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Cuadragésimo tercero, o cuando puse mi plan en marcha

Era como si lleváramos una eternidad sentados en ese armario, pero como si a la vez el tiempo que llevábamos ahí me pareciera muy corto. Estábamos callados, apenas nos movíamos. Podía oír el latido desbocado de mi corazón. Thomas me abrazaba, dejó los dedos como estaban y yo disfruté de la cercanía.

Fuera volvieron a llamar a la puerta. Y luego, una última vez. Después se hizo el silencio. Al cabo de un rato, ambos supimos que la señorita Brandon-Welderson se había ido.

Deberíamos habernos levantado, dejar el aire pegajoso y caliente del armario y por fin estirar las piernas. Sin embargo, nos quedamos ahí, sin saber quién de los dos daría el primer paso que acabaría con aquella intimidad.

Me quedé quieta, fingiendo no ser consciente de que ya había llegado el momento y procuré sumergirme en los sentimientos que me provocaban tanta agitación. El latido del corazón, el cosquilleo en el estómago, la maravillosa sensación de notar las manos de Thomas, una en el costado y la otra entrelazada con la mía.

Entonces Thomas se movió y comprendí que se había terminado. Retiró la mano con mucha suavidad, se aclaró la garganta, cohibido, y empujó la puerta del armario desde dentro.

El momento había pasado, y con el aire fresco llegó también la realidad. Y la realidad era que había estado en un armario sentada en el regazo de un hombre.

Noté cómo la timidez se iba apoderando de mí y las mejillas se teñían de rojo; me apoyé en la pared del armario para ponerme en pie y salir de él.

Tenía las piernas entumecidas. En cuanto me incorporé, noté un terrible hormigueo. Di dos pasos inseguros, me erguí junto al escritorio y procuré no mirar a Thomas bajo ningún concepto. Él también salió del armario y se alisó la camisa y el chaleco.

Por suerte, no nos había visto nadie. No quería ni imaginar la vergüenza si aquello llegaba a oídos de mi tío. ¡O de mi padre, Dios no lo quisiera!

Tomé aire, lo expulsé con calma y me dije que, al fin y al cabo, no había sido idea mía. Había dicho bien alto y claro que no iba a meterme en ese armario por voluntad propia, y no lo había hecho.

Me había obligado. Thomas me había sujetado y me había arrastrado. Pese a que moralmente no podía aprobarlo, había sido maravilloso.

Noté frío en el despacho expuesto como estaba a las corrientes de aire, eché de menos el calor de Thomas y la sensación de protección que había tenido dentro del armario.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Thomas, que se había puesto a mi lado.

Alcé la vista hacia él. Me miró, confuso y alterado a la vez. Tenía el pelo desgreñado, las manos demasiado lejos. Los labios poseían ese mágico atractivo que me impedía apartar la vista de ellos.

Sin embargo, me contuve. Ya había vivido emociones suficientes durante los últimos minutos.

—Sí —contesté con un hilo de voz, cosa que ya no me parecía tan fantástica—. Es que se me han dormido las piernas —le expliqué.

Thomas esbozó una media sonrisa. Se me derritió el corazón en el pecho.

—Por suerte no lleva faldas tan amplias; de lo contrario, no habríamos cabido —bromeó, con las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones.

Me alegré de que se lo tomara todo tan a la ligera, porque hacía que la situación fuera menos bochornosa. Hice una mueca, pero no pude evitar sonreír.

—Está usted loco —le solté con grosería.

—Bueno, puede ser. Pero conmigo no se aburre, ¿no? —contestó con descaro.

Pero no podía más que darle la razón. Solo con estar en una habitación con él sentada, leyendo, ya se creaba un ambiente muy agradable. Deseé tener tiempo, los dos con un libro, solo para poder seguir estando juntos. Sin embargo, estábamos en la biblioteca, y teníamos trabajo.

Moví los dedos de los pies en los zapatos para ver si podía volver a usar las piernas y me separé del borde de la mesa, cuando las punzadas desaparecieron.

Thomas siguió con la vista clavada en mí, me estaba estudiando. Su mirada silenciosa hizo que me sonrojara.

—Luego volveré a trabajar —dije con más firmeza, atrapada por su mirada.

Me pregunté qué sentía al mirarme. ¿Estaba tan enamorado como yo o ese tipo de sentimientos estaban reservados al género femenino?

—Hágalo —soltó Thomas con una sonrisilla.

Casi me muerto cuando sus ojos castaños me miraron como si pudieran ver mi alma.

Me tragué el nudo que se me había formado en la garganta, intenté luchar contra el mareo que sentía en la barriga, levanté la falda con los dedos para caminar mejor y hui de Thomas.

Abrí la puerta del despacho y me precipité a la galería circular. Estuve a punto de chocar con un estudiante que hacía equilibrios con un montón de libros.

Me disculpé a toda prisa, recé en silencio para que Thomas no me hubiera visto y bajé a mi sala para calmarme de una vez. Seguía teniendo el corazón desbocado y apenas comprendía qué acababa de suceder. Una idea se imponía sobre las demás: le gustaba a Thomas Reed.

Tenía que ser así. Valoraba mi compañía, se reía y bromeaba conmigo. Había notado lo rápido que le latía el corazón cuando estuve tan cerca de él. No había retirado la mano, incluso me había abrazado y sus miradas lo decían todo.

Tal vez no tuviera mucha experiencia en el terreno sentimental. Y era cierto que con el señor Boyle se me habían pasado muchas señales, pero había que ser ciega y sorda para no darse cuenta esta vez.

Noté una ola de frío y de calor que me bajaba por la espalda. Una alegría desenfrenada me invadió de golpe.

Después de eso, me costó una barbaridad volver a concentrarme en el trabajo. Hice poca cosa y no paraba de cruzarme con Thomas, como si encima provocara esos encuentros.

Me sonrió con cierta picardía en los ojos y procuré recordar cómo era al principio de conocernos. Como mínimo, no sonreía tanto. De eso estaba segura.

Y yo tampoco.

Empecé a imaginar cómo podría ser el futuro. Me quedaría en Londres, trabajaríamos codo con codo en la biblioteca hasta que uno de los dos reuniera el valor para declararse.

O sucedería sin más. Simplemente, un día nos encontraríamos y sabríamos lo que sentíamos, sin necesidad de decirlo.

Sonreí discretamene. Me sentí muy animada… hasta que me acordé de Henry.

Ya eran casi las cuatro cuando caí en la cuenta de lo que me esperaba. Fue como un golpe en las entrañas.

Me iba de compras por la ciudad. Con mi madre. Y Rachel.

Noté de nuevo la carga sobre mis hombros. Puse los pies en el suelo e intenté prepararme para lo que se me venía encima.

Fui a buscar mi abrigo, me tapé bien con la bufanda y bajé la escalera.

Thomas estaba cerca, apoyado en la barandilla de la galería circular, así que me detuve en el primer peldaño de la escalera para despedirme antes de irme.

Lo observé un momento, cómo miraba con intensidad el libro, cómo se le deslizaban las gafas por la nariz y movía pensativo el reloj plateado de bolsillo con la mano que le quedaba libre. Sentí un revuelo en el corazón y esa agradable sensación en el estómago.

—Que tenga una buena tarde, señor Reed —le dije con cautela.

Él levantó la mirada del libro enseguida.

—Ah, ¿se va? —dijo, un tanto confuso, y se dio la vuelta para consultar el reloj del vestíbulo.

—Sí —contesté con una sonrisa.

Thomas me miró de nuevo y sacó a toda prisa el reloj del bolsillo. En su rostro vi claramente que intentaba decirme algo que por algún motivo no le salía. Esperé con paciencia, sin agobiarlo. Así pasaba un rato más con él.

—¿Esta noche cenará en nuestro comedor? —me preguntó tras una pausa demasiado larga.

Las mariposas que revolotearon en mi estómago casi hicieron que me desmayara allí mismo. Supuse que lo decía porque quería que cenáramos juntos.

Sin embargo, los ánimos se desplomaron enseguida cuando fui consciente de que no podría porque tenía pensado pasar la noche en casa de mi tío. Me dolió casi físicamente tomar la decisión de anteponer la felicidad de Henry a la mía. Hice un gesto de disculpa.

—Me temo que tendré que pasar la noche con mi madre —dije con la respiración entrecortada, deseando que la situación fuera distinta.

Thomas asintió. Si mi respuesta le había supuesto una decepción, lo disimuló perfectamente. Solo la sonrisa desapareció de la comisura de los labios.

—Entonces que lo pase usted bien, señorita Crumb —se despidió, e inclinó la cabeza como para hacer una reverencia.

El calor del estómago se convirtió en un intenso hormigueo.

—Gracias, señor Reed —contesté.

Disfruté durante un segundo de más del contacto visual y me forcé a girar la cabeza y bajar los escalones.

Noté la mirada de Thomas clavada en mi espalda, pero intenté concentrarme para no dar un traspié o hacer algo igual de vergonzoso. Con todo, llegué a la salida sin incidentes y salí al frío invernal.

El aire fresco me ayudó a aclarar las ideas. Caminar rápido por el recinto de la universidad me dio la perspectiva necesaria para prepararme para lo que se avecinaba.

Llamé a la puerta de casa de mi tío. Antes de volver a golpear los nudillos en la madera, mi madre abrió la puerta.

—¡Aquí estás! —exclamó, eufórica y con un brillo en los ojos. Estiró los brazos hacia mí. Le concedí el gusto y dejé que me diera un abrazo.

Ya estaba preparada, con abrigo, bufanda y guantes gruesos de lana. Acto seguido se puso a parlotear, encantada: sobre la moda actual, las mejores tiendas de Londres y la pequeña casa de té en la que había estado con la tía Lillian la semana anterior y que quería enseñarme sin falta.

Le ofrecí el brazo para que se apoyara. Ella me miró con cierto asombro, pero no dudó ni un segundo por si cambiaba de opinión. Seguro que le sorprendía tanta amabilidad por mi parte, pero iba a hacer todo lo que normalmente deseaba para no causarle ningún disgusto.

No esperaba ninguna queja, no era una persona muy desconfiada. De hecho, con los alicientes adecuados era una persona muy alegre.

La escuché, incluso hice comentarios y procuré no pensar en Thomas Reed. No me salió muy bien, pues su imagen seguía poblando mis pensamientos. Miré a mi madre y me pregunté qué pensaría si lo supiera.

Siempre había deseado que me enamorara, y eso implicaba casarse con ese hombre. Pese a que sus elecciones siempre eran jóvenes adinerados de familias bien consideradas, aquello no significaba que no valorara nada más. Se debía más bien a que eran los únicos hombres solteros en nuestros círculos sociales.

Sin embargo, no podía imaginar del todo qué pensaría de Thomas Reed. Puede que no le importara que acabara con un hombre que no se correspondiera con mi posición social, pero es que Thomas no tenía muy buena reputación.

Mi tío no tenía una buena opinión de él, como el resto del mundo. Era huraño, maleducado y no muy sociable.

El primer encuentro sería terrible, pensé, así que procuré quitarme la idea de la cabeza. Ahora no servía de nada pensar en ello.

Llevé a mi madre hasta la pastelería donde nos encontraríamos con Rachel. Ahí estaba ella, en pleno frío, con un abrigo grueso y los hombros encogidos.

La saludé de lejos y vi cómo se ponía aún más rígida. Debía de estar de los nervios. Tenía los ojos muy abiertos, la boca torcida, en forma de corazón, y las cejas unidas en un gesto de preocupación.

—Esa es mi amiga Rachel —le dije a madre.

Ella levantó la vista hacia donde yo estaba mirando.

—Ah —dijo, sorprendida. Luego me miró, desconcertada—. Pero esa no es la chica con la que sueles salir, ¿no? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—No, madre. Esa es Elisa —le confirmé, y cambiamos de acera.

Mi madre lo aceptó sin más y nos levantamos las faldas para pasar por encima del lodo con nieve que se había acumulado en los bordes de la calle.

—Buenos días, Rachel —la saludé con una sonrisa, como si fuéramos amigas desde hacía tiempo.

—Buenos días, Animant —respondió ella con un hilo de voz, y miró con timidez a mi madre.

—Rachel, déjame que te presente a mi madre, la señora Charlotte Crumb. Madre, esta es mi buena amiga Rachel Cohen —las presenté, y esbocé una sonrisa de oreja a oreja para facilitar el acercamiento.

Rachel también intentó sonreír, pero le daba mucha vergüenza, aunque a mi madre le importó poco. Observaba con curiosidad el dulce rostro de Rachel y le hizo un gesto amable con la cabeza.

—Bueno, vamos a investigar las maravillosas tiendas de Londres —dijo mi madre con ímpetu. Rachel sonrió con más ganas—. Dígame, señorita Cohen, ¿vive en Londres? —preguntó mi madre directamente.

Rachel asintió a toda prisa.

—Sí, hace más de cinco años —contestó.

Mi madre la miró asombrada.

—Eso es fantástico —exclamó, y dio una palmada con las manos enguantadas—. ¿Sería tan amable de enseñarnos sus lugares preferidos? —preguntó.

Y nos pusimos en marcha poco a poco.

—Claro, señora Crumb. Como desee —accedió Rachel.

Mi madre caminó hacia delante con tanta energía que la falda se balanceaba con alegría.

Reprimí una mueca divertida y me alegré de no haberme equivocado con mi madre. Siempre estaba dispuesta a conocer a gente nueva, era sociable y vivaz, y el nuevo entorno de Londres había dado alas a su carácter, de natural alegre.

—Así pues, ¿adónde vamos primero? —preguntó mi madre, lo que me hizo salir de mis pensamientos.

—Bueno, en realidad, no necesito mucho —confesé. Ya me había preparado lo que quería decirle a continuación—: Es más por la salida en general.

Mi madre hizo un gesto con una ceja, como si aquello le molestara.

—¿Es irónico? —me preguntó con escepticismo.

Me eché a reír. Tenía toda la razón en desconfiar de mí en ese momento. Antes jamás habría dicho algo así.

Pese a que en ese momento tenía motivos ocultos, ya no me parecía tan improbable querer pasar tiempo libre con mi madre. La estancia en Londres nos había acercado, esperaba poder tener una mejor relación con ella en el futuro.

—No, madre. He aprendido —le aseguré.

Mi madre adoptó una expresión tan pícara que enseguida imaginé cómo debía de ser de joven.

Se inclinó más hacia mí.

—No sabes la alegría que me das —dijo.

Me eché a reír.

—Sí, lo sé perfectamente —repuse, dándole un empujoncito juguetón—. Pero es de mala educación cuchichear cuando excluyes a una tercera persona —le reprendí, como hacía ella tan a menudo conmigo.

Mi madre se incorporó.

—Por supuesto —dijo, y se volvió hacia Rachel, que caminaba en silencio a nuestro lado y había seguido aquella breve conversación.

—Disculpe, señorita Cohen. Debe saber que mi hija puede ser muy descortés —afirmó mi madre.

Hice un gesto de desesperación con la cabeza.

Rachel se rio y procuró retirarse de la frente un mechón extraviado con la gruesa manopla.

—Sí, lo sé —confirmó con una dulce sonrisa—. El día que nos conocimos me lanzó una bola de nieve a la cara —soltó.

Mi madre me miró sorprendida y yo sentí ganas de que me tragara la Tierra.

—¡Fue sin querer!

Pasamos por una calle ancha y luego nos dejamos guiar por Rachel hasta un estrecho callejón del barrio antiguo de Londres.

—Es cierto —dijo Rachel entre risas.

Mi madre se rio con ella.

—No lo puedo creer. Normalmente, tiene un carácter muy avinagrado —dijo.

—No tengo un carácter avinagrado —me defendí en tono neutro, y pensé en Thomas.

En mi Thomas, maravillosamente enfurruñado. Me atraía tanto con su mirada sombría y el pelo alborotado como en su versión alegre y algo pícara.

—Aparte de nuestra manera de conocernos poco convencional, Animant siempre ha sido de lo más encantadora conmigo —dijo Rachel.

—De algo tenía que servir mi educación —bromeó mi madre.

Y Rachel me miró riendo.

Podría haberme ofendido, pero lo dejé pasar. Mi plan empezaba a funcionar. Mi madre y Rachel se entendían. Tenían la misma manera ingenua de ver las cosas, les gustaba reír y disfrutaban de las pequeñas cosas de la vida. Rachel tenía buen corazón, mientras mi madre sentía debilidad por las chicas tímidas.

Rachel nos llevó a una pequeña casa de té, donde estuvo conversando animadamente con mi madre sobre las distintas clases de té y sus sabores. Yo intervenía muy de vez en cuando y dejaba que las cosas siguieran su curso.

Las tres compramos algo y luego nos pusimos en camino a ver a un modisto para encargar tres blusas muy sencillas para mí. Mi madre se quejó porque me daban un aspecto aún más severo, y Rachel me convenció para que añadiera un ribete fino en los puños.

Daba miedo ver lo rápido que se habían compinchado contra mí. Pero cuando las veía reír tapándose la boca, me alegraba al ver lo rápidamente que Rachel había superado su timidez.

Solo había pasado una hora y ya nos habíamos quedado entumecidas por el aire gélido del principio del invierno londinense. Ansiaba tomarme una taza de té y una porción de pastel. Mi madre estuvo de acuerdo, y Rachel nos llevó al parque, en cuyo lateral había una casa de té.

Un grupo de cuatro hombres jóvenes se acercó a nosotras cuando íbamos a cruzar la calle para llegar al tentador calor de la casa de té. Llevaban abrigos oscuros, sombreros de copa propios de la clase alta y se reían a carcajadas. Sin embargo, al verlos, Rachel bajó la cabeza del susto.

Me di cuenta porque estaba justo al lado; al contraerse, chocó contra mí. Fue un instante, luego los chicos nos observaron más de cerca y uno fijó la mirada en Rachel.

—Eh, mirad, ¿esa no es la hija del judío chiflado? —exclamó más alto de lo que debiera.

Los demás la miraron.

—¡Sí, tienes razón! —le contestó otro.

Rachel se fue empequeñeciendo a mi lado, pero procuró no hacerles caso.

No paraba de mirar a mi madre, que observó a los muchachos molesta, pero sin entender qué estaba pasando.

Yo sí lo sabía. Sabían que Rachel era judía y era evidente que se estaban riendo de ella. Y eso, además de ser de mala educación, era bastante ruin.

Se acercaron mucho a nosotras. Uno incluso se inclinó hacia nosotras.

—Vaya, vaya —dijo, y a mí se me fue la mano sin querer.

Con un movimiento rápido, le di un golpe en la nuca al chico, que se estremeció del susto y estuvo a punto de perder el sombrero. Se me quedó mirando con ojos desconcertados, incapaz de entender qué había pasado.

Sin embargo, me importaba poco. Pese a que no lo había pensado del todo por el arrebato, no me arrepentía ni lo más mínimo. Elisa había sido una influencia en mí mayor de lo que pensaba.

—Sal de mi vista —mascullé.

Levanté la cabeza de manera que casi lo superé en altura y lo fulminé con la mirada.

El muchacho no dijo nada, se limitó a mirar en todas direcciones por si nos estaba viendo alguien aparte de sus compinches; luego se fue a toda prisa.

Cuando estuve segura de que no iban a volver, aparté la vista de ellos y me volví de nuevo hacia la pobre Rachel, que miraba al suelo con la cara colorada y parpadeaba con rapidez para no llorar.

Suspiré para controlarme, no sabía qué hacer con mi rabia interna. ¿Por qué le gente tenía que ser tan idiota? Por supuesto, era la persona menos indicada para alardear de una conducta siempre impecable, pero jamás me comportaría de una forma tan horrible.

—¿Te encuentras bien, Rachel? —le pregunté, y le rocé el brazo.

Ella levantó la cabeza con cuidado, siguió parpadeando contra las lágrimas y asintió, reservada.

—Yo, eh, sí… —tartamudeó.

Mi madre la abrazó por la cintura.

—Vamos a tomar un té —dijo en ese tono cariñoso que solo era capaz de emplear una madre—. Eso aplaca los nervios —añadió, miró los carruajes que se acercaban y ayudó a Rachel a cruzar la calle.

Yo las seguí, asombrada por la abnegada predisposición a ayudar de mi madre. Probablemente, ni siquiera sabía qué estaba pasando, pero no lo preguntó y se ocupó del bienestar de esa chica.

Entramos en la casa de té. Dentro nos recibió el calor y una joven dama nos llevó hasta una mesita que había en uno de los reservados del fondo. El ventanal de ese rincón más bien oculto tenía vistas al parque nevado.

Pedimos tres tés y sendos trozos de pastel. Nos quitamos los abrigos y nos calmamos.

Rachel recuperó el color natural del rostro, mientras que mi madre hablaba a gritos de naderías para distraerla.

El té llegó rápido, pues, con tanta nieve en las calles, había mucha gente que no salía de sus casas.

La bebida caliente nos sentó de maravilla, y los pasteles, aún más. Estábamos hablando del clima de los últimos días cuando Rachel se disculpó un momento para asearse.

La seguimos con la mirada y una sonrisa; sin embargo, en cuanto desapareció por la esquina, mi madre se quitó la máscara alegre. Me miró confusa, con la inquietud reflejada en el rostro.

—¿Qué ha sido eso de antes? ¿Por qué esos chicos se han portado tan mal? —me preguntó.

Me sorprendió ese repentino cambio de actitud. No imaginaba que mi madre se hubiera tomado el asunto en serio y pusiera buena cara solo para Rachel.

—Se estaban mofando de Rachel —le aclaré, aunque imaginaba que mi madre también se había dado cuenta.

—Pero ¿por qué hacen algo así? —preguntó, horrorizada.

Lanzó una mirada en la dirección por donde Rachel había desaparecido. Arrugó la frente, reflexionó y decidí que era el momento de la verdad.

Resultaba evidente que a mi madre le caía bien y tenía que aprovecharlo antes de que sus propias cavilaciones tomaran un derrotero equivocado.

—Porque es judía, madre —dije. Vi el desconcierto en su mirada—. Pero no es motivo para preocuparse —añadí, procurando sonar tranquila y culta.

No podía imaginar que mi madre tuviera algún conocimiento sólido sobre los judíos. Probablemente, solo sabía lo que se contaba por ahí.

—Ah —exclamó, y juntó las manos en el pecho en un gesto de consternación—. Pero ¿no fueron los judíos los que crucificaron a Jesús? —preguntó.

Ese era justo el tipo de prejuicio que esperaba. Sujeté mi taza de té entre los dedos.

—Sí —confirmé, pero no lo dejé ahí—. Y Jesús también era judío. San Pedro era judío, igual que los demás.

Bebí un sorbo de té, para dejarle claro que no era un tema tan delicado como se solía considerar. Por supuesto, no era cierto, pero no ayudaría a nadie que se empecinara en un asunto así.

—Y los hombres que en las Cruzadas, con el pretexto de llevar a cabo una misión en Oriente Medio, masacraron a millones de personas eran cristianos —añadí, consciente de que ni siquiera mi madre podía replicar nada a eso—. Los seres humanos cometen atrocidades, pero no tiene nada que ver con su orientación religiosa, sino con que son seres humanos.

La miré esperanzada, para ver si estaba de acuerdo o me refutaba. Me aferré a mi taza, pese a que por fuera seguía procurando dar una impresión de sosiego.

Mi madre parpadeó unas cuantas veces y asintió, vacilante.

—Tú debes de saberlo —dijo, y respiré aliviada—. Si no lo sabes tú, ¿quién? —añadió.

No pude evitar sonreír al ver que empezaba a valorar mi erudición. Tal vez fuera porque por fin la aplicaba a cosas útiles y no para sentarme sola en un rincón detrás de un libro y desaparecer del mundo.

Por el rabillo del ojo, vi que Rachel se acercaba a nuestra mesa. Justo en el momento adecuado.

—Mírala —dije, y señalé con la barbilla en dirección a Rachel—. ¿Tú crees que sería capaz de crucificar a Jesús? —murmuré.

Mi madre miró a Rachel con una sonrisa conciliadora.

Rachel era realmente encantadora. Tenía las mejillas redondas ligeramente sonrosadas, y los rizos oscuros, recogidos. Llevaba un vestido de color rosa claro, sencillo pero con un estampado muy elegante. La amplia falda oscilaba al ritmo de sus pasos. Todos sus movimientos eran de una suavidad especial que dejaba traslucir su carácter apacible.

—No, tienes razón —dijo mi madre con un suspiro. Su sonrisa se volvió aún más amable—. Es un amor.

Rachel se sentó con nosotras, nos miró con timidez a mi madre y a mí, y me puse a parlotear de las tartaletas de la pastelería donde habíamos quedado, para evitar que se prolongara un silencio incómodo.

Mi madre no tardó en unirse. Estuvo un rato charlando con Rachel sobre las ventajas de la crema de mantequilla frente a una simple cucharada de nata. Aproveché para terminarme el té. Las dos acabaron charlando con las cabezas muy juntas. En un momento de descuido, mis pensamientos se desviaron.

Me esforcé por centrarme y prestar toda mi atención a Rachel y a mi plan, que ya había superado la segunda dificultad. Sin embargo, mis pensamientos no paraban de ir a Thomas Reed, a sus dedos largos y fuertes sujetando una taza de té, a la expresión de su rostro al tomar el primer sorbo; luego abría los ojos y me lanzaba esa mirada provocadora por encima del borde de la taza.

Se me aceleró el corazón y noté aquellas mariposas en el estómago. De pronto, mi madre me tocó con una mano y regresé a la realidad de un respingo.

—Tenemos que llevarnos unos cuantos pasteles a casa, Ani —exclamó, exultante.

Asentí, aunque aún me estaba comiendo el trozo que había escogido. Pero los pasteles siempre sentaban bien. Sobre todo a los nervios y a un estómago débil.

—Y tú tienes que quedarte a cenar, querida —le dijo de pronto a Rachel, que se la quedó mirando, asustada. Mi madre, en cambio, no se dio cuenta por la emoción—. También estará mi hijo Henry. Es un joven maravilloso. Tengo que presentártelo —añadió mi madre.

Al oír aquel nombre, Rachel palideció. Temía estar con Henry en la misma sala, con mi madre, tío Alfred y tía Lillian. Seguro que no era buena actriz. Además, a Henry se le notaban las mentiras en la punta de la nariz. La tía Lillian no tardaría ni diez segundos en sospechar.

Pero Rachel no tenía la información de la que yo disponía. Por su tono de voz, supe que quería emparejarlos. Por lo visto, no solo tenía que buscarme una pareja a mí, sino también a Henry.

Casi era demasiado bueno para ser cierto. Mi madre ya se estaría imaginando la boda de Henry y Rachel, y eso era más de lo que esperaba lograr.

Mi plan solo había querido conseguir que mi madre le cogiera cariño a Rachel y accediera, por tanto, a que tuvieran una relación. Sin embargo, que intentara lograrlo ella misma era fantástico. Siempre se podía contar con la obsesión de mi madre por las bodas.