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Cuadragésimo quinto, o cuando algo no iba bien
Era la única que estaba en el comedor engullendo un abundante desayuno para calmar los nervios.
Esa noche no dormí mucho. En primer lugar, se produjo una discusión eterna entre mi padre y la tía Lillian, en la que intenté explicarlo todo lo mejor que pude y de la manera más positiva posible. No tuve mucho éxito, y eso era muy frustrante.
Luego mi madre regresó de su habitación y pasamos una hora de reloj en el salón todos callados, tanta tensión nos iba a destrozar los nervios. Inesperadamente, el tío Alfred fue el primero en estallar. Empezó a refunfuñar a gritos sobre la falta de paz interior y la armonía familiar rota, y nos metió de nuevo en una discusión que no se acababa nunca sobre la seriedad de la fe y el sentido común de una persona.
Ya había pasado la medianoche cuando por fin conseguí calmar a mi padre, apoyar a mi madre, asegurarle al tío Alfred que todo se arreglaría y darle las gracias a la tía Lillian por no haber insistido en manifestar su opinión, pese a su monumental enfado.
Todos nos retiramos a nuestros dormitorios. Por su parte, mi madre cumplió con su amenaza y no dejó entrar a mi padre en su cama.
Cuando por fin cerré la puerta y me sumergí en el silencio del cuarto de invitados, suspiré, agotada. Me preparé para acostarme a toda prisa y me metí bajo la manta.
Me dolía el cuello. Lo tenía tan tenso que no paraba de dar vueltas sin encontrar una postura cómoda para poder conciliar el sueño. La cabeza me hervía, pensaba en mis padres, a los que nunca había visto discutir así. En mis tíos, a los que también había provocado un gran disgusto. También estaban Rachel y Henry, que debían de tener una sensación horrible. Empecé a plantearme si realmente mi plan era tan buena idea, pues de momento solo había servido para escindir a la familia.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Permitir que se casaran en secreto y que luego sucediera la pelea? La reacción de mi padre no habría sido más suave. Al contrario.
Tal vez todo aquel embrollo simplemente fuera inevitable. Por lo menos, eso me dije para calmar mi cuerpo inquieto y que mis manos dejaran de temblar.
No paraba de darle vueltas a la cabeza, aunque nada me apetecía más que quedarme dormida. Todas las palabras fuera de tono que se habían dicho me afligían, me habría gustado compartirlo con alguien. Y ese alguien era Thomas Reed.
Lo echaba tanto de menos, su mirada sincera, sus bromas mordaces, su carácter directo que tantas veces me había ayudado a aclararme las ideas.
Sin embargo, no estábamos juntos. Pero pensar en él me ayudaba a salir del remolino de malos pensamientos.
Pensé en su cabello desgreñado después de mesárselo. En el gesto que hacía cuando se empujaba hacia arriba las gafas en la nariz. También pensé en la sensación que tuve al estar cerca de él, su calor, su olor cuando estuvimos tan juntos en el armario. Sus dedos entrelazados con los míos, sus labios cerca de mi oído, su voz grave pronunciaba mi nombre.
Cuando menos lo esperaba, me quedé dormida, sumida en esas hermosas imágenes.
Pese a todo, me costó mucho despertarme; solo la perspectiva de comer algo me sacó de mi cama mullida y calentita.
Me encontraba fatal, aún me temblaban las manos de las tensas conversaciones de la noche anterior. Ni siquiera el té fue de gran ayuda.
Por suerte, nadie más veía la necesidad de estar en pie a esas horas, pues me habría costado aguantar la presencia de los demás y agradecí mucho que el señor Dolls pasara la mayor parte del tiempo solo en el comedor. Cuando llegué al pasillo, ya estaba con mi abrigo preparado, incluso me ayudó a ponérmelo, y yo se lo agradecí con un gesto de la cabeza al que él contestó con una leve sonrisa.
A continuación, salí a la mañana gris que se cernía oscura y encapotada sobre Londres y que hundía los ánimos en la nieve, que se iba ensuciando poco a poco.
Fui dejando huellas en el camino, ya tan familiar para mí, y observé el humo en las chimeneas de alrededor para no pensar en nada. El hollín negro se disipaba en el aire, danzaba al viento y se fundía con las nubes grises.
Me estaba quedando aterida, pero no me molestaba porque el frío me mantenía despierta, así que me limité a acelerar un poco el paso. Se me agarrotaron las piernas y los brazos. La noche anterior me había dejado claro hasta qué punto las cosas se podían complicar.
Mis padres se habían peleado. Pese a que mi madre había sacado a relucir su vertiente más beligerante en otras ocasiones, nunca había hecho que mi padre perdiera tanto los estribos. Él siempre era el calmado, el sensato, y esperaba que ese buen juicio también se impusiera en aquella situación. No había sido así y ahora dormían en habitaciones separadas.
Y era culpa mía.
Vi la biblioteca, ese edificio noble en el que me sentía ya tan a gusto. Sus dimensiones y su envergadura me devolvieron la sensación deseada de resistencia y calma.
Crucé la puerta de la biblioteca a toda prisa. En el reloj del vestíbulo, comprobé que llegaba cuatro minutos tarde.
Suspiré resignada y decidí no subir a dejar el abrigo, pues seguro que Thomas ya estaba allí. Sabía que por muy buena y larga que hubiera podido ser su noche, seguro que estaría de mal humor. En ese momento no tenía fuerzas para oír una reprimenda por cuatro minutos de retraso.
Además, sabía perfectamente que enseguida vería que estaba abatida, y no estaba preparada para hablar de todo aquello, aunque probablemente me sentara bien.
Llevé el abrigo, la bufanda y los guantes a mi cubículo y me dediqué a los periódicos para dar la impresión de que había estado allí todo el tiempo.
En algún momento apareció también Oscar, que en realidad no tenía que volver hasta la mañana siguiente. Me dijo que Cody y él se habían cambiado el turno. No le hice más preguntas; en realidad, no me interesaba. Phillip Tams entró arrastrando los pies en la biblioteca. Oscar se puso a cargar los libros en los carros y devolverlos a los estantes tarareando en voz baja.
Me animé y le di sus dos chelines al niño, que ya volvía a estar acatarrado. Él intentó animarme con bromitas cuando se dio cuenta de que estaba triste. Incluso me obligué a esbozar una leve sonrisa para que pudiera irse tranquilo; luego decidí que no estaba de humor para bajar al archivo. Dejé los periódicos antiguos con mi abrigo en la sala y respiré con calma.
Necesitaba otro té, urgentemente. Luego me enfrentaría a Thomas Reed.
Subí por el camino largo. Recorrí en sentido contrario la galería circular para no pasar junto al despacho de Thomas. Entré sigilosamente en la salita de espera. La pequeña estufa no tardó mucho en hacerse notar. Aproveché el tiempo mientras el fuego templaba poco a poco la placa para ir a buscar agua para el hervidor.
Mis pensamientos volvían una y otra vez a la noche anterior, a las amenazas de mi padre (que, en realidad, era una buena persona) y a las firmes exigencias de mi madre, a la que siempre había considerado muy terca, pero a la que jamás había visto tan enfadada.
El compromiso de Henry nos estaba desgarrando a todos, pero no podía reprocharle nada. Había visto cómo se miraban Rachel y él. Era amor. Y ahora ya sabía cuán poderoso es ese sentimiento.
Eché el té, cerré los ojos mientras el aroma se desplegaba con el agua caliente y deseé que la vida fuera más fácil, que los problemas se disolvieran sin más en agua caliente. Esperé un poco, luego retiré las hojas de té del colador y me llené una taza de la que bebí enseguida un sorbo. Me quemé la lengua, pero daba igual. Dejé la tetera con una taza limpia en una bandeja estrecha.
Le estuve dando vueltas un rato, intentando aplazar el momento de subir. Tras un segundo sorbo, me sentí preparada para mi encuentro con Thomas Reed.
Llamé a la puerta de su despacho, vacilante, aunque estaba abierta. Vi que Thomas levantaba la cabeza. Llevaba las gafas en la nariz, sostenía una pluma estilográfica en la mano y tenía algunas hojas de papel delante.
—Buenos días, señor Reed —le saludé.
Me acerqué a él, que dejó la pluma para hacer sitio en el escritorio a la bandeja que yo llevaba haciendo equilibrios.
—Buenos días, señorita Crumb —contestó muy tranquilo, y disfruté del sonido de su voz—. ¿Desde cuándo me prepara té? —me preguntó, con un gesto escéptico.
Noté un cosquilleo en el estómago, mucho calor, y sentí el deseo de que me abrazara allí mismo. Me daría seguridad, lo sabía. Y necesitaba urgentemente sentirme segura.
—Desde que yo también necesito uno —repuse, cohibida.
Thomas me observó intrigado por encima de la montura de las gafas.
Esa mirada me encantaba y me daba miedo a partes iguales. Me ponía la piel de gallina y me llenaba el corazón de deseo. Al mismo tiempo, me atravesaba, como si Thomas leyera todos y cada uno de mis pensamientos.
—Entonces… ¿dónde está su taza? —preguntó, con una sonrisa oculta en la comisura de los labios.
Me estaba gastando una broma. Su desafiante mirada me arrancó una sonrisa.
Mis labios se movieron con facilidad, empecé a notar que la carga sobre los hombros empezaba a desmoronarse un poco, pese a que era una frase sin importancia.
—Está al lado —repuse.
Thomas cogió la tetera sin inmutarse para servirse.
—Tal vez debería ir a buscarla —propuso con naturalidad.
Asentí mientras me secaba con disimulo las palmas de las manos sudorosas en la falda. No podía rechazar la invitación. Estaba hecha un flan.
Salí del despacho y recogí mi taza de té, ya tibio, y regresé.
Thomas había colocado una segunda silla cerca de él, al lado de su escritorio. Me acerqué a ella. Él también sujetaba la taza en la mano, le dio un sorbo mientras leía una carta con la frente arrugada; la sujetaba en el aire a la altura de los ojos. La letra, que transparentaba en el papel con la luz de la ventana, era fina y redonda, así que deduje que la había escrito una mujer.
No obstante, Thomas no parecía precisamente contento con lo que leía, así que no pensé más en ello.
Me senté en la silla, bebí un sorbo de té, que noté raro en la lengua quemada, pero agradable al bajar por la garganta. Miré por la ventana.
Había empezado a llover y las gotas golpeaban contra el cristal. Era como si el tiempo hubiera esperado el momento perfecto para empeorar hasta ese punto.
Pensé en mi hermano, que se angustiaba mucho más que yo con las discusiones. Seguro que en ese momento se sentía fatal. Igual que Rachel. Me la imaginaba en su casa, profundamente abatida, mirando la lluvia.
Me llevé la taza a los labios en un gesto inconsciente y bebí, con la mirada aún perdida y la mente en otra parte. No podía evitar tener mala conciencia, me reprochaba haberlo empeorado todo.
Noté un roce en el brazo y regresé a la realidad. Incluso se me cayó la taza de la mano; terminó en mi regazo. Por suerte, me había acabado el té, sin darme cuenta.
Desvié la mirada hacia Thomas Reed, que retiró la mano con la que me había tocado, molesto.
—No quería asustarla —aseguró, y se aclaró la garganta, cohibido.
—Disculpe, señor Reed. Solo estaba pensativa —dije.
No logré sonreír y él entornó los ojos. Me estudió de nuevo, frunció el entrecejo y yo evité su mirada. Sabía que notaría que algo no iba bien.
—¿Ha ocurrido algo? ¿No se encuentra bien? —preguntó con cautela, y me dieron ganas de contárselo todo.
El asunto de Henry y Rachel, la pelea de mis padres, que me agobiaba más de lo que me gustaría, y mis sentimientos. El amor que me atraía hacia él sin remedio. ¿Por qué no se me declaraba?
Pero qué iba a decir. Sabía que mi conducta era extraña. Thomas tenía que notar que algo no iba bien, pero, al mismo tiempo, no podía explicárselo todo, sin más. A fin de cuentas, eran asuntos de mi familia. Así pues, me callé, esbocé una sonrisa apagada y levanté la taza del regazo.
—No se preocupe —dije, escueta. Me levanté de la silla y dejé la taza en la bandeja—. Voy a volver al trabajo. Disfrute del té.
Di media vuelta y salí del despacho a toda prisa.
Tenía el corazón melancólico y me costó un gran esfuerzo regresar al trabajo sin haber compartido mis inquietudes con Thomas. Tampoco quería dejarlo plantado, huyendo de sus preguntas.
Tal vez le estaba dando demasiadas vueltas.
Suspiré y empecé a colocar libros en su lugar, para ordenarme por dentro. No todo tenía por qué ser tan grave como me parecía. Probablemente, el enfrentamiento se esfumaría con rapidez, todos se llevarían bien y la primavera siguiente celebrarían una preciosa boda.
Suspiré de nuevo. Estaba muy bien pensar esas cosas, pero del dicho al hecho…
Pero también sabía que darle infinitas vueltas a la cuestión no tenía mucho sentido. No arreglaba nada con sentirme tan afligida, no ayudaba a nadie. Y menos a mí misma.
—Buenos días, señorita Crumb —me dijeron.
Estaba tan ensimismada que ni siquiera di un respingo. Giré la cabeza y parpadeé unas cuantas veces antes de reconocer a Jamie Lennox, manchado de grasa, con una sonrisa en el rostro.
—Buenos días, señor Lennox —le devolví el saludo.
El mecánico levantó un poco más las comisuras de los labios.
—¿De verdad se acuerda de mí? —dijo, exultante, se inclinó con torpeza y las herramientas golpearon contra el cinturón.
—Por supuesto —contesté con amabilidad, y dejé el libro que iba a colocar en el estante—. ¿Ha venido a preparar la máquina? —pregunté.
El señor Lennox asintió.
—Es urgente. En realidad, debería haber venido la semana pasada, pero surgieron circunstancias extraordinarias que me lo impidieron. Además, me han dicho que se ha roto uno de los peldaños —dijo.
Me asaltó el recuerdo: el día en que me quedé colgada de la máquina. El primer día que Thomas Reed me salvó. Ese fue el momento en que empecé a verlo como algo más que solo mi jefe.
Me parecía que había pasado ya una eternidad.
—Ah, pero, en realidad, estoy aquí porque tengo que darle esto —prosiguió el señor Lennox, que me dio un pedazo de papel que acepté, sorprendida—. Una joven fascinante me ha pedido que se lo dé. Está fuera, bajo la lluvia —me explicó.
Desdoblé el papel a toda prisa.
En un primer momento pensé en Rachel y leí por encima el contenido. «Ábreme la ventana», decía en unas letras garabateadas. Arrugué la frente. No era Rachel. Era Elisa. Y quería volver a entrar en mi sala por la ventana.
Le di las gracias al señor Lennox con una sonrisa sincera y le aseguré que lo entendía.
Me hizo un gesto con la cabeza, sonriente. Se quitó la gorra empapada y se dispuso a subir la escalera hacia la galería circular para acceder a la máquina de localización.
Intenté no caminar rápido de camino a mi sala, para no llamar la atención.
Cerré la puerta con sigilo, me dirigí a la ventana y la desatranqué. No había pasado ni un minuto cuando vi una silueta que caminaba bajo la lluvia. Abrí la ventana una rendija y vi un bolsito, seguido de dos manos mojadas que se posaban en el marco y se estiraron a lo alto. En un movimiento más elegante del que le creía capaz con el amplio miriñaque, Elisa trepó por la ventana y la cerró.
—¡Qué tiempo tan horrible! —se quejó, se apartó unos cuantos mechones mojados de la cara con los guantes empapados y se estremeció.
—¡Estás empapada! ¡Vas a coger una pulmonía!
Elisa se echó a reír.
—Bah, tampoco es tan grave —repuso ella, que se dejó caer en una silla. Se había quedado sin aliento y se quitó los guantes a duras penas, pues los tenía pegados a la piel—. Me alegro de que hayas recibido mi mensaje —y esbozó una sonrisa pícara—. Y si me dices ahora mismo quién era ese chico tan estupendo al que he interceptado, podré descansar en paz, si es que realmente se me lleva esa pulmonía —bromeó.
Negué con la cabeza ante tanta imprudencia.
—Lo digo muy en serio, Elisa. ¡Fuera hace muchísimo frío!
Ella hizo un gesto de desprecio con la cabeza.
—Pero ¿me vas a decir su nombre? —preguntó, y me rendí. Nunca conseguiría penetrar en esa cabeza cuadrada.
—Jamie Lennox, relojero y mecánico.
Ella se echó a reír.
—Jamie Lennox. —Saboreó el nombre en la lengua y agarró su bolso—. Vale la pena recordar ese nombre —dijo, y abrió el cierre, que chirrió un poco.
—¿Qué haces aquí, por cierto? Podríamos haber quedado más tarde para almorzar.
—No sabía si tu querido Thomas ya te había invitado —repuso ella, provocadora, y levantó una ceja.
Mi corazón se aceleró y me ruboricé.
—¡No es mi querido Thomas! —repliqué.
Elisa se echó a reír.
—Además, hoy es miércoles, lo que significa que tiene otras obligaciones a partir del mediodía —añadí.
Mi amiga asintió mientras sacaba algo del bolso: era una cajita que abrió enseguida y de la que sacó como por arte de magia una tartaleta de crema.
—Es para ti —me dijo.
Me la quedé mirando y parpadeé unas cuantas veces. Todo eso era un poco raro. ¿De verdad Elisa acababa de sacar una tartaleta de crema del bolso?
—¿Y qué quieres que haga con ella? —exclamé.
Elisa se rio de mi expresión escéptica.
—Tienes que comértela —bromeó.
Estiré la mano para cogerla, pero no sin lanzarle por lo menos una mirada de desconfianza.
—¿Y qué quieres a cambio?
Enseguida vi que había dado justo en el clavo. Se mordió el labio inferior y su mirada se volvió un poco tímida. Necesitaba algo de mí; supuse que un libro.
—Necesito consultar una cosa.
Se rascó la cabeza, cohibida.
Agarré la tartaleta, que olía a vainilla, atravesando con la mirada a Elisa.
—Para eso no hace falta que me traigas ningún regalo.
Ella soltó un profundo suspiro.
—Claro que sí, Ani. No quiero que pienses que somos amigas solo por eso —repuso ella.
Entonces fui yo la que me eché a reír.
Me sentaba muy bien ver a Elisa. Su carácter desenfadado y su sinceridad me levantaron el ánimo enseguida; por unos momentos, hizo que me olvidara de mis problemas.
—Jamás pensaría eso.
Me dijo lo que necesitaba. Quedamos en que se lo llevaría a la hora del almuerzo. Seguro que me iría bien pasar tiempo con ella, como mínimo me ayudaría a distraerme.
Elisa desapareció de nuevo por la ventana hacia la mañana lluviosa y yo salí de la sala para buscar los dos libros que tenía apuntados en la hoja. Los llevé de vuelta, los dejé debajo de mi abrigo para no olvidarlos y me dirigí al vestíbulo para introducir los libros en nuestra falsa tarjeta de préstamo.
Me llevé la tartaleta de crema, pues pretendía llevarla a continuación a la sala de espera, la dejé a mi lado en el mostrador y escribí los títulos con esmero debajo de los libros que Elisa me había devuelto la semana anterior. No tenía queja de ella. Siempre me los había devuelto rápido y en un estado impecable.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —oí de pronto frente a mí.
Di tal respingo que noté una punzada en el cuello; estuve a punto de tirar del tablero la tartaleta de crema con los codos. Me sentí cogida en falta, sorprendida. Casi se me para el corazón del susto.
Delante de mí había un hombre, un estudiante al que había visto con frecuencia por allí y que me transmitía ingenuidad. Tenía el cabello rubio, llevaba un traje muy austero y me miraba con los ojos entornados.
—Por supuesto —me forcé a decir.
Él esbozó una sonrisa educada. Parecía que le daba cierta vergüenza hablar con una mujer.
—¿Podría ayudarme a buscar un libro? —preguntó.
Asentí con solicitud.
—Claro —respondí con profesionalidad para disimular el susto y el pulso acelerado.
Puse la tarjeta de préstamo en su sitio de un empujón. Rodeé el mostrador discretamente, volví a coger sin querer la tartaleta y dejé que me explicara qué buscaba exactamente.
No era muy difícil si conocías bien la biblioteca, así que lo llevé hasta un estante en la parte central del ala oeste, donde finalmente encontró lo que buscaba.
Sin embargo, yo también encontré algo que me dio más trabajo, pues alguien había revuelto tanto los libros de aquella sección que me puse a ordenar allí sin vacilar. Dejé la tartaleta de crema encima de un estante y empecé a sacar los libros que no correspondían a esa sección, así como a ordenar alfabéticamente el resto según el nombre del autor.
Fue una tarea tediosa. Al mismo tiempo, una maravillosa distracción de mis tristes pensamientos. Así era mucho más fácil mantenerlos a raya.
Oí unos pasos. Alguien se acercaba a mí, pero no le di muchas vueltas y seguí colocando más libros en su sitio.
Cuando una sombra se cernió sobre mí y noté la presencia de otro cuerpo a mi espalda, dejé de trabajar, retiré las manos de los lomos de los libros y me di la vuelta, sorprendida.
Vi a Thomas, que sacaba con gesto concentrado un libro de la estantería por encima de mí. Al retroceder del susto, me di un golpecito con la nuca en la balda.
Estaba demasiado cerca de mí. Un millón de mariposas revolotearon en mi estómago e iniciaron una danza salvaje. Se me secó la boca y me sudaban las manos: todo en una fracción de segundo.
Thomas advirtió mi movimiento y notó mi mirada. Cuando me volví hacia él, me observó. Al principio, su rostro adoptó una expresión neutra, pero pronto también él se dio cuenta de lo cerca que estábamos el uno del otro.
Había electricidad en el ambiente. El día anterior habíamos estado juntos en un armario; de pronto, recordaba perfectamente la sensación de los brazos de Thomas en mi cintura.
—Solo estoy buscando un libro —afirmó, y sonó a excusa, pese a que tal vez fuera la verdad.
Ya no apartó los ojos castaños de los míos; me tragué el nudo que tenía en la garganta. Hacía un momento, todo estaba tranquilo. Pero ahora estábamos allí, otra vez tan cerca el uno del otro.
A primera hora, le había preparado un té y luego había huido. Y ahora, en ese momento, casi se me paró el corazón cuando Thomas apoyó una mano en el estante a mi lado y acercó su rostro.
Clavé la mirada en sus labios; la idea de que pudiera besarme eclipsó todo lo demás. El mundo alrededor era insignificante, empecé a notar un picor en la piel y se me disparó la imaginación. Imaginé cómo sería, qué haría y qué significaba todo aquello para mí.
Sin embargo, no llegamos tan lejos: de pronto, los ojos de Thomas se desconcentraron e hizo un gesto de sorpresa.
—¿Eso que hay en la estantería es una tartaleta de crema? —preguntó más que molesto.
Necesité unos instantes para recuperar los sentidos y regresar a la realidad.
—Sí —susurré, pues aún no me respondía del todo la voz y me daba vergüenza.
Thomas negó con la cabeza, parpadeó unas cuantas veces y luego se separó de la estantería para alejarse de mí.
Sentí una gran decepción, aunque intenté disimularla. Al fin y al cabo, no tenía derecho a un beso, me dije. Sobre todo no en ese momento ni en ese lugar.
Agaché la mirada, avergonzada. No sabía qué decir para romper ese silencio bochornoso que me envolvía como un velo gris.
—¿Por qué está hoy tan apesadumbrada? —me preguntó.
«Porque no me has besado», me habría gustado decir, pero, obviamente, no lo dije. Lo que me había afligido era la situación con Henry y mis padres.
No podía seguir callada. No después de estar tan cerca de besarnos y de que esa pequeña decepción me hubiera devuelto a la realidad. Tenía los nervios demasiado a flor de piel; necesitaba soltar mis preocupaciones si no quería explotar en poco tiempo.
—¿Animant? —dijo Thomas.
Escuchar mi nombre en su voz me venció.
—Mi hermano está decidido a casarse con una chica. Pero mi padre se lo prohíbe, y ahora toda mi familia está enfrentada —dije.
Me asombró las pocas palabras que necesitaba para resumir todo el problema.
—Entiendo —contestó Thomas con suavidad, y ladeó la cabeza para mirarme a los ojos.
Pero yo no quería mirarlo directamente, aún no me había recuperado lo suficiente para eso. Intenté no pensar en Henry ni en mi padre, pero lo conseguí. Tal vez incluso había sido bueno que Thomas no me hubiera besado. Solo habría complicado aún más mi caos interior.
—¿Por qué se lo prohíbe? —preguntó Thomas.
Pensé qué contestarle; era información personal, secretos que no me pertenecían. No quería, bajo ningún concepto, desenmascarar a Rachel ni a nadie más solo por no poder contenerme.
—No la considera… un buen partido —expliqué con diplomacia.
Respiré hondo antes de alzar la vista.
Thomas me lanzó una mirada peculiar, una mirada que no supe interpretar; estaba pensando qué podía decir cuando oí unos pasos que se acercaban. Salió del aturdimiento y avanzó hacia el pasillo para ver quién se acercaba.
Al cabo de unos segundos, Oscar apareció, rompiendo nuestra intimidad.
—Disculpe, señor Reed. Necesito su consejo —le dijo al bibliotecario en voz baja.
Me lanzó una mirada rápida y Thomas asintió. Indicó a Oscar que pasara delante y luego se volvió hacia mí.
—Hablaremos más tarde de ello —dijo, conciso.
Tragué saliva con la garganta seca. De pronto, algo ya no iba bien y sentí que una amenaza se gestaba muy despacio, como una tormenta que se desataría sobre nosotros cuando menos lo esperara.
—De acuerdo —contesté, y clavé la mirada en el hombre que amaba, pese a que el mundo ya había empezado a tambalearse.