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Trigésimo séptimo, o cuando me quedé sin nada que leer

Me di cuenta demasiado tarde de que casi eran las diez; con el corazón en un puño, descarté mi visita a la iglesia, aunque, en realidad, me habría sentado bien. En cambio, pasé la mañana con mi madre y la tía Lillian delante de la chimenea. Me fui después del almuerzo.

Abrí la puerta de entrada del edificio de personal con un suspiro, me sacudí la nieve de los zapatos y subí con dificultad los peldaños hasta mi cuarto.

Con la mano derecha me puse a hurgar en el bolsillo del abrigo en busca de la llave mientras desviaba la mirada hacia la puerta del señor Reed. Estaba enfrente, en diagonal. Verla me removió por dentro. Me provocaba rechazo, pero también me atraía como si fuera un mundo misterioso, pero lleno de peligros.

¿Estaría el señor Reed en casa?

Reprimí el deseo de escuchar a escondidas y entré en mi cuarto. Tenía que dejar de pensar en él no quería volverme loca.

Me quedé inmóvil sentada en el borde de la cama, mirando al vacío, sin saber qué hacer. Tenía ganas de no pensar.

No me sentía bien. Enseguida empecé a darle vueltas a la última noche. Siempre había sido buena ahuyentado a los hombres, pero esta vez había ido demasiado lejos. Había hecho un daño que no se arreglaría con un vaso de ponche y una conversación amistosa con otra chica.

Parpadeé y me froté los brazos. Estaba aterida. Hice un esfuerzo y fui a buscar un manta que me abrigara los hombros y unos calcetines gruesos de lana para los pies. Entonces vi el despertador que había desaparecido desde la mañana que me desperté con resaca. Supuse que el señor Reed debía de haberlo dejado en el armario. No sé por qué.

Ya eran las dos y media. Volví a dejar el despertador en mi mesilla de noche. Tenía toda la tarde por delante para pensar en cómo aprovechar el día.

Probablemente, leería. Hacía mucho que no leía nada. Nunca me había pasado algo así, nunca antes de ir a Londres. Durante mucho tiempo, había subsistido a base de libros exclusivamente. La gente real solo me había interesado superficialmente.

Me había pasado la vida soñando, como siempre me reprochaba mi madre, pero yo no me había dado cuenta porque nunca había visto más allá. Y encima siempre había pensado que eran los demás los que eran estrechos de miras.

Sin embargo, en ese momento necesitaba con urgencia recuperar viejas costumbres, encender la estufa, sentarme en la butaca verde con un libro y ocupar la cabeza en otras cosas. Me sentaría bien. Seguro que con un poco de distancia lo vería todo mucho mejor.

Lo primero que hice fue apilar la madera en la pequeña estufa y pensar qué libro me serviría para reconducir mis pensamientos por mejores derroteros.

Me paré a medio movimiento, con el haz de leña aún en la mano. Me incorporé con rapidez y corrí a mi estantería, donde solo había unos cuantos libros. Ya los había leído todos.

Muchas veces había bromeado sobre ello, pero ahora había sucedido: me había quedado sin libros.

Seguro que mi madre se hubiera echado a reír si hubiera estado allí conmigo, pero yo no sabía cómo reaccionar.

Dejé en el escritorio el haz de leña que aún tenía en las manos.

¿Cómo podía haber pasado? ¿A mí?

Últimamente había estado demasiado ocupada. El trabajo, tantas cosas que habían pasado, gente nueva, nuevos secretos y muchas sensaciones nuevas. Tenía la cabeza tan ocupada con el señor Reed que había perdido de vista «mi viejo amor».

Me mordí el labio inferior, nerviosa, y pensé en las posibilidades que tenía. Podía releer algún libro que ya hubiera leído, pero eso solía aburrirme.

No obstante, no se me ocurría ningún plan alternativo para la tarde. No tenía ganas de pasear y tampoco quería volver a casa de mi tío.

Así que solo podía aburrirme o ir a buscar un libro a algún sitio.

Como era domingo, no lo podía comprar. Cogerlo prestado implicaba nuevas complicaciones. En realidad, no conocía a casi ninguno de los demás inquilinos, y la señora Christy no me parecía una mujer a la que le gustara leer.

Así pues, solo me quedaba el señor Reed. El corazón se me aceleró solo con planteármelo. Me resistí a ir a verle, aunque al mismo tiempo lo echaba de menos.

Habían pasado muchas cosas desde la última vez que nos habíamos visto…, aunque solo hubieran pasado veinticuatro horas.

Él había tenido una reunión y yo le había sacado la lengua y le había hecho muecas como una niña, para hacerle reír.

Luego quedé con Henry y Rachel: un problema del que aún no me había ocupado, pues los esfuerzos de mi madre por ponerme guapa para la fiesta me habían distraído. Y luego se me cayó el mundo a los pies cuando me encontré con el señor Boyle.

Recordé el buen humor con el que había salido de la biblioteca. Me sentía eufórica, incluso lancé una bola de nieve; sin embargo, ahora me sentía afligida: ideas tristes y las malas sensaciones me asaltaban como espíritus malignos.

¿Cómo podía presentarme así delante del señor Reed? Era tan imprevisible que podía pasar cualquier cosa. O me miraba y sabía en el acto que algo había pasado, o le pasaba completamente por alto. Podía quejarse, reírse de mí o animarme.

Pasara lo que pasara, podría verle la cara y notar su presencia. Por lo menos, un instante. Tal vez todo transcurriría de forma muy sencilla. Llamaría a la puerta del señor Reed, le pediría un libro y volvería a mi cuarto.

Hice de tripas corazón, lo dejé todo como estaba y abandoné mi pequeño refugio. Tenía que hacerlo ya, antes de pensar demasiado.

Antes no era así. No me importaba qué impresión daba a la gente. Tenía un objetivo y actuaba lógicamente. Sin embargo, los sentimientos lo cambiaban todo. Y eso era algo que también me pasaba a mí.

Llamé a la oscura puerta de madera con timidez y esperé. Me obligué a no balancearme de una pierna a otra; entonces me di cuenta de que iba descalza, solo llevaba calcetines de lana.

Ya era demasiado tarde. Se oyeron pasos y el crujido de las tablas de madera. La puerta se abrió.

El señor Reed puso cara de sorpresa y en la comisura de sus labios se dibujó una sonrisa. Alcé la vista hacia él, había olvidado lo alto que era; sentí un cosquilleo en el estómago.

—Señorita Crumb —dijo.

Aunque lo echaba de menos, era consciente, también, de lo absurdo que era molestarlo para pedirle un libro.

—Perdone la molestia —dije, y entrelacé los dedos.

Me esforcé por mantenerme erguida para disimular la vergüenza, pero no me resultaba tan fácil como de costumbre.

—Perdonada —contestó el señor Reed, que me miraba tan directamente que tuve que esforzarme por no sonrojarme—. ¿Qué necesita?

—Un libro —respondí, con la esperanza de que a él no le sonara a excusa barata. Me conocía lo suficiente como para sonar verosímil.

—¿Uno en concreto? —preguntó el señor Reed.

Se apoyó con el brazo en el marco de la puerta. Parecía muy desenvuelto y de buen humor. Debía haber tenido una última noche mejor que la mía. ¿Qué habría hecho?

—No. En realidad, solo quiero uno que me mantenga ocupada —le confesé.

Él se echó a reír.

—Ah, de esos tengo muchos —respondió.

Dio un paso a un lado y me invitó a pasar con un gesto de la mano.

En un primer momento, me quedé como petrificada: no me lo esperaba. Notaba el latido del corazón en la garganta. Avancé con prudencia. Me abochornaba ir descalza, solo con los calcetines de lana. Ojalá no se fijara en ellos.

Entramos en su salón. De nuevo, la imagen de tantos libros me hizo caer en una especie de hechizo. Tanto por leer, tanto por explorar. Sin embargo, esta vez fue distinto. Ahora los libros no me parecían lo más interesante de la sala. Por mucho que me gustaran, me gustaba más él, que cerró la puerta detrás de mí como si diera por hecho que me iba a quedar un rato.

—¿Puedo escoger uno, sin más? —pregunté, y dejé vagar la mirada.

—Como si estuviera en su propia casa —contestó con soltura.

Se acercó a la estufa, donde crepitaba el fuego, y puso un hervidor sobre la placa. Suspiré en silencio, intenté que no se me hiciera extraña tanta amabilidad y me volví hacia la estantería de la derecha.

Había todo tipo de obras literarias sin ningún tipo de clasificación aparente. Tampoco esperaba otra cosa de él.

De todos modos, estaba muy ordenado en comparación con su despacho. Probablemente era porque pasaba más tiempo allí que en su casa, y por la intervención de la señora Christy.

Leí por encima los títulos, intenté concentrarme y deslicé el dedo índice por los lomos de piel de los libros. Saqué uno que sobresalía un poco entre los demás y hojeé las primeras páginas, que no me dijeron nada en principio. Así pues, lo volví a guardar.

Desvié la mirada hacia el señor Reed, que seguía trasteando en la estufa, de espaldas a mí. Realmente, era todo un detalle por su parte poner sus libros a mi disposición.

Suspiré de nuevo, ya lo había hecho demasiadas veces aquel día. Volví a mirar la estantería.

De hecho, podría ser muy feliz en casa del señor Reed, entre todos esos libros, pero notaba mis inquietudes como una piedra en el estómago más pesada de lo que me gustaría.

Jugueteé con los dedos con las borlas de mi capa y seguí con la mirada los títulos de los libros. La variedad me ponía nerviosa y mi inseguridad era agotadora.

Una sombra se cernió sobre mí y alcé la vista hacia el señor Reed, que estaba apoyado a mi lado en la estantería y sacó un libro. Tal vez lo hizo solo por tener algo en la mano, porque ni siquiera lo miró.

—¿Cómo se encuentra, señorita Crumb? —me preguntó.

—Bien —contesté, pues era lo que se decía y lo que los demás querían oír.

El señor Reed puso cara de incredulidad y me miró como si fuera una mentirosa habitual.

—Cuando la vi por última vez, ayer, estaba en mucho mejor estado —me reprochó—. ¿Qué ha pasado?

Enseguida recordé al señor Boyle y la desagradable velada en casa de su tía.

—Me he quedado sin libros —contesté con sequedad: era cierto.

Además, un caballero se daría cuenta de que no quería hablar más de ello. Pero había olvidado que el señor Reed no era un caballero.

—Ya, pero ¿qué ha pasado en realidad? —insistió.

Apreté los labios. Nunca había mostrado ese tipo de curiosidad.

—No creo que deba contárselo a usted —dije a media voz.

Ojalá no fuera todo tan complicado. Por mí se lo habría confiado todo si estaba dispuesto a escuchar.

—Claro que puede hacerlo.

El señor Reed me leyó el pensamiento y supe que llevaba razón. Giré un poco la cabeza, lo miré por el rabillo del ojo, estaba muy cerca de mí. Noté cómo el corazón me latía contra las costillas. Solo tenía que estirar la mano para llegar hasta mí.

Hice de tripas corazón con un suspiro audible. A fin de cuentas, no era la primera vez que hablábamos del señor Boyle. Ya lo habíamos hecho en el baile. Pese a que fue raro, me ayudó mucho.

—Mi madre me convenció para que fuera a una fiesta, anoche —empecé. Escogí un libro al azar de la estantería y le di vueltas en las manos—. Resultó ser que la anfitriona era la tía del señor Boyle.

—Y él estaba, por supuesto —concluyó el señor Reed, con ese deje nervioso en la voz que tan bien conocía.

—Tuvimos una discusión muy desagradable —admití.

El señor Reed se movió, se apartó de la librería y se tocó el pelo, malhumorado.

—¿La volvió a insultar? —preguntó en tono neutro.

Negué con la cabeza.

—No. En realidad, habló muy poco. Fui yo la que le reprendí —respondí, a pesar del cargo de conciencia que tenía al respecto.

Volví a dejar el libro sin leer ni el título y cogí otro.

—Me lo puedo imaginar —dijo el señor Reed, y noté cierto tono de burla.

Se me encogió el estómago y me quedé de cara a la estantería para que no me viera la expresión. Así pues, así me veía: como una mujer beligerante. Él mismo lo había comprobado, cuando me enfrenté a él al principio. Y ahora había sido el señor Boyle quien lo había comprendido.

—Ahora cree que soy tan mala persona que no merezco que nadie se enamore de mí —solté, esperando ver cómo reaccionaba.

Me quedé mirando los libros sin verlos: solo esperaba que no se echara a reír ni que le diera la razón al señor Boyle.

—¿Eso dijo? —preguntó con calma, acercándose a mí.

Pensé en el señor Boyle y en su mirada de decepción que tanto me acongojaba. Me hacía sentir muy insegura.

—No —admití. Lo miré con disimulo—. Por lo menos, no con palabras.

Resopló y puso cara de desesperación. Ahora sabía cómo se sentía mi madre cuando no me la tomaba en serio.

—Eso no es cierto, Animant —me riñó, como si hubiera dicho algo completamente absurdo.

Me arrepentí de haber empezado yo con el tema. ¿Qué esperaba?

Sin embargo, de pronto el señor Reed se inclinó hacia mí. Di un respingo de la sorpresa, de manera que me golpeé el hombro contra la librería.

Él no perdió la calma, con un gesto divertido en la comisura de los labios.

—En este mundo, hay cientos de idiotas que perderían la cabeza por usted —dijo como si fuera lo más natural del mundo.

Me pareció de lo más inadecuado, incluso algo descarado. Sin embargo, cuando lo miré a los ojos, comprendí que era muy posible que él fuera uno de esos idiotas.