el abrigo y nos sentamos alrededor de una mesa libre que había en la parte del fondo.
Vacilante, me metí con la falda ancha en el tosco banco de madera, lo que me resultó bastante difícil. No me sorprendió que Tobias y Jonathan se sentaran a mi lado.
El señor Reed acercó un taburete. Se sentó frente a mí, en diagonal. Con el ceño fruncido, me pregunté por qué yo no había hecho lo mismo, en vez de meterme en un banco tan estrecho en el que los dos hombres que tenía al lado no mantenían la distancia conveniente. Sin embargo, ya era demasiado tarde. No iba a quejarme, para que luego él pudiera decirme que no hacía falta que los acompañara.
Dejé que los chicos pidieran mientras Tobias me prometía que estaba a punto de probar la mejor cerveza de Inglaterra. Cuando comenté que no tenía con qué comparar porque nunca había bebido cerveza, puso cara de asombro y afirmó que entonces nunca había vivido de verdad.
El ambiente era relajado, lo que me ayudó a calmar un poco los nervios. El señor Reed no dijo mucho, se mantuvo fuera de la mayoría de las conversaciones, aunque sus hermanos intentaran incluirlo una y otra vez. Era justo el tipo cerrado y gruñón que trabajaba cada día en la biblioteca; por alguna razón, me molestaba. Tenía la leve esperanza de que se abriera un poco. A fin de cuentas, aquella era su familia.
Sin embargo, él se aislaba. Cuando encima sacó un libro, me entraron ganas de reprocharle a gritos su descortesía.
No obstante, lo dejé porque justo en ese momento me reconocí en él. Me vi en el salón con mis padres. Las hermanas de mi madre habían venido de visita y yo no hacía otra cosa que dedicarme a Julio Verne. A todas les molestaba mi actitud ausente, y yo las despreciaba a todas: me parecían unas cotorras bobas. Yo no era mejor que el señor Reed, cosa que me hizo reflexionar.
Verlo desde fuera me dio otra perspectiva, y me puse furiosa conmigo misma. No quería ser así, en absoluto.
Henry tenía razón. El señor Reed y yo nos parecíamos. No quería aceptarlo, pero yo era igual de maleducada; lo que pasa es que me había imaginado que no lo era. Además, era poco sociable y me negaba a asistir a cualquier celebración.
Mi estancia en Londres me había cambiado un poco; tal vez incluso el señor Boyle me había ayudado a desarrollar mi personalidad. Aunque a veces me gustara olvidar que existía y lo que le había hecho al pobre tipo, solo lo evitaba para que no me atormentara la mala conciencia.
Me plantaron un vaso grande delante, cosa que me sacó de mis cavilaciones. El contenido era oscuro, casi negro. Encima había una gruesa corona de espuma de color crema. Los demás también tuvieron su vaso. Luego se repartieron unos vasitos diminutos en los que se agitaba un líquido de color ámbar.
—¿Qué es eso? —le pregunté a Jonathan, al tiempo que observaba cómo agarraba el vasito y lo hundía tal cual en su cerveza.
—Es whiskey —me aclaró. Miré con interés cómo los demás sumergían los vasitos de whiskey en su cerveza—. ¿Usted también? —me ofreció.
Sonreí y negué con la cabeza.
—No, gracias. Primero probaré la cerveza… así.
Jonathan sonrió, levantó el vaso y bebió el primer trago.
—¿Por qué es tan oscura? —pregunté, y di un par de vueltas al vaso.
Ya había visto cerveza otras veces, incluso había leído sobre el tema, pero siempre había creído que tenía que ser más clara.
—Porque es cerveza irlandesa —me aclaró Ian.
No me lo esperaba. Estaba sentado junto al señor Reed, justo delante de mí, con esa extraña dulzura en la mirada que me ponía de los nervios y que no podía aguantar, pues me recordaba mucho a su hermano.
El señor Reed, en cambio, solo miraba su libro, cuyo título no alcanzaba a leer. No era especialmente grueso ni muy grande, así que deduje que sería poesía.
—Ah —dije.
Me llevé a los labios el vaso, que parecía demasiado grande; noté el cosquilleo de la espuma en el labio superior y luego llegó el primer trago. Era mucho más amarga de lo que esperaba, así que torcí el gesto sin poder evitarlo.
Los hombres se echaron a reír. Bebí otro trago, que no fue mejor.
—La mejor cerveza de todas —me aseguró Tobias, que ya tenía lágrimas en los ojos de la risa y que empujó hacia mí un minúsculo vaso de whiskey que yo ni toqué.
Hasta entonces no había bebido cerveza, pero sí que sabía que el whiskey contenía mucho más alcohol. Y nunca he disfrutado especialmente con las bebidas de alta graduación.
—Bueno, Thommy. Ahora te toca a ti contar —dijo Jimmy.
Bruscamente, le arrebató el libro al señor Reed, justo cuando, por una instante, prestó atención a la realidad.
—No tengo nada que contar —respondió el bibliotecario, que intentó recuperar el libro, aunque renunció al instante al ver que Jimmy se lo había quitado y sería absurdo intentar cogerlo.
—Hace un mes que no te vemos. Algo habrá pasado en un mes —comentó Jimmy.
Los otros le dieron la razón.
—No —respondió.
Solté un gemido, alterada.
—No sea usted tan reservado. Sé que puede ser de otra manera —le reprendí, pese a haberme propuesto no hacerlo.
No soportaba que viera tan poco a su familia y que encima se mostrara ausente. En todo caso, allí estaba yo: me ocuparía de que hablara con sus hermanos.
—Entonces, ¿no siempre es un gruñón y un descarado? —bromeó Tobias.
—No, a veces hasta se ríe —respondí, y sentí la necesidad de sacarle la lengua al señor Reed. Ese hombre era capaz de desquiciarme—. Pero hoy tiene un día especialmente malo —añadí, y enseguida pensé que había hablado de más.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Tobias.
Evité la mirada de odio del señor Reed bebiendo cerveza.
—¿Es por el tiempo? ¿O alguien te ha puesto de los nervios? —preguntó Jimmy mientras el señor Reed apretaba los labios.
Estaba sentado y con la mirada fija, pero supe que se retorcía por dentro. Podría haberme dado pena porque conocía muy bien esa sensación de cuando mi madre curioseaba demasiado en mi vida, pero no pude evitar disfrutar de su sufrimiento. Entonces volví a comprender cómo nos parecíamos. Él también se había reído de mí cuando mi madre me había puesto en ridículo en su presencia.
Así pues, en realidad, casi podía considerarse una revancha.
—Es por una mujer —intervino Lucas.
El señor Reed hizo un gesto con la mano, lo que le delató.
—¡Siempre es por una mujer! —añadió su hermano.
Me tragué enseguida el amargo sorbo de cerveza que tenía en la boca y tosí contra la mano.
—¿Es Margret? —dijo Tobias—. ¿O cómo se llamaba esa chica que siempre cocinaba para él?
—Jane… Noséqué —dijo Jimmy.
Todos parecían muy interesados en el tema. Incluso yo, aunque en mi caso tenía el estómago encogido y el corazón desbocado en el pecho.
—Hace demasiado tiempo. Esa panadera era maravillosa. No creo que no haya pillado a otro durante este tiempo —repuso Jonathan.
Además de sonar raro, me dio cierta pena.
Hacía tiempo que había comprobado que el señor Reed era un hombre que podía atraer a las chicas, pero como hasta entonces no había visto a ninguna, salvo a la señorita Brandon-Welderson, había cometido la insensatez de considerarme el único partido a su alcance. Obviamente, era un error.
Solté el vaso de cerveza y dejé que el líquido amargo me cayera en el estómago con la esperanza de sentirme mejor. No funcionó.
—¿La hermana de Monty no se había interesado también por él? —preguntó Finley.
Al señor Reed se le ensombreció el semblante aún más. Bebió de su cerveza procurando no mirar a nadie. Por lo menos, a mí no.
Me sentí fatal. ¿Por qué había hecho esa estúpida insinuación? Ya lo decía la Biblia: el que cava una fosa caerá en ella.
—Sí, Mary-Jane. Practicó su caligrafía durante meses. ¿Sigues recibiendo cartas de ella? —insistió Tobias, que era el mejor interrogando a otras personas.
—No, ya no recibo cartas —contestó el señor Reed, cansado.
Desvió la mirada hacia mí, pero no tuve tiempo de interpretarla.
—¿Te molesta? —intentó sonsacarle Jimmy.
El señor Reed soltó un bufido.
—Ah, sí, ¡ya lo sé! —soltó Tobias.
Me cansé: no quería oír nada más de mujeres.
—Es esa vaca emperifollada que te acechaba —añadió Tobias al cabo de un momento.
Pensé en la señorita Brandon-Welderson. Pero ¿por qué iba a referirse a ella?
—¿Cuál? —preguntó Jonathan.
Tobias se inclinó hacia él. Empezaba a agobiarme bastante.
—Sí, esa. Le entregábamos carne a sus padres todos los viernes. De niña era una bruja fea. Ahora ni siquiera sabe que Thommy era el chico al que fastidiaba —apuntó Tobias.
A Jonathan se le iluminó el rostro cuando también cayó en la cuenta de a quién se refería.
—¡Franzin! —exclamó.
Así pues, estaban hablando de la señorita Brandon-Welderson.
—¿Brandon-Welderson? —dije sin poder evitar mi curiosidad.
Tobias se echó de nuevo a reír.
—¿Se conocen? —preguntó Jonathan.
Me encogí de hombros.
—Bueno, conocerse sería exagerar. Nos hemos visto unas cuantas veces.
Miré al señor Reed, que había cerrado los ojos, resignado. La conversación había tomado una deriva con la que no estaba en absoluto de acuerdo. Pero no era tan fácil parar a sus hermanos.
—Antes era una desgraciada —dijo Jimmy, con cierta dureza en el tono.
Compartía el odio del señor Reed hacia esa mujer, un sentimiento que no se fundaba solo en sus insufribles maneras.
—¿Esa fue la que dijo que Thommy le había robado el broche? —dijo Lucas.
Los demás asintieron.
—¿Por qué lo hizo? —pregunté.
—Era una niña engreída. Había cambiado de sitio el broche y luego acusó a Thommy —contestó Jonathan—. Más tarde, todo se aclaró, pero para entonces ya había corrido la voz de que uno de los hijos del señor Reed tenía las manos largas; mi padre perdió muchos clientes.
Negué con la cabeza. Eso explicaba el odio expreso del señor Reed hacia la señorita Brandon-Welderson. Aquello también significaba que en su arrebato de ira de aquella tarde probablemente no estuviera hablando de las mujeres ricas que trabajaban en general, sino de ella en particular.
—¿Por esa nimiedad? —dije tomando el vaso.
Habría preferido esconderme tras el libro que llevaba encima, pero aún estaba en el abrigo, que Jonathan había dejado fuera de mi alcance.
—Así es la clase alta. Nos consideran a todos unos ladrones —contestó Jonathan.
Me estremecí. Me avergoncé por pertenecer a esa clase. Nunca había considerado a nadie un ladrón, que yo supiera, pero tal vez fuera solo por mi falta de mundo.
Bebí otro trago de cerveza. La corona de espuma ya se había hecho pequeña, pero, por lo demás, me daba la impresión de que no había menos. Ya tenía el sabor amargo en la lengua, pero con cada nuevo intento me costaba un poco más, así que ahora ya percibía un leve dulzor y un pequeño ardor en la garganta.
—Creo que deberíamos hablar de por qué Ian intenta ocultar el chupetón que lleva en el cuello —soltó el señor Reed, como si tuviera calculado el momento de decirlo.
Enseguida sus hermanos le siguieron la corriente.
—¿Qué? —exclamó Jimmy, que se levantó a toda prisa del banco y agarró la bufanda de Ian; no se la había quitado desde que habíamos entrado en la tasca.
—¿Es eso cierto? —exclamó Tobias.
Los demás también acosaron a Ian, le arrancaron la bufanda tras una pequeña lucha y dejaron al descubierto una mancha inconfundible de color azul rojizo en el lado derecho del cuello.
A pesar de no tener ninguna experiencia en asuntos de amor, sabía perfectamente cómo surgía esa marca. Ahora Ian me daba pena de verdad: ahí sentado con la cara roja, intentando negarlo todo mientras el señor Reed recuperaba con disimulo su libro y abría satisfecho por la página donde había dejado de leer.
Había conseguido dejar de ser el centro de atención. Y yo también. En ese momento, no me apetecía oír una sarta de insultos contra la alta sociedad.
Bebí más cerveza y escuché que Ian, realmente cohibido, pronunciaba entre dientes el nombre de la chica responsable; incluso se rio cuando Tobias se enfadó.
—Lo superarás —comentó Jonathan en tono burlón.
Tobias puso morros.
Estuvimos un rato más riéndonos de él, dejamos que Jimmy contara la historia de cómo una vez sus vacas aparecieron muy por la mañana en el dormitorio de sus padres, y en algún momento me instaron a enumerar todos los títulos que había leído, solo para beber por turnos un chupito de whiskey con cada palabra en la que apareciera una «Y».
Al cabo de un rato, les pedí que me liberaran de seguir con el juego. Por su parte, el señor Reed también se negó a participar y se atrincheró tras las páginas de su libro.
De vez en cuando, daba un sorbito a mi vaso de cerveza, mientras los demás se tomaban la tercera o la cuarta. Poco a poco, me fui sintiendo más y más a gusto.
No sabía lo divertido que podía ser juntarse con una compañía tan desenvuelta. Ahora comprendía por qué a Elisa le gustaba tanto pasar así la noche. Me reí como nunca en mi vida y me olvidé de todas mis preocupaciones.
—Thomas, deja de una vez el libro —le ordenó Jimmy entre risas, al tiempo que intentaba quitárselo.
Pero esta vez al señor Reed no se dejó engañar tan fácilmente.
—¡Eres un aguafiestas! —se lamentó Jimmy.
Los demás, entre gritos, le dieron la razón.
—Sí, Thommy. Es de muy mala educación —añadí de muy buen humor; no podía reprimir la risita que me subía por la garganta y me asomaba a los labios.
El señor Reed giró la cabeza cuando me oyó reír de ese modo, entornó la mirada y dejó caer el libro. Seguí riéndome. Noté que la sala se balanceaba un poco hacia a un lado y me reí aún con más fuerza al tiempo que me apoyaba en la mesa con torpeza para no caer al suelo.
—¿Qué había en su vaso? —preguntó el señor Reed.
No entendía por qué se ponía tan duro. Siempre se ponía tan serio… Eso no era nada divertido.
—¿Cerveza? —respondió Tobias, que levantó una ceja.
Levanté mi vaso de cerveza, logré incluso cogerlo pese a que parecía que se me escapaba e intenté beber un trago de esa cosa amarga que cada vez me quemaba más en la garganta. Sin embargo, de pronto el vaso desapareció de mi mano.
—Pero ¿cuántos le habéis metido dentro? —dijo el señor Reed, enfadado.
Mis ojos lo encontraron frente a mí, en la mesa. Ya estaba ahí sentado, pero mi percepción no acababa de funcionar bien.
—Venga, vamos. Es una broma. ¡Solo queremos animarla un poco! —respondió Tobias a mi lado.
Me eché a reír sin saber por qué.
—¿Cuántos? —repitió el señor Reed, que casi podría haber matado a Tobias con la mirada.
—Cuatro —contestó Jonathan.
¿De qué estaban hablando? Odiaba que los demás fueran más listos que yo.
—¿Cuatro? —le increpó el señor Reed, volviéndome a mirar.
Sus ojos oscuros ardían de rabia. Me pareció tan increíblemente atractivo que tuve ganas de declararme allí mismo. Pero alguien empezó entonces a tocar unos instrumentos de cuerda. ¿De dónde salían?
—Pero se ha bebido la mitad —se defendió Tobias.
Noté que un brazo me rodeaba los hombros. Los instrumentos de cuerda enmudecieron.
—¡Es una Guinness con cuatro chupitos de whiskey! Puedes estar contento de que solo se haya bebido la mitad. ¡Estáis completamente locos! —le regañó el señor Reed con cara de pocos amigos.
—Deberías reírte más, Thommy —dije, divertida, con una cantinela en la voz—. Está usted muy guapo cuando se ríe —afirmé.
Varias personas a mi alrededor empezaron a partirse de risa.
—¡Nos vamos! —ordenó el señor Reed.
Su mirada era implacable y no admitía réplica.
Un momento, ¿se refería a mí? ¿Por qué teníamos que irnos de repente?
—¡No, no quiero! —refunfuñé como una niña pequeña, pese a saber que no tenía nada que hacer contra su terquedad.
Hice un amago de coger mi vaso, que, por algún motivo, estaba demasiado lejos.
—¡Venga ya, Thomas! No te cabrees. Solo queríamos divertirnos —se disculpó Jonathan.
Asentí porque había oído la palaba «divertirnos», cosa que era realmente divertida.
—¡Pues divertíos con otra persona! Y ahora dejadla. Me la llevo a casa. —Su voz no sonó tan airada como un momento antes.
—Como quieras —cedió Tobias.
Noté que se alejaba de mí. Dejaron libre el banco a mi lado y el señor Reed rodeó la mesa para llegar hasta mí.
—Deme la mano, señorita Crumb —me dijo, y estiró el brazo hacia mí.
Parpadeé, noté que una intensa mezcla de sentimientos burbujeaban en mi interior y le di la mano como una señorita.
—¿Es que quiere bailar conmigo? —le pregunté y le dediqué la sonrisa más encantadora de la que fui capaz.
Los chicos soltaron tal carcajada que me pareció que se iba a oír en medio mundo, al tiempo que el señor Reed me ponía en pie.
Mi sonrisa se desvaneció cuando se me nubló la vista. Lo vi todo negro y el espacio de alrededor empezó a dar vueltas.
—Dios mío, ¡sois tan idiotas! —dijo el señor Reed que los reñía muy cerca de mí.
Noté sus manos en mi cintura; me mantenían erguida en el tiovivo que se movía alrededor.
—Volveremos dentro de un mes —aseguró alguien, pero ya no distinguía las voces.
Alguien me ayudó con el abrigo sin que las manos desaparecieran de mi cintura; dejé que pasara, sin más: eso no me preocupaba.
—Ja, ja —oí que decía el señor Reed, mientras empezaba a empujarme en una dirección.
Lo seguí, me agarré a su brazo y me esforcé por poner un pie delante del otro.
—Saludad a mamá y vigilad a Finley —les dijo a sus hermanos.
Empecé a subir los peldaños dando tumbos. La puerta crujió y salimos fuera. Me recibió el aire frío: fue como si hubiera chocado con una pared; hizo que el mundo temblara aún más y noté que el estómago me daba vueltas.
Tuve arcadas. Sentí que iba a caer e intenté apoyarme con las manos… en algo. Toqué con los dedos una piedra áspera, a la que me aferré. El alcohol subió ardiendo por el esófago y vomité junto a la pared de la casa. Noté otra arcada, escupí en la calle, se me distendió el estómago y logré respirar de nuevo.
Me dolía el cuello, noté en la lengua la bilis amarga y los repugnantes ácidos gástricos; con cada bocanada de aire frío, mi mente se despejaba un poco más.
De pronto, sentí un cansancio infinito; las piernas apenas aguantaban mi peso; cuando intenté reincorporarme, noté unas manos que me sujetaban las piernas.
El señor Reed, detrás de mí, me sujetaba con fuerza e incluso me daba un pañuelo de bolsillo para que me limpiara la boca. Como si no me sintiera ya lo bastante mal, ahora encima se me caía la cara de vergüenza.
Nunca me había pasado nada tan impropio de una dama. Ni siquiera mi incidente con la máquina me resultó tan bochornoso como ese momento.
Me había emborrachado y luego había vomitado en mitad de la calle. Y encima el hombre del que estaba enamorada me había visto, incluso me había ayudado a no perder aún más la dignidad.
Ahora no podía mirarlo a los ojos, estaba avergonzada y solo quería irme a casa.
—Eh, tú —gritó el señor Reed.
De una sombra al principio del callejón salió una figura. Era delgada y no muy alta. Un muchacho, de unos doce o trece años. El señor Reed se metió una mano en el bolsillo del abrigo mientras me sujetaba con la otra, sacó una moneda y la dejó en la mano del chico.
—Consíguenos un coche. Luego te daré otra moneda.
El muchacho salió corriendo del callejón a la calle para buscar un coche. Por suerte no tuve que subir al tranvía de regreso a casa. Eso habría sido demasiado.
—¿Se siente en condiciones de caminar un poco? —me preguntó en voz baja.
Que fuera tan amable conmigo me avergonzaba todavía más.
—Lo siento mucho —susurré, y la voz me irritó la garganta.
—No es culpa suya. Mis hermanos le han gastado una broma y la han emborrachado —dijo, molesto.
Empezamos a caminar despacio, alejándonos de donde había vomitado. El viento soplaba en contra. Sin embargo, yo tenía tanto calor que no notaba el frío.
Tenía la cabeza espesa y casi no me tenía en pie.
—No hacía falta que me acompañara —le dije con dificultad, intentando aguantarme sola para que no tuviera que sujetarme.
No lo logré, no paraba de inclinarme hacia él. Y me sentía demasiado mal y abochornada como para disfrutar de la emoción que me recorría el cuerpo una y otra vez. El alcohol intensificaba aún más esa sensación.
—Sí, en eso tiene razón —dijo el señor Reed mientras lo observaba con disimulo.
Él observaba la calle con gesto relajado. No sabía cómo podía mantener la calma en esa situación.
Me llegó al oído ruido de cascos, pero no lo reconocí hasta que no tuve el coche al alcance de la vista. Se detuvo al lado, en el margen de la calle; el muchacho saltó del pescante y el cochero saludó con un leve gesto con el sombrero de copa. El señor Reed le puso otra moneda en la mano al chico y abrió la puerta del coche de caballos.
Parpadeé y me pregunté cómo iba a conseguir subir los peldaños del coche cuando el señor Reed puso las manos en mi cintura y me levantó.
Solté un grito del susto, pero enseguida me agarré al marco de la puerta y me deslicé en el banco ligeramente acolchado. Él me siguió como una sombra que por un instante llenó todo el marco de la puerta; luego se sentó a mi lado, apretujado en ese espacio realmente reducido.
Le indicó con un grito al cochero adónde debía llevarnos y luego cerró la puerta.
Estaba intentando sentarme, sujetarme para mantenerme erguida por mí misma; sin embargo, cuando el señor Reed me rodeó con el brazo, acerqué mi cabeza a su hombro.
El coche se puso en marcha a trompicones sobre los gruesos adoquines y solté un gemido cuando el estómago empezó a hacer ruido.
—¿Animant? —me dijo el señor Reed.
Estaba demasiado oscuro para verle la cara.
—Nunca más volveré a beber alcohol —me lamenté.
Me llevé la mano a la barriga, que por suerte estaba bien sujeta por el corsé; no quería ni imaginar el dolor de cabeza que tendría al día siguiente.
—Seguro que será lo mejor.
Suspiré para mis adentros.
¿Qué pasaba? En un momento dado, era muy amable; al instante siguiente, no. ¿Qué estaba haciendo mal?
Por mucho que me rompiera la cabeza, no lograba entender qué sucedía.
—¿Por qué me odia, señor Reed? —pregunté, pues tenía la lengua más suelta de lo normal.
—No la odio.
Pero no sabía si era cierto. Además, apenas podía mantenerme despierta en la oscuridad del coche; solo cada pocos metros una farola arrojaba su tenue luz.
—Pero siempre me dice… groserías… —le reproché.
A pesar de mis palabras, arrimé aún más la mejilla al hombro del señor Reed. Al día siguiente, me moriría de vergüenza, pero en ese momento la embriaguez me protegía.
El brazo con el que me rodeaba era cálido; la mano que notaba en el costado, muy agradable. Por su parte, mis pensamientos, que avanzaban lentos pero seguros hacia el mundo de los sueños, me devolvieron al baile.
—En el baile fue usted mucho más amable —murmuré contra su abrigo.
Ojalá estuviéramos allí de nuevo, bailando. Charlaría conmigo y nos reiríamos.
—Tiene razón. —La voz del señor Reed me sacó del sopor en el que había caído—. Fui más amable.
—¿Estaba borracho? —pregunté, sin saber si esa pregunta tenía sentido, pero me parecía lo más lógico que podía decir.
—No. No estaba borracho.
El coche traqueteó por última vez sobre un fondo muy irregular y luego continuó con mucha más calma. Habíamos salido del barrio obrero; las calles en el centro de Londres tenían un adoquinado más regular; además, estaban mejor iluminadas.
—No era consciente de las consecuencias —prosiguió el señor Reed.
Cuando iba a preguntarle qué había querido decir, se volvió hacia mí, apoyó la mejilla en mi cabeza e imaginé que su abrazo me estrechaba más contra él.
No obstante, tal vez era yo la que me arrimaba más a él. ¿Cómo saberlo con exactitud?
Se me paró el corazón, noté un cosquilleo en la piel y pensé que me iba a desmayar en cualquier momento si no conseguía convencer pronto a mis pulmones de seguir respirando.
El señor Reed apenas se movió, así que no me quedó duda de que el gesto era intencionado. Respiré hondo, temblorosa.
Solo me cabía esperar que estuviera pasando de verdad y que no llevara ya unos minutos dormida, que todo resultara ser un sueño confuso.
—Debo disculparme por lo de esta tarde —dijo, con la voz más grave que de costumbre, bronca y un tanto cansada.
Se me erizó la piel de los brazos.
—Casi todo lo he dicho por rabia. No lo pensaba de verdad. Y, sin duda, no iba contra usted, solo contra la señorita Brandon-Welderson —añadió.
Oyendo el sonido de su voz, mi corazón gemía en mi pecho. El señor Reed resopló y noté su aliento en mi cabello.
—Es por ella. No puedo olvidar cómo estropeó tantas cosas por cobardía, por ignorancia y desconocimiento. ¡Y verla ahora dándose esos aires me saca de quicio! —gruñó.
El tono de su voz me hizo reír. Fue solo una risa pequeña, cansada, pero impidió que me durmiera.
—Pero lo peor —continuó, levantando la cabeza para echar un vistazo por la ventana— es que, por lo visto, no tiene ni idea de que yo y ese niño de entonces somos la misma persona. Y luego se planta con esos sombreros pueriles y habla conmigo como si nos pareciéramos. No la soporto. Me falta autocontrol, o sutileza, o esa enorme hipocresía que usted ha logrado perfeccionar —dijo.
Me eché a reír de nuevo: siempre conseguía hacerme un cumplido y ofenderme al mismo tiempo.
—Esta noche está hablando mucho —dije sin atreverme a levantar la cabeza, pues no quería apartarme de su hombro. En realidad, tal vez tampoco fuera capaz de hacerlo.
—Solo intento mantenerla despierta —contestó el señor Reed, pero noté una sonrisa en su voz.
Tenía razón: me habría quedado dormida hacía un rato si no me hubiera hablado.
—Muy noble por su parte —respondí, casi sin poder seguir con los ojos abiertos.
El señor Reed soltó un profundo suspiro.
—No, Animant. No soy noble —dijo, serio—. De eso puede estar segura. No tengo madera de caballero. Y tampoco seré nunca lo bastante educado y encantador como para estar a su altura.
«Eso no es cierto», pensé.
Y lo quise decir, pero no lo conseguí. La mente se me nubló. Lo único que me llevé a mi sueño fue esa cálida sensación que se había instalado en mi corazón.