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Trigésimo quinto, o cuando me quedé sin aire
—Animant, vigila el dobladillo —me reprendió mi madre. Hice un gesto de desesperación—. No pongas esa cara. Ya no eres una niña —prosiguió en el mismo tono.
Se apoyó en la mano de mi tío, que la ayudó a bajar del carruaje.
El corsé me apretaba las costillas. Era desagradable, no entendía por qué mi madre siempre tenía que ajustármelo tanto.
—Entonces no me hables como si aún lo fuera —repliqué. Conseguí sonar completamente neutra.
Mi madre me miró desconcertada mientras me colocaba bien la bufanda y me arreglaba el vuelo del vestido.
—Cómo has crecido —dijo de pronto con admiración.
Entonces fui yo la que la miró sorprendida. ¿Qué le pasaba hoy por la cabeza?
—Entremos ya, aquí fuera hace un frío atroz —intervino la tía Lillian.
Habían barrido la calle delante de la casa, por lo que era fácil transitar por ella. Bajo la escasa luz de las farolas brillaban alrededor los centelleantes cristales de hielo. Desde la casa bien iluminada nos llegaban voces alegres y música amortiguada. Era la residencia de la familia Winterglowe, que esa noche daba una fiesta privada.
Había accedido a ir, aunque, por supuesto, no contaba con que fuera a comprarme un vestido para la ocasión: uno granate, con un ribete dorado; para lucirlo, tenía que dejar de respirar. Pero por no escucharla, me lo puse sin rechistar. Solo esperaba que ninguna persona de las que asistían a la velada me conociera, pues mi madre y mi tía me habían emperifollado como si fuera una muñeca.
El tío Alfred ofreció el brazo tanto a su esposa como a su cuñada, de manera que subió los peldaños de la entrada con una dama a cada lado, como un galán. Su buen humor me decía que también se sentía un poco así.
Me levanté el ruedo borbado de la falda, que pesaba más de lo necesario, y seguí a los tres hasta la entrada.
Llamamos a la puerta, nos dejaron pasar enseguida y unos sirvientes con una vestimenta muy formal nos recogieron los abrigos.
—Lillian, Alfred. Me alegro de veros —saludó una mujer elegante a mis tíos.
Le dio un breve abrazo a mi tía y le hizo un gesto amistoso a mi tío.
Era aproximadamente de la edad de mi madre, tenía el cabello dorado recogido con mucho esmero y lucía una llamativa joya azul en el cuello. La tía Lillian la llamaba Jane y correspondió a su alegría, aunque en su caso me pareció algo impostada.
—Estas son mi cuñada, la señora Charlotte Crumb, y mi sobrina, Animant —nos presentó el tío Alfred.
Mi madre hizo un gesto elegante con la cabeza, pero no le hicieron ningún caso. Jane fue directa a mí, me abrió los brazos y me dedicó una sonrisa entrañable, como si fuéramos viejas amigas.
Enseguida me sentí incómoda. Estaba bastante segura de no haber visto nunca a esa mujer, y su reacción me pareció muy exagerada.
—Cómo me alegro de conocerla, Animant —dijo, y me abrazó igual que había hecho con mi tía—. Me llamo Jane Winterglowe. He oído hablar mucho de usted —afirmó.
Aquello fue demasiado. Demasiado entusiasmo, demasiada veneración y, sobre todo, demasiado contacto físico.
—¿Y quién le ha hablado de mí? —pregunté con aspereza cuando me soltó.
Ella emitió una risa contenida, como si hubiera bromeado. Me sentía molesta.
—Mi sobrino, claro. No habla de otra cosa que de usted —me explicó con una sonrisa cómplice, y giró la cabeza hacia el salón sin soltarme el brazo—. ¡William, mira quién ha venido! —gritó, y un caballero bastante apuesto de su edad se separó de un grupo y se acercó a nosotros—. Es Animant Crumb —dijo la señora Winterglowe, acalorada.
El hombre sonrió.
Me daban ganas de dar media vuelta ahí mismo y largarme. Era una situación desagradable sentirme observada como un animal de circo. Y encima no tenía ni idea de qué estaba pasando. ¿Quién era ese sobrino al que podría retorcerle el pescuezo por esto?
—Soy el señor Winterglowe, me alegro mucho de que aceptara la invitación y que haya venido —dijo el hombre, mucho más formal que su mujer.
Me tendió la mano como si fuera un socio comercial.
La señora Winterglowe me soltó y le di la mano a mi interlocutor, desconcertada.
Miré a mi tío en busca de ayuda, pero había desaparecido en el salón con sus dos damas. Los tres me habían dejado en la estacada; por un instante, apreté los labios, malhumorada.
Así era la familia. Siempre desaparece cuando más la necesitas.
Entonces apareció en el marco de la puerta una cara muy distinta y que no esperaba encontrar allí. Un escalofrío me recorrió la espalda. Era el señor Boyle. Y se acercaba a mí con determinación.
Solté la mano del señor Winterglowe y retrocedí un paso, asustada.
—Buenas noches, señorita Crumb —me dijo con una sonrisa encantadora en los labios y los ojos brillantes.
No sabía qué decir. No sabía cómo debía sentirme. Poco a poco, la situación se aclaraba: él debía de ser el sobrino de los Winterglowe, y por supuesto les había hablado de mí.
—Disculpe la insistencia de mi familia. Alguien no puede contenerse —dijo, y desvió la mirada hacia su tía, a la que miró casi con reprobación.
Parecía que le abochornaba que me hubiera abordado de esa manera, y me invitó con un gesto a pasar al salón. Acepté encantada retirarme de allí, aunque casi no podía creer que estaba otra vez en compañía del señor Boyle.
El señor y la señora Winterglowe nos siguieron con la mirada. No quería ni imaginar lo que se les pasaba por la cabeza.
El señor Boyle me fue a buscar un vaso de ponche y de nuevo acabamos junto a la chimenea, ironías de la vida. Me quedé mirando fijamente el fuego. Él se apoyó en la repisa, relajado.
La sala estaba abarrotada de gente que no conocía y a la que tampoco quería conocer. Por suerte, era un salón muy grande, así que no me agobió la cantidad de asistentes.
—¿Cómo está, señorita Crumb? —preguntó con naturalidad.
¿Cómo podía quedarse a mi lado, sonreír amablemente y hacer como si no hubiera pasado nada entre nosotros?
—Muy bien —me limité a contestar.
¿Qué iba a decirle? ¿Que había tenido unos días movidos porque me había enamorado de mi jefe, que me había dejado emborrachar por sus hermanos y que luego me había propuesto resolver los problemas vitales de mi hermano? ¡No, claro que no!
—¿Y usted? —dije por decir.
El señor Boyle me miró, se aclaró un poco la garganta y bebió un trago de su vaso.
Era la persona más insensible de todo el sur de Inglaterra.
—Yo también estoy bien —contestó. Me sorprendió, pero sonaba sincero—. Estuve unos días luchando conmigo mismo, pero he tomado una decisión que me ha animado —añadió.
Aferré con más fuerza el vaso de ponche, del que aún no había bebido ni un trago; tampoco pretendía hacerlo. Mejor me alejaba del alcohol durante un tiempo.
—Siempre he sido demasiado resuelto y seguro de mí mismo. Además, me equivoqué al evaluar lo que usted me hizo entender con claridad —explicó.
Se me formó un nudo en el estómago. Recordé mi abrupto rechazo en el baile y el desagradable desencuentro que habíamos tenido el lunes anterior en la biblioteca. Me pudo la mala conciencia. No era algo de lo que me sintiera orgullosa. Con todo, me tranquilizó que el señor Boyle entendiera mi punto de vista.
—Pero no voy a volver a cometer ese error. La próxima vez seré más hábil —continuó.
Me miró directamente a los ojos para que no tuviera duda de que con «la próxima vez» se refería a mí, no a otra chica.
Se me aceleró el pulso y noté que me costaba respirar con el corsé apretado. No podía creerlo. Pensaba que se rendiría, que entendía que no ocurriría nada entre nosotros y se dedicaría a otra cosa.
Sin embargo, por lo visto, desenamorarse no era tan sencillo como suponía. El señor Boyle aún no me daba por perdida. Pese a que le honraba su seriedad al no darse por vencido ante el primer inconveniente, eso lo complicaba todo.
—Señor Boyle, se lo ruego —empecé.
Alzó la mano para interrumpirme.
—Nada de lo que diga impedirá que luche por mi objetivo. Y ahora disfrutemos de la velada y no sigamos hablando de esto.
Esbozó esa sonrisa que al principio tanto me atrajo y me puso una mano en la espalda con suavidad para conducirme hasta un sofá libre.
Suspiré para mis adentros, incluso sentí cierta rabia crecer en mi interior. Sabía que el señor Boyle lo hacía con buena intención, pero me molestó que se tomara la libertad de zanjar el tema sin más. Yo no había acabado, y lo sabía perfectamente.
No quería volver a decirle que lo rechazaba. Y entendía que le doliera, pero no me gustaba que me taparan la boca. Me sorprendió que lo hiciera. Había afirmado más de una vez que apreciaba en una mujer su libertad. Probablemente, no había reflexionado sobre qué significaban exactamente esas palabras.
Me senté en el pequeño sofá y me coloqué la falda de manera que el señor Boyle tuvo que guardar cierta distancia.
—Hoy está usted realmente maravillosa —me dijo. Aquel cumplido solo consiguió enojarme más—. Dice que no le gusta vestir de rojo, pero este vestido la favorece muchísimo —añadió.
Forcé una sonrisa que probablemente resultó ser demasiado irónica.
—Sí, ¿verdad? —contesté—. Es que te deja sin respiración, literalmente —añadí, pensando en el corsé—. Mi madre ha tenido el detalle de comprármelo.
A estas alturas, ya debería haber notado que no hablaba en serio, pero tenía la mirada tan fija en mí que no se daba cuenta. Me deseaba. No pude evitar pensar qué era aquello que le atraía tanto de mí.
Antes siempre me había mostrado amable con él, incluso dulce. Sonreía y coqueteaba. Me estaba poniendo a prueba y me dejé llevar por su encanto. Sin embargo, en realidad, yo no era esa persona, ¿no?
Yo era sutil, curiosa, me gustaba llevar la contraria cuando algo me molestaba y usaba los buenos modales como instrumento para hacer creer a la gente lo que me convenía. Bien mirado, no era muy simpática. El señor Boyle estaba prendado de mí porque aún no había visto muchos aspectos de mi carácter.
Se puso a contarme anécdotas divertidas de sus últimos días, pero yo solo lo escuchaba a medias. Me apremiaba demasiado la duda de cómo era la Animant que él imaginaba en su cabeza. ¿De verdad se parecía a mí?
Seguro que era más simpática que yo. Y dócil. Y le gustaban las celebraciones nocturnas.
Yo asentía a lo que me decía. Dejé mi vaso de ponche en una mesita que había detrás de mí para no caer en la tentación de bebérmelo y deseé llevar un libro encima.
El atractivo del señor Boyle se había desvanecido. Ahora se había convertido en uno entre tantos jóvenes encantadores y apuestos a los que se les veía venir de lejos.
Ni siquiera podía decir que me gustaría que fuéramos amigos. Después de haberme contado lo que esperaba del futuro, no era posible. Al principio, todo había sido fácil entre nosotros, pero ahora las cosas habían cambiado.
Con el señor Reed era diferente. Con él, siempre todo había sido muy complicado. El caos de su despacho era el mismo que imperaba en su cabeza.
Era como un misterio que descifrar, un secreto que quería conocer, aunque se me antojaba una misión imposible.
Seguí divagando, pensando en sus ojos oscuros; en el gesto adusto de la boca, que no le restaba atractivo, sino que añadía un punto de misterio. Pensaba en su manera de decir las cosas con sinceridad, a la cara, aunque también sabía guardarse muchas cosas.
Me volvía loca. Y estaba loca por él.
—Ah, el señor Graham se sienta al piano —dijo el señor Boyle para devolverme a la realidad. Seguí su mirada hasta el piano de cola negro lacado—. Es un pianista excepcional. Estoy convencido de que mi tía lo invita solo para que toque para nosotros —bromeó.
Sonreí, pero en realidad me sentía incómoda. Además, no quería ni podía dejarlo. Necesitaba retomar el tema que él había querido dar por zanjado. Tal vez no lograra hacerle cambiar de opinión, pero sabría cuál era la mía.
—Señor Boyle —le dije en tono firme.
Me miró sorprendido.
—¿Sí?
Observé sus ojos de color ámbar, que me miraron tan esperanzados que hasta me dolió físicamente.
—Tiene que parar —dije, evitando su mirada—. No puede hacer como si no hubiera ocurrido nada entre nosotros.
Sonaron entonces los primeros acordes de una conocida pieza para piano y tuve que bajar la voz para no llamar la atención. Todas las conversaciones enmudecieron alrededor y me sentí aún más idiota.
—¿Cómo puede insistir? —le pregunté, sin esperar respuesta.
Sin embargo, él me contestó.
—¿Cómo podría evitarlo? ¿Qué tipo de hombre sería si me dejara disuadir de mi amor tan fácilmente? —susurró con tono amable, aunque rígido y con los puños cerrados.
—Pero las cosas no irían bien entre nosotros.
Me molestaba su testarudez. Él negó con la cabeza.
—Eso es una tontería.
Estuvo a punto de que dejara el tema, pero no: esta vez no se saldría con la suya.
—No lo es. Tal vez crea que sabe lo que quiere, pero, en realidad, no es lo que espera de mí —contesté con severidad.
El señor Boyle hizo esa mueca conciliadora que en ese momento no necesitaba en absoluto.
—¿Por qué no nos dedicamos a escuchar el piano? —propuso.
Noté que algo explotaba en mi interior.
—¡No, no quiero! —exclamé.
El pobre señor Graham tuvo que detener los dedos; todos los presentes en la sala se volvieron a mirarle.
Sentí ganas de morir ahí mismo, pero la rabia hizo que me levantara del sofá y saliera corriendo de la sala. Sabía que acababa de comportarme como una boba inmadura. Pero no me quedaba más opción.
El señor Boyle me siguió hasta el pasillo. Alguien cerró la puerta. En el salón, se reanudó el concierto.
—Animant —me dijo el señor Boyle.
Me crucé de brazos en un gesto ostensible. No quería que utilizara mi nombre de pila.
—Usted cree que quiere una mujer que piense con libertad —continué—. Pero si esa mujer decide no estar con usted, no acepta en absoluto sus palabras.
Lo vi superado por la situación. No me importó mucho, así no podía interrumpirme.
—Busca una chica que se divierta con usted en las fiestas, que acuda a bailes y que disfrute con la compañía de otras personas. Pero yo no soy así.
Él volvió a negar con la cabeza.
—En el caso de que se mantuviera en sus trece y en algún momento yo cediera a su cortejo, nos casaríamos y los dos seríamos muy infelices —profeticé.
El señor Boyle cerró los ojos, angustiado. Me dolía verlo así. Noté una presión en el pecho; y sentí el estómago como si estuviera lleno de piedras. No quería hacerle daño, siempre había sido amable conmigo; no obstante, si dejaba que perseverara en su error, le haría aún más daño. La situación se haría insoportable en cuanto nos viéramos.
—¡Yo seguiría mi tendencia natural y me refugiaría en mis libros, y usted se hundiría porque yo jamás le querría como se merece! —concluí.
Noté cómo la tensión crecía en mi cabeza. Unos minutos más y volvería a tener dolor de cabeza.
—Por qué es usted tan… —El señor Boyle me miró, tragando saliva y buscando la palabra adecuada—. Tan…
—¿Desvergonzada? —propuse. Qué ganas de sentarme: el corsé me iba a matar—. Porque lo soy. ¡Así soy yo! Y no sé si soy capaz de cambiar —admití, aunque era triste tener que decir algo así.
—Tal vez tenga razón —contestó el señor Boyle, apagado, con la voz rota.
De pronto se abrió la puerta que daba al salón y mi madre se acercó a nosotros por el pasillo. Dios, era la última persona a quien quería ver en ese momento.
El tío Alfred la seguía pisándole los talones y cerró la puerta tras ellos.
—¿Qué está pasando aquí? —exclamó mi madre, furiosa, con algo parecido al miedo en la voz.
No contesté e intenté no mirarla. Me centré solo en el señor Boyle, que también la observaba. Guardaba silencio, pero sus ojos decían más que mil palabras.
—Se han oído tus gritos hasta en el salón. ¿Qué mosca te ha picado? —exigió saber mi madre.
Yo aparté la mirada. Había visto todo lo que necesitaba saber.
—Quiero irme a casa —me limité a decir, pensando en lo mala persona que era.
Seguro que el señor Boyle estaba convencido de que alguien como yo no merecía sentir lo que era el amor.
Y no le faltaba razón.