44
Cuadragésimo cuarto, o cuando fui la única que mantuve la calma
Mi madre compró un pequeño ejército de tartaletas porque fue incapaz de decidirse y las hizo enviar de la pastelería a casa. Nosotras también nos pusimos en camino.
Rachel había intentado rechazar la invitación con todo tipo de excusas, pero mi madre estaba decidida como nunca a juntar una pareja y no admitió réplica alguna.
Conocía muy bien ese método: así había conseguido muchas veces que fuera a recepciones, bailes y otras reuniones sociales.
Ya estábamos delante de la casa de mi tío; se apoderaron de mí ciertos nervios cuando mi madre hizo sonar la aldaba.
Rachel se agarraba con fuerza a mi brazo, que yo misma le había ofrecido. La expresión de su rostro cambiaba sin cesar. Estaba inquieta, miedosa, aterrada, pero, al mismo tiempo, contenta porque iba a ver a Henry y porque de aquella triunfal tarde había surgido la esperanza de que todo llegara a buen puerto.
Durante el camino le fui dando palmaditas en la mano, le aseguré que le había robado el corazón a mi madre y que no tenía nada que temer.
Oímos pasos en el pasillo. Esperaba ver el rostro callado y amable del señor Dolls abriéndonos la puerta, pero quien lo hizo fue mi padre.
Al reconocerlo, mi primer impulso fue soltar un grito y lanzarme a sus brazos con una sonrisa. Lo había echado de menos; en ese momento, fui consciente de hasta qué punto.
Con todo, al cabo de un segundo, noté a Rachel en el brazo y se me atragantó la alegría.
Mi padre estaba en casa: la confrontación era inevitable. Aquello no entraba en mis planes. Esperaba que mi madre regresara al campo en cuanto le anunciara que no iba a acompañarla. Allí le hablaría a mi padre de esa chica maravillosa que estaba hecha para su Henry y a la que, pese a ser judía, no se le podía poner ningún reparo.
Mi padre se ofendería, tal vez se pondría un poco brusco, pero mamá sabía cómo hacerle cambiar de humor.
Sin embargo, ahora era todo distinto. El método lento e indoloro se acababa de venir abajo en ese momento; noté cómo caía presa del pánico.
—¡Charles! —exclamó mi madre, exaltada, con el tono de una esposa enamorada.
A Rachel le quedó claro que ese era el señor Charles Crumb.
Tras él llegó Henry. Apareció a toda prisa por el pasillo, me miró primero a mí y esbozó una sonrisa vacilante. Sin embargo, cuando vio a Rachel, prácticamente pude comprobar cómo se le helaba la sangre en las venas.
Volvió a mirarme a mí, en busca de ayuda, confuso. No pude hacer otra cosa que disimular mis propios sentimientos y animarlo con la mirada. Mi padre nos invitó a pasar y me saludó con un fuerte abrazo. Entonces se dio cuenta de que no habíamos llegado solas.
—Esta es mi querida amiga Rachel —dije.
Él ladeó la cabeza mientras ella hacía una reverencia, cohibida.
—¿Cómo es que estás en Londres? —pregunté, procurando sonar contenta, cosa nada fácil, viendo el rostro pálido de Rachel por el rabillo del ojo.
—Os echaba de menos. La casa estaba muy vacía y pensé en venir a Londres, pasar unos días bonitos juntos y luego volver todos a casa —explicó mi padre, exultante.
Era evidente que lo consideraba un plan perfecto. No obstante, estaba poniendo en peligro el mío. Además de presentarse de la forma más inoportuna una noche que podría haber sido tan prometedora, creía que iba a volver a casa con él y con mi madre.
Sin embargo, ahora no era el momento oportuno para soltarle que había decidido quedarme en Londres. La situación ya era lo suficientemente crítica como para meter baza con mis cosas.
Si, contra todo pronóstico, superábamos bien aquella noche, podría decírselo al día siguiente a primera hora. Ya sería con la suficiente antelación.
Mi padre llevó a mi madre al salón, se puso a hablar de su viaje, y Henry, Rachel y yo nos quedamos en el pasillo.
—Esto es un desastre —susurró Henry.
A mi lado, Rachel apenas pudo controlar el pánico.
—No lo es. Lo conseguiremos —dije.
Tomé la mano de Rachel para llevarla al salón. Si nos quedábamos más tiempo ahí, levantaríamos sospechas.
Nos sentamos en un sofá pequeño delante de mis padres. Henry se instaló junto a la chimenea. Estaba inquieto y me dieron ganas de zarandearlo para que no pusiera las cosas más difíciles.
Por lo menos conseguí mantener la calma e implicar a Rachel en una conversación superficial sobre el uso de los polvos de tocador. Yo hablaba en voz baja. Ella se esforzó por contestar sin mirar a Henry todo el tiempo. No obstante, ambos eran muy malos disimulando sus sentimientos. Solo les faltaba un cartel que dijera: «¡Nos queremos! ¡Pero sabemos que el nuestro es un amor prohibido!». Cuánto dramatismo.
Cuando el tío Alfred llegó a casa, saludó a mi padre, eufórico. Se alegró de tener tantas visitas aquella noche. Por supuesto, también le dio la bienvenida a Rachel y le aseguró que el asado de cerdo de su casa era de los mejores de todo Londres.
La dulce sonrisa se desvaneció del rostro de Rachel; le apreté la mano mientras me preguntaba cómo se podía tener tanta mala suerte en una sola noche. ¿No podía ser otra cosa? ¿De verdad teníamos que servirle cerdo a una judía?
Antes de que se me ocurriera algo para disculpar a Rachel apareció la tía Lillian y nos llamó a la cena con una sonrisa de oreja a oreja.
Era una persona muy hospitalaria. Le gustaba la compañía e incluso bromeó y dijo que con tanta gente ya podría ser una pequeña fiesta.
Tomamos asiento en la mesa: Rachel a mi izquierda, Henry a mi derecha. Podía notar la tensión casi físicamente.
En la cabecera de la mesa, estaba sentado el tío Alfred; al lado, su hermano; y frente a nosotros, la tía Lillian y mi madre, que enseguida se puso a cuchichear sin parar de lanzar miradas furtivas a Henry, que intentaba parecer desinteresado.
Seguro que mi madre le estaba contando su intención de emparejar a Henry con Rachel. Me habría alegrado, sin duda, si mi padre no hubiera estado presente.
Llegó la comida y noté que se me hacía la boca agua. Tenía una pinta deliciosa. Estaba tan tensa que anhelaba un buen pedazo de carne. Sin embargo, debía mantenerme fuerte por Rachel.
Mi padre bendijo la mesa y luego se sirvió la comida. El señor Dolls recorrió la mesa y fue dejando a cada uno una ración generosa de asado de cerdo en el plato. Sirvió a Henry, que se había quedado de piedra. Luego me tocó a mí, pero negué con la cabeza.
—Gracias, señor Dolls, pero hoy voy a renunciar al asado —le dije.
La tía Lillian puso cara de sorpresa al otro lado de la mesa. Mi madre también se me quedó mirando, incrédula. Mi padre se aclaró la garganta, desconcertado.
—Me temo que nuestro copioso té me pesa un poco en el estómago. Los pasteles han sido demasiado —me disculpé. Luego me volví hacia Rachel—. ¿Verdad? —dije en busca de una confirmación.
Rachel se recompuso un poco.
—Ay, sí, tienes razón. Yo tampoco me encuentro muy bien. Tal vez esta noche deberíamos limitarnos a lo más ligero —concedió, y le acaricié la mano en un gesto de agradecimiento por su apoyo.
No sabía el sacrificio que estaba haciendo por ella. Henry tendría que devolvérmelo multiplicado por dos o por tres. Por mucho que le quisiera, con la comida no se jugaba.
—Bueno, como quieras —murmuró mi madre, un tanto molesta, pero se encogió de hombros y luego se dedicó a su plato.
Con todo, la tía Lillian no se dejó convencer tan fácilmente. Siguió con la mirada fija en mí, intentando interpretar mi extraña conducta. Aun así, tuvo la prudencia de no preguntármelo directamente.
El tío Alfred y mi padre se pusieron a hablar de negocios. No nos prestaban mucha atención y mi madre vi perfectamente que ya estaba planeando un asalto a Henry.
—Rachel —le dijo a la tímida chica. Ella levantó la cabeza con la mirada de un caniche asustado—. ¿Hace cuántos años que dijo que vivía en Londres? —preguntó mi madre, como si lo hubiera olvidado.
Reprimí un gesto de desesperación.
—Hace cinco años —repitió Rachel, obediente.
Mi madre miró a Henry.
—Mi hijo Henry lleva dos años estudiando Derecho en Londres. Seguro que alguna vez os habéis cruzado —comentó con naturalidad.
Henry alzó la vista.
—Londres es muy grande, madre. Y yo no salgo mucho —contestó, no con una calma absoluta, pero sí con la suficiente vaguedad para que luego no pudieran acusarlo de mentir.
Era la mejor táctica que podía emplear en ese momento.
Se puso a comer para tener algo que hacer mientras Rachel daba vueltas a las verduras a mi lado, nerviosa.
—Rachel, ¿a usted le gusta salir? —preguntó la tía Lillian.
Rachel asintió.
—Sí, mucho —confirmó ella, y esbozó una leve sonrisa muy dulce con sus sensuales labios—. Me gusta sobre todo la ópera —dijo.
Mi madre puso cara de asombro.
—Lillian —dijo, casi enfadada—, ¿cómo puede ser que lleve tanto tiempo en Londres y nunca se nos haya ocurrido ir a la ópera? —preguntó.
Me desesperé con ella, pero no me quejé. Mientras la conversación se mantuviera así de inofensiva, podríamos salir bien parados de la velada.
—Porque tantos gorgoritos me dan dolor de cabeza —gruñó el tío Alfred, aunque la mayoría no lo oyeron.
Solo mi padre dejó entrever una sonrisa mientras masticaba la carne.
—¿Y qué están poniendo ahora? —le preguntó mi madre a Rachel, a la que poco a poco se le iban tiñendo las mejillas de rojo.
—La Traviata y Carmen —contestó Rachel, de nuevo con un hilo de voz.
Cada vez tenía la respiración más distendida; poco a poco se iba relajando. Igual que yo.
Solo Henry seguía sentado con rigidez sin dejar de mirar el plato.
—¡Me gustaría ir a la ópera antes de irnos! —anunció mi madre, que miró a mi padre, quien asintió con benevolencia.
El tío Alfred negó con la cabeza.
—Pero sin mí —masculló.
Lillian soltó una risita. Le guiñó el ojo a su marido para animarlo y le dedicó una delicada sonrisa que lo ablandó un poco más.
—¿Nos acompañaría? —le dijo mi madre a Rachel, que no paraba de mirarnos indecisa a mi madre y a mí.
—Yo también iré, por supuesto —dije yo, esperando no tener que arrepentirme de ello.
No por la ópera, que sin duda sería magnífica, sino porque otra velada con mis padres y Rachel en un espacio reducido podía resultar hasta peligrosa.
—Entonces sería un placer —accedió Rachel.
Tema zanjado.
—Por supuesto, Henry tiene que acompañarnos —comentó mi madre como de pasada.
Conocía ese juego, había sido objeto de esas conversaciones en numerosas ocasiones. No podía creer lo feliz que me hacía no ser parte (por una vez) de los tejemanejes de mi madre.
Henry movió la cabeza, sin saber cuál era la respuesta correcta. Finalmente, me miró a mí, igual que había hecho Rachel.
Sin embargo, mi madre no se dio por vencida tan rápido.
—Te vemos muy poco. Haz a tu madre el favor y acompáñanos a la ópera —dijo, para que se sintiera culpable.
Tuve que reprimir una sonrisa, pues sabía perfectamente que Henry accedería.
—Por supuesto, madre —cedió, y por primera vez se permitió mirar a Rachel.
Ella también estaba levantando la cabeza: sus miradas se encontraron y hubo algo eléctrico en el ambiente; algo que, dadas las circunstancias, no nos convenía.
Dejé caer el tenedor con gran estruendo en el plato y los dos dieron un respingo; por lo menos, conseguí que dejaran de intercambiar miradas amorosas.
Por lo visto, a la tía Lillian no le pasó por alto, pero el resto no se había dado cuenta.
—Dígame, señorita… —dijo mi padre, con la muñeca apoyada en el borde de la mesa, intentando no manchar el mantel blanco con la cubertería pringada de salsa.
—Cohen —terminó mi madre, solícita.
Fue como si me hubieran dado una bofetada. No había pensado en eso en absoluto. Mi padre abrió la boca para preguntarle algo a Rachel, pero se detuvo en seco.
—¿Cohen? —le dijo a mi madre, desconcertado—. Pero ese es un apellido muy judío —exclamó.
Contuve la respiración. Claro que lo era. Y estaba claro que mi padre sería el primero en fijarse en algo así.
—Ah, ¿sí? —preguntó mi madre, sorprendida.
Me estaba dando el pie perfecto para una evasiva, pero no fui lo bastante rápida. Estaba tomando aire cuando mi madre dijo:
—Ella también es judía.
Cerré los ojos un momento, frustrada. La catástrofe era ya inevitable.
Mi padre tardó un segundo en procesar la información; luego la miró, perplejo. Sujetó los cubiertos con tanta fuerza que se estaba clavando las uñas en la palma de la mano.
—¿Es judía? —dijo demasiado alto.
Primero miró a mi madre y luego clavó la mirada en Rachel, como si esa chica dulce se hubiera convertido de pronto en un monstruo, allí mismo, delante de sus narices.
Rachel se hundió en su silla, aterrada. Apoyé mi mano en la suya para que supiera que estaríamos con ella.
—Pero… —empezó a decir mi madre.
Vi la resolución en su rostro, pero mi padre le quitó la palabra enseguida.
—¿En serio estabas intentando emparejar a nuestro hijo con una judía? —dijo indignado, hostil.
Mi madre también se estremeció al oírlo. Sabía que se opondría, pero no que reaccionaría con semejante odio.
Me sentí obligada a intervenir. Mi madre estaba asustada; Rachel, hundida; y Henry, petrificado, por desgracia.
De la tía Lillian y el tío Alfred tampoco cabía esperar ayuda, no parecían entender la gravedad de la situación.
—¿Y qué más da? —pregunté procurando emplear un tono desenfadado, para demostrarle que no me iba a dejar amedrentar por su súbito arrebato de ira.
—Será mejor que te calles, Animant —masculló mi padre. Por lo visto, aquello solo era el principio—. ¡Nos has traído a la chica cuando sabías perfectamente lo que es! —exclamó, exaltado.
Empecé a refugiarme en mi interior, para que no me afectaran sus palabras y mantener la mente clara.
Rachel casi me aplastaba la mano.
—¡Padre! —le reprendí con dureza, y levanté la barbilla para trasmitir seguridad.
Lo que estaba diciendo no era precisamente de buena educación. Más bien al contrario. Rozaba el insulto directo. Por mucho que supiera que para él la fe cristiana era un asunto muy serio, se había pasado de la raya.
Mi padre apretó los labios, lo que lo hacía parecer viejo y amargado. Luego soltó un bufido.
—Está bien, que sea tu amiga —retrocedió un paso para luego presionar con más fuerza—. ¡Pero jamás permitiré que Henry se interese por ella! —soltó.
Rachel rompió a llorar a mi lado. Sus sonoros sollozos sacaron a los demás de su aturdimiento. Mi madre dejó caer los cubiertos y miró con acritud a su marido; la tía Lillian sacó enseguida un pañuelo de bolsillo con el borde de encaje, aún demasiado impresionada por lo sucedido para decir nada.
Por fin, Henry rompió el duro cascarón. Cuando las primeras lágrimas rodaron por el rostro pálido de Rachel, se levantó de un salto, se colocó a su lado, la levantó con un movimiento fuerte de la silla y le dio un abrazo.
Ella enseguida me soltó la mano, miró a su novio y hundió la nariz en su camisa, con los ojos bien cerrados.
—¡Dios mío! ¡Lo sabía! —exclamó la tía Lillian, estupefacta.
—Da igual lo que diga, Rachel —le susurró Henry al oído.
La chica no paraba de llorar. Y mi hermano se lo repetía una y otra vez, como un mantra. Le besó el cabello mientras ella seguía agarrada a él como si se ahogara.
—¡Henry! —rugió la voz del padre, con un deje de inseguridad en la voz.
Para él había sido una sorpresa, igual que para mi madre y el tío Alfred.
—Voy a casarme con ella, padre. ¡Te guste o no!
Mi madre se llevó la mano al pecho, sin aliento. Todo aquello era demasiado para ella.
Para mí también. Me daban ganas de disculparme. Sin dejar un pedazo de carne en el plato. Quería desaparecer en el cuarto de invitados para leer un poco con calma y soñar con Thomas Reed. Podría haber pasado aquella velada con él, pero se me había ocurrido la locura de querer ayudar a mi hermano metiendo a mi familia en una pelea.
Por eso ahora no podía irme sin más. Tenía que quedarme y aguantar. Y cuando todos se hubieran alterado lo suficiente, me esforzaría por recoger los fragmentos del desastre.
—¡No lo harás! —repuso mi padre, igual de enojado que Henry.
Se levantó también para mirar a los ojos a su hijo.
—Pero, Charles —dijo de pronto mi madre, que lo miró aterrorizada—. Es una chica realmente encantadora. No podemos… —dijo.
Pero mi padre no la dejó terminar.
—¡Por favor, Charlotte! ¿Crees que eso de ir de compras era casualidad? ¡Era un engaño planeado para convencerte! —la reprendió.
Me dieron ganas de protestar, pero sabía que llevaba razón. Por lo menos, en eso.
—¿Quieres decir que Henry ha intentado manipularme? —preguntó mi madre, insegura.
Mi padre hizo un gesto enérgico con la cabeza, apartó la mirada de su mujer y la clavó en mí.
—¿Henry? No. Esos planes siempre son de Animant. ¿Verdad? —me dijo, desafiante.
Yo seguí callada, aunque me costó un esfuerzo infinito.
—Tal vez sea mejor que Rachel se vaya a casa de momento —intervino la tía Lillian en tono conciliador.
Se levantó despacio de la silla.
—¡Si se va ella, yo también me voy! —anunció Henry, con la mirada aún fija en mi padre.
—¡No te vas a ir, Henry! —rugió mi padre.
Me estremecí un poco. Nunca lo había visto tan fuera de sí.
Las posiciones empezaban a enrocarse y todos mis planes se estaban yendo a pique. ¿Cómo íbamos a salir bien librados de eso?
—¿Y cómo vas a impedírmelo? —replicó Henry, que entrelazó sus dedos con los de Rachel y pasó por mi lado a paso ligero, hacia el pasillo.
El señor Dolls fue presuroso a buscar los abrigos.
—¡Te lo advierto, Henry! ¡Si te vas ahora, hemos terminado! —amenazó mi padre.
Me estremecí ante la dureza de sus palabras.
Que el Señor nos asistiera.
El señor Dolls entregó con un movimiento rápido los abrigos a Henry, que cruzó la puerta con Rachel antes de que ella se hubiera puesto el suyo.
La puerta se cerró de un golpe, sellando nuestra desgracia. El silencio se impuso en la sala. Era abrumador, envenenado. Me oprimía de tal manera el pecho que apenas podía respirar. Todo había salido mal. Todo estaba roto. ¿Cómo podría haberlo evitado? Sin embargo, tenía la mente en blanco y no conseguía concentrarme en nada.
—No. —Mi madre rompió el silencio de pronto, empujó su silla hacia atrás y se acercó a su marido—. ¡No! —exclamó un poco más alto, y luego le dio un golpe con la mano en el hombro—. Que dudes de mi capacidad de juicio y me cortes constantemente cuando hablo tiene un pase. ¡Pero que separes a mi hijo de su familia no lo permitiré jamás! —le espetó con aspereza.
No podía creer que mi madre le estuviera cantando las cuarenta. Mi padre también parecía muy sorprendido. Abandonó su rigidez, vacilante, y miró perplejo a su esposa.
—Pero, Charlotte —dijo, indeciso, y estiró la mano para tocarle el brazo.
Mi madre retrocedió.
—¡No me toques! —dijo entre dientes; sonó tan tensa que un desagradable escalofrío me recorrió la espalda.
—Ahora mismo te vas a calmar, Charles Harrison Crumb. ¡Vas a cambiar de opinión y les vas a pedir disculpas formalmente a Henry y a Rachel, y vas a dar tu aprobación oficial a esa boda! —expuso sin miramientos, con la mirada tan sombría como una noche sin luna—. Y hasta que lo hagas tendrás que ocupar el cuarto de invitados —concluyó.
Luego se retiró hacia atrás la cola del vestido en un gesto altivo, pasó orgullosa al lado de mi padre y salió de la habitación.
Yo la seguí con la mirada, confusa: jamás habría pensado que podría pasar algo así.
Siempre había creído que me parecía más a mi padre, pero ahora comprendía que tenía más de mi madre de lo que pensaba.
Y eso me llenó de orgullo.