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Trigésimo octavo, o cuando los dos guardamos silencio
—¿Té? —me preguntó el señor Reed, pero yo aún estaba demasiado aturdida para contestar.
Hice un esfuerzo por tragar el nudo que se me había formado en la garganta y le di la orden a mi estómago de calmarse y parar el demencial revoloteo que me hacía estar como un flan de la cabeza a los pies.
Él esbozó una sonrisa traviesa, se separó de mí y regresó a la estufa para retirar el hervidor.
No sabía si sentirme halagada u ofendida. Por una parte, sus palabras podían significar que le gustaba; por otra, sabía perfectamente que le divertía tomarme el pelo cuando estaba de buen humor.
Tal vez fueran ambas cosas. Respiré hondo. Me incliné con torpeza hacia el libro que me había resbalado de las manos del susto y observé cómo el señor Reed vertía el agua en una tetera. A continuación, la colocaba en la mesa del salón junto con dos tazas.
Parpadeé sorprendida cuando por fin lo entendí. ¡El señor Reed me había invitado a un té! Así pues, iba a quedarme allí un buen rato.
El nudo en el estómago se fue deshaciendo poco a poco.
Me acerqué al sofá, vacilante, con el libro contra el pecho. Me senté, con cuidado de que no se me vieran los calcetines de lana.
El señor Reed llenó nuestras tazas y yo seguí con los ojos el movimiento de sus manos, cómo posaba los delgados dedos en el asa de la taza, cómo los tendones se tensaron en su antebrazo al levantar la taza de té llena.
Me gustaban sus manos; me puse a imaginar cómo sería que me acariciara las mejillas con los dedos.
Me dio la taza sobre un sencillo platito. Acto seguido, me saqué esas ideas de la cabeza. Acepté la taza e intenté no pensar en nada mientras nuestras miradas se encontraban. Al mismo tiempo, deseé poder quedarme allí para siempre.
El bibliotecario se dejó caer con cierta torpeza en la butaca que estaba más cerca del sofá, cogió su taza de té y luego un libro que estaba entre los dos sobre la mesita auxiliar. Lo abrió con naturalidad y, sin decir más, se colocó las gafas y lo hojeó un rato antes de ponerse a leer.
Tardé un rato en calmarme lo suficiente para dedicarme también al libro que tenía en el regazo. Bebí unos cuantos sorbos de té. Sabía bien. Era suave, como a mí me gustaba. Cerré los ojos un instante.
El corazón me latía aún con demasiada fuerza; pero, por lo demás, reinaba una calma agradable. Fuera, el viento azotaba de vez en cuando las contraventanas; en algún lugar se oía el tictac de un reloj y la madera crujía a medida que iba siendo consumida por el fuego en la estufa.
Abrí de nuevo los ojos. Me sentía un poco rara leyendo en presencia de un hombre y me pregunté por qué. Al fin y al cabo, antes no me molestaba. El señor Reed pasó la página, se subió las gafas en la nariz con aire ausente y no pude evitar sonreír. Me encantaba aquella imagen de él.
Yo también abrí el libro que había escogido y comprobé para mi sorpresa que se trataba de la autobiografía de un filósofo español. Me di por satisfecha y me puse a leer mientras me bebía el té.
Así pasamos el tiempo, sin necesidad de hablar. Que nos pareciéramos tanto no era negativo. Por primera vez estaba a gusto leyendo en compañía de otra persona. No tenía que fingir, mostrarme sociable o avergonzarme por no serlo demasiado. Estábamos los dos juntos sentados en una habitación, cada uno con su libro, con la mente en distintos temas, pero, aun así, era como si compartiéramos un mundo común.
Sonreí y estiré las piernas sobre el sofá para ponerme más cómoda. Si alguien podía llegar a entenderme de verdad, ese era Thomas Reed, pensé. Lo miré con disimulo por encima de mi libro.
Debió de notarlo, pues también me miró, un instante; una sonrisa furtiva asomó en sus labios.
Me refugié de nuevo en mi libro, pero no pude evitar ruborizarme. Pero, por lo menos, así el señor Reed no me vería. Finalmente, decidí sumergirme en la página que tenía delante, para no dejarme llevar por mis sentimientos.
Cuando el sol se fue poniendo y estaba demasiado oscuro para leer, el señor Reed cerró su libro, se levantó y encendió las lámparas. La levantó y la puso justo a mi lado.
—Gracias —murmuré, y seguí leyendo a toda prisa el párrafo hasta el final.
El señor Reed no se movió de su sitio detrás del respaldo del sofá y yo levanté la mirada del libro, intrigada. Lo vi ahí de pie, mirándome de arriba abajo. Por un instante, creí ver brillar algo en sus ojos, algo que hizo que se me parara el corazón, que me flaquearan las piernas. Menos mal que estaba sentada.
Se inclinó hacia mí muy despacio, solo un poco. Sentí una sacudida en todo el cuerpo. No sabía qué hacer, o si debía hacer algo.
El señor Reed parpadeó y se incorporó de nuevo con brusquedad.
—¿Le apetece cenar? —me preguntó, como si fuera de lo más natural.
Yo, en cambio, estaba completamente rígida.
Mi mente me decía que era peligroso estar en casa de un hombre, pero mi corazón no dejaba de preguntarse por qué no me besaba de una vez.
—Buena idea —contesté con un hilo de voz.
Bajé la mirada a mis piernas, dobladas en forma de ángulo en el sofá. Tenía mucho calor, apenas podía respirar.
Nunca en mi vida había deseado que me besaran. Nunca jamás. Y, sin embargo, ahora no podía contener el deseo. ¿Cómo podía ser? ¿De dónde me venían esas ideas?
Cohibida, me pasé la lengua por los labios, cerré el libro y puse los pies sobre el suelo.
—Pero debería ponerse unos zapatos mejores —bromeó él, y se retiró del sofá.
Aquel comentario no ayudó a disipar mi rubor. Solté un bufido nervioso: ese hombre siempre conseguía sacarme de quicio con nimiedades.
Se puso la chaqueta y yo salí a toda prisa del apartamento para ir a buscar mis zapatos. Cuando cerré la puerta, él me estaba esperando en el pasillo, apoyado en la pared.
Bajamos la escalera juntos, mientras intentaba dominar los nervios.
—¿Le gusta el libro? —me preguntó.
Se acercó a mí, con las manos en los bolsillos de los pantalones marrones. Me miró. Su mirada trasmitía una ternura insólita y con la ceja derecha hizo un gesto de interés. Cuando Thomas Reed mantuvo su mirada en mí, noté un cálido remolino en el estómago y un mareo.
—Está sorprendentemente bien —contesté, sin poder controlar mi sonrisa.
—Lo leí hace siglos —me respondió, al tiempo que hacía un gesto pensativo con la cabeza—. Pero recuerdo las rosas españolas, parecía obsesionado con ellas.
—Yo creo que las rosas son una metáfora —afirmé con mi tono de sabionda.
El señor Reed me miró sorprendido y yo me eché a reír.
—¿De verdad? ¿Y de qué? —me preguntó asombrado cuando llegamos al final de la escalera.
—De los amores, señor Reed —contesté, divertida.
Él se quedó un poco aturdido.
—Ah —dijo, y me dejó pasar.
La puerta al comedor estaba abierta: era un día de mucho ajetreo. Con todo, no nos dejamos amedrentar y entramos en la salita. Había un banco libre en la parte trasera. Con suavidad, el señor Reed me puso la mano en la espalda para guiarme por la sala.
Noté calor al instante. Apenas podía disimular de lo fuerte que notaba el latido del corazón contra las costillas. De no haber tanta gente en la sala generando tanto ruido, el señor Red también lo habría oído.
Me empujó hacia un lado del banco; ese gesto me hizo pensar en el baile. En nuestro baile, en su mano en mi espalda, su cuerpo cerca del mío, mi mano en la suya. Como si no estuviera ya lo bastante confusa por el caos de mis sentimientos, volví a ruborizarme porque deseé tenerlo cerca.
Sin embargo, eso era enamorarse: había que aguantarse. Por mucha vergüenza que me diera, también me hacía sentir una felicidad que no se puede entender hasta que no se vive.
La tía Lillian me había dicho que no bastaba con leer sobre el amor para comprenderlo. Y tenía razón.
—¿Y qué leía usted? —le pregunté cuando se sentó en una silla frente a mí y se abrió los botones de la chaqueta.
—Nada muy emocionante —me contestó, y apoyó los codos en el canto de la mesa.
No pude evitar sonreír. Un caballero de la alta sociedad jamás haría algo así. En cierto modo, me gustaba que no se hubiera criado con las obligaciones de la etiqueta. Con eso me decía que no me hacía falta ser perfecta en su presencia. A un hombre como él ni le iba a gustar ni a molestar. Eso era todo un alivio.
No era buena siendo perfecta. A veces, lograba parecerlo, pero resultaba cansado y descorazonador. Lo consideraba más una herramienta que un rasgo de mi carácter.
—Es como tantos otros libros. El relato de un hombre que es manipulado por una mujer y acaba contrayendo deudas. Es excesivo y previsible —se lamentó.
Hice un gesto de desesperación.
—¿Por qué lo lee si no le gusta? —pregunté.
Él soltó un gemido nervioso.
—Lo he empezado y soy incapaz de dejar los libros sin terminarlos —gruñó, y apoyó la barbilla en la mano izquierda.
—Entiendo —confesé, y me encogí de hombros—. Pero ¿de verdad hay tantos libros sobre hombres que se dejan manipular por mujeres? —pregunté con escepticismo.
—Uf, infinidad de ellos —se lamentó.
Por el rabillo del ojo vi que la señora Christy salía de la cocina. Nos miró, sonrió y se acercó con resolución a nosotros.
No le presté mucha atención, pues me pasaban por la cabeza las novelas que había leído. Recordé sin querer de El viaje de Claire a la Luna, donde el protagonista, Robert, renunciaba a su sueño de volar por su gran amor, Claire, para que pudieran estar juntos.
—Seamos sinceros. Puede que se diga que la mujer es el sexo débil, pero son la perdición de todos los hombres, quieran o no —dijo el señor Reed con insolencia.
No pude replicarle porque en ese momento llegó la señora Christy con una sonrisa triunfal en el rostro y nos miró como si viera algo más que dos personas cenando juntas.
Me perdí en mis pensamientos. Recordé lo mucho que Henry adoraba a Rachel. Y luego a mi padre, que se dejaba convencer de prácticamente todo si mi madre se ponía de morros.
De pronto, entendí qué debía hacer para ayudar a mi hermano a ser feliz.