La versión de Borges
Jorge Luis Borges escribió dos textos en los que dijo casi todo lo que sabía sobre Macedonio Fernández. Uno es su oración fúnebre en el cementerio de la Recoleta, el 12 de febrero de 1952, en la que incluyó un chiste del difunto (“El gaucho era un entretenimiento para el caballo de las estancias”) que hizo reír a la concurrencia y perturbó por única vez la solemnidad del lugar. Fue reproducida en el número 209-210 de la revista Sur. El otro es el prólogo que compuso para una antología de Macedonio, publicada en de 1961 por Ediciones Culturales Argentinas; allí repite la noticia de que el autor fue el hombre más extraordinario que conoció y que la literatura era para Macedonio una disciplina subalterna, mucho menos importante que meditar sobre las inflexiones del universo.
A fines de mayo de 1974, Borges condescendió a hablar otra vez sobre Macedonio, con la esperanza (dijo él) de que sus “tropiezos verbales fueran piadosamente transcritos”. Aunque al cabo de los años advertí que en aquellas conversaciones repitió lo mismo que ya había dicho ante otras personas, sus sentencias me parecieron asombrosas, como todo lo que uno cree que se dice sólo para nosotros. Registré fielmente su monólogo y luego se lo leí, indicándole dónde estaban los signos de puntuación. El 2 de junio de 1974, Borges aceptó que ese relato fuera publicado como propio en un diario de Buenos Aires.
Como Güiraldes, Macedonio permitió la vinculación de su nombre al llamado grupo Martín Fierro, por el que siento escasa simpatía. Aquel grupo estaba integrado por personas que trataban de llamar la atención y que hasta llegaron a inventar una polémica totalmente apócrifa entre Florida y Boedo. Yo hubiera preferido pertenecer al grupo de Boedo, puesto que en aquel tiempo escribía sobre las orillas y el mundo de los cuchilleros, y era además anarquista en el sentido que Herbert Spencer ha dado a esa ideología en su libro The Man versus the State: yo quería un mínimo de gobierno.
Heredé de mi padre la amistad de Macedonio. Recuerdo que, hacia 1910 o 1912, venía a casa para hablar de filosofía o de estética, y que cuando volvimos de Europa, en 1921, Macedonio estaba esperándonos en la dársena. Más tarde, solía verlo una vez por semana en su tertulia del café La Perla, situado entonces en la esquina de Rivadavia y Jujuy.
Si como escritor era mediocre, porque empleaba un lenguaje confuso y de lectura difícil, como persona era genial. Su excelencia estaba en el diálogo, y tal vez por eso pueda asociárselo a genios que no escribieron nunca, como Sócrates o Pitágoras, o aun como Buda y Cristo. Lo primordial era su presencia, su compañía. Contra lo que quizá pueda suponerse, tenía una conversación muy parca. En toda una noche no hablaba sino cuatro o cinco veces, pero cada frase que decía resultaba memorable. Como era cortés, solía atribuir sus ideas al interlocutor. Decía, por ejemplo: “Habrás pensado que…”, y luego emitía una sentencia en la que el otro no había pensado nunca. O bien, en las reuniones numerosas, se dirigía sólo a la persona que tenía al lado, como si fuera el único interlocutor, pero con una voz suficientemente alta como para que todos lo oyéramos. Quienes no lo conocieron podrán, tal vez, no gustar de lo que escribió, porque la eficacia de sus reflexiones estaba en la entonación con que las decía. Es lástima que esas entonaciones no puedan transferirse a la letra escrita.
Creo que nunca hablábamos de política. Macedonio fue yrigoyenista mientras Hipólito Yrigoyen era presidente; luego se plegó a José Félix Uriburu, porque siempre era partidario de los que estaban en el poder. Tenía la curiosa idea de que la mayoría de los argentinos no podía equivocarse, y de que cualquier hombre al que esa mayoría eligiese debía necesariamente ser un buen gobernante, lo que desde luego es una falacia.
Cierta vez, hacia 1927, se entretuvo con el proyecto de ser presidente de la República. Según él, muchas personas deseaban tener un kiosco de cigarrillos pero casi nadie ambicionaba ser presidente; calculaba, entonces, que llegar a la presidencia era más fácil que abrir una cigarrería, y pensaba que el primer paso era una adecuada difusión del nombre. Así, con la ayuda de algunas mujeres devotas, entre las que se contó mi hermana Norah, dejaba hojas de papel firmadas con su nombre en los cinematógrafos y en las confiterías, u olvidaba deliberadamente en los clubes ejemplares de, por ejemplo, un autor como William James, con la firma de Macedonio en alguna página. Yo le decía que esos argumentos se leen y se olvidan en seguida, y que quizá fuera más provechoso para su intento publicar un artículo firmado en La Prensa o en La Nación, que eran leídas por millares de personas. Pero creo que aquello fue una broma en la que él se interesó más por el mecanismo de la fama que por su obtención.
Los que íbamos a la tertulia de La Perla empezamos por esos años a componer una novela cuyo título era El hombre que será presidente. Escribimos dos capítulos, que quizás hayan sido conservados por Julio César Dabove, pero Macedonio nos negó su colaboración a partir del tercero y no continuamos aquel trabajo. Como era preciso que en la novela sucedieran otras cosas aparte de la campaña presidencial, y como los personajes éramos nosotros, nos entretuvimos imaginando que, por ejemplo, Santiago Dabove iría a la cárcel en el noveno capítulo o Borges se suicidaría en el tercero. Nuestra intención era que el libro no apareciera firmado. Sólo en el epílogo se revelaría que los propios personajes eran los autores.
Nunca le asignó valor a sus escritos. Vivía para pensar y creía que el problema central del universo ya había sido resuelto muchas veces, no por filósofos como Schopenhauer o Berkeley, sino por hombres que no se habían tomado el trabajo de revelarlo. Pensaba que tal vez la solución era incomunicable. Alguna vez me dijo que un hombre tendido en el campo al atardecer podía intuir cómo era el universo, pero no sabría decírselo a los demás. Confiaba en la posibilidad de una iluminación mística tanto como desconfiaba de la eficacia de la escritura.
Conocí casi todas las casas en las que vivió. Quedaban por el barrio de los Tribunales o por el del Once. La primera que recuerdo era una pensión asaz modesta en Libertad entre Lavalle y Corrientes; otra pensión estaba, creo, en la calle Sarandí entre Alsina y Moreno; lo vi en otros cuartos sin ventanas, en la calle Rincón y en la calle Misiones. Lo visité muy poco en esas casas, porque conversar con él me parecía un privilegio al que yo no tenía suficiente derecho. En cada mudanza, Macedonio olvidaba en los armarios sus manuscritos, acaso porque se iba sin pagar. Así, mucho de lo que escribió se ha perdido irremediablemente. Cierta vez le censuré el descuido, y él me replicó: “¿Te parece que yo puedo perder algo, che? ¡Si estoy siempre diciendo las mismas cosas! ¿Crees que soy lo bastante rico como para que algo me pertenezca?”
En 1928 intercedí ante Alfonso Reyes para que publicara en los Cuadernos del Plata una colección de sus escritos. Fueron los Papeles de Recienvenido. Macedonio se desinteresó por completo de la edición y ni siquiera quiso revisar las pruebas. Lo hice yo, y no creo haber tenido que corregir el material, salvo quizás alguna frase muy larga que debió ser cortada en dos o algún cambio de puntuación. Pero ni siquiera estoy seguro de haber hecho eso.
En el discurso de la Recoleta dije —es verdad— que por aquellos años yo imité a Macedonio hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Hoy creo que ciertamente influyó sobre mí, y en particular sobre algunas malas costumbres literarias que luego he suprimido, como el empleo de ciertos verbos en función de sustantivos. Yo solía escribir entonces “el vivir” y no “la vida”. Felizmente corregí esos deslices.
Hablábamos poco de Lugones, de quien Macedonio había sido muy amigo en la juventud. El único comentario que recuerdo es una broma bondadosa, sin mala intención. Cierta vez me dijo Macedonio: “Qué raro, Lugones: un hombre tan inteligente, de tantas lecturas, ¿cómo nunca pensó en escribir un libro?” Eran, en el trato, seres esencialmente distintos. Ambos tenían la costumbre de la soledad, pero la mente de Macedonio era más hospitalaria. Con Lugones no era posible discutir, ni siquiera dialogar. Se lo impedía la soberbia, la tendencia a rechazar cualquier idea que lo contradijera.
Con frecuencia recuerdo el día en que pelearon Carpentier y Dempsey por el título mundial de todos los pesos y el interés que manifestó Macedonio, cuya antipatía por todo lo que fuera francés habíamos advertido ya en otras ocasiones. Cuando intentamos ponderar a Carpentier, nos dijo: “A la primera trompada de Dempsey, ya estará el francesito en el ring-side, pidiendo que le devuelvan la plata porque la función resultó muy corta”. Nunca supe por qué le interesaba el box. Yo no siento ningún entusiasmo por él. Reconozco que, desde luego, es más atractivo que un match de fútbol. Al menos en el box hay dos hombres que se enfrentan. Pero un conjunto de muchachos entreteniéndose en patear una pelota es algo que siempre me pareció bastante estúpido.
Tampoco he olvidado que, en cierta ocasión, Macedonio me dijo que el amor filial y el amor paternal eran equivocaciones, porque es imposible la relación íntima entre personas de edades tan distintas. No sé por qué habló de esa manera, puesto que quienes nos reuníamos con él en la tertulia de La Perla éramos mucho menores y sin embargo en nuestra relación no había sobresaltos.
Pienso que debió aguardar la muerte con curiosidad e impaciencia. Puesto que creía en la inmortalidad del alma, morir era para Macedonio un hecho fortuito, tal vez secundario, y nunca se explicó por qué la gente concedía tanta importancia a la muerte física. Vivió sin distraerse de las circunstancias que habitualmente distraen a los hombres y hasta es posible que, aun en vida, conociera alguna de las muchas formas que tiene la eternidad.