Apareció arrastrando las pantuflas, con la cara sumida y quieta, sin decir otra cosa que “Aquí está el viejo”, como si las palabras no sonaran afuera de él sino adentro, entre los pobres huesos embozados bajo la bata de cama. Hasta que se dejó caer en un sillón raído y volvió la mirada hacia la ventana: por la vereda paseaban marineros y ciclistas, y el sol de la siesta se batía en lucha libre con el viento.
Apoyó los pies en las riberas de una Remington prehistórica, custodiada por dos altos pedestales de libros: en el tope estaba el último, Realidad y fantasía en Balzac, un desaguadero de 900 páginas que había brotado, cinco años atrás, de cierto artículo breve escrito para la Unesco. Debajo, el silencio de los críticos seguía dejando su estela sobre otros libros inadvertidos: Las 40 (1957), Exhortaciones (1958), y aun el memorable Diferencias y semejanzas entre los países de América latina, que la Universidad Nacional Autónoma de México había distribuido en 1963 a un público de argentinos desdeñosos.
“Soy un ídolo en desgracia”, dijo con naturalidad, como si aludiera a otro. No era preciso: bastaba revisar los vituperios que se habían acumulado en torno de él desde 1957 (cuando, sin dejar de apostrofar a Perón, exigió que se pusiera fin a las desventuras del pueblo peronista: el mismo pueblo al que, un año antes, él había confundido con una panoplia de canallas); bastaba advertir la soledad de su confinamiento y el menosprecio en que lo habían sumido los profesores y los académicos para saber que tenía razón: el ídolo era ahora un muerto de cuidado.
El 14 de septiembre iba a cumplir 69 años, pero el cuerpo daba cabida a muchos años más: las enfermedades del pasado volvían a él como si las atrajera el recuerdo de sus antiguas visitas. Había entrado ya tantas veces en la muerte que, al hablar, se sorprendía esquivándola como a una amante impresentable.
Había nacido en San José de la Esquina, provincia de Santa Fe, en un campo de trigos y ganado que aún ahora se le introducía con puntualidad en todos los sueños: volvía a ver el horizonte violeta, la ondulación de las vacas y de los caballos lavando el cielo de los potreros, la indiferencia de las tardes siempre iguales. Pero la felicidad era sólo patrimonio de los sueños. En estado de lucidez, no retenía de la infancia sino el recuerdo de un padre omnipotente y de los torpes maestros. Seguía cultivando con prolijidad el rencor que había sembrado en él un profesor de matemáticas, cuando lo escarneció ante toda el aula con adjetivos ilevantables: idiota, disminuido, pobre monstruo. “Yo —dirá más tarde—, que tenía 14 años, era un alumno brillante, pero no toleraba el álgebra ni la geometría. El insulto de aquel maestro me marcó. El día de la ofensa, volví a casa y le anuncié a mi padre que ya no estudiaría más. Sobrevino una escena terrible. Me amenazaron con encerrarme en el ejército o en algún otro cuerpo disciplinario. No me importaba. Me fui de la casa y, desde entonces, abominé de todo aprendizaje que tuviera un fin utilitario. Creo, sin embargo, que con el tiempo llegué a ser un buen profesor”.
La familia vivía en Goyena, al sur de Buenos Aires, y los lazos que Martínez Estrada había tejido con la gente de campo eran tan felices, tan espontáneos, que lo seguían a todas partes. El trigo y el ganado se pervertían en la Argentina decadente, pero los bellos dedos del pasado acariciaban sus sentimientos de ahora con tanta delicadeza, que, a veces, no sabía si era él o algún otro el objeto de esas caricias.
Se marchó de Goyena y volvió a ella en 1937, para invertir los treinta mil pesos del Premio Nacional de Literatura en un predio de cuatrocientas hectáreas, que tenía un casco desvencijado y unos pocos animales. Con el tiempo, ocuparía los domingos en reparar el techo, construir una chimenea y apuntalar los muros. Después, Goyena le serviría de retiro, y los azares de las cosechas serían la única distracción que lo consolaría de su infeliz matrimonio con la literatura.
A fines de 1963, Juan José Hernández, un hojalatero de San Genaro, Santa Fe, le escribió ofreciéndole sus ahorros para que evitara “las miserias de preparar la comida por sí mismo y alimentar a los pájaros”. “Son tres mil pesos, don Ezequiel —decía la carta—, y me gustaría prestárselos sin compromiso de devolución.” El viejo le respondió: “No, Juan José, muchas gracias. No me hace falta ese dinero. Soy un asqueroso burgués”.
Al oír contar la historia, yo sentía al viejo caminar con incomodidad sobre el vientecito suave de las palabras, como si se diera cuenta de que las palabras eran crueles y lo desvestían. ¿Sería por eso que, reponiéndose, apartó la anécdota y procuró posarse sobre la moraleja? “Me basta —dijo— un solo gesto para entenderme con el pueblo, pero todos los discursos y los libros del mundo me son insuficientes cuando hablo con un profesor”.
Para Martínez Estrada, la desventura empezó en 1929, cuando se le concedió, por influencia de Leopoldo Lugones, el Premio Nacional de Literatura. El novelista Manuel Gálvez, que había sido postergado, no toleró la afrenta y se declaró en campaña para infamar al mediocre que agraviaba su prestigio. “Perdí la cabeza”, admitiría después Gálvez en sus memorias, sin dejar de insistir en que Martínez Estrada “se trabajaba los premios lindamente” y que los conseguía por ser un imitador prolijo de Lugones.
Desde entonces, el encono por la inmoralidad argentina puso a la conciencia del viejo en estado de sitio. Tres años más tarde, cuando explicó las miserias del país en Radiografía de la pampa, fue reducido al aislamiento. “Me acosaron —diría Martínez Estrada aquella tarde de Bahía Blanca—. Se me acusó de haber obtenido con fraude la libreta de enrolamiento, y aunque demostré lo contrario, los jefes de Correos y Telecomunicaciones, donde yo trabajaba, me infligieron una sanción artera. En vez de despedirme, me designaron encargado del servicio de encomiendas para España, al empezar la guerra civil. Se abrieron ante mí meses de pesadilla. Por mi escritorio desfilaban millares de seres humanos, deudos, comedidos o militantes, que me confiaban toneladas de paquetes: desde las siete de la mañana hasta las tres de la madrugada siguiente”.
Yo veía acercarse su silencio como si fuera una tempestad que me dejaba indefenso. El viejo se preparaba para el silencio trayendo desde los rincones más sanos del cuerpo alguna tos, un jadeo corto, imperioso, y un repentino eclipse de la atención. Yo no conseguía acostumbrarme a la aparición del silencio, y cuando me sentía tomado de sorpresa por él, trataba de retenerlo, por temor a que también a mí me desvistieran las palabras.
Hablé tan poco que creo haber retenido de aquella tarde sólo lo que no dije. “Vivo tan abandonado —insistió— que hasta los objetos domésticos se resisten a servirme”. Le comenté, recuerdo, que los objetos tienen también su lógica de comportamiento, y que cuando el cuerpo regresa a una lámpara o a un sillón que han sido largamente desdeñados, siente de inmediato su rechazo. Le referí la historia de una taza de café que me había acompañado durante años y que había resuelto destrozarse a sí misma la noche en que la dejé por otra. La taza estaba en una mesa, en estado de reposo, y de pronto vi que se abrían en ella unos pequeños canales lastimeros, hasta que se desmoronó.
“Quién sabe, quién sabe”, asentía el viejo. “Los límites de la realidad siempre están más allá, como las aguas de los espejismos”. Dijo que la inteligencia se le había retirado durante siete años, desde 1933 a 1940, y que al sentirse infértil, desesperado, sin agallas para escribir, emprendió el estudio del violín. “Hubiera debido matarme, pero no me atrevía”.
Desplegaba un lenguaje apocalíptico, tan diestro para la compunción como para la cólera. Sus discípulos argentinos solían encontrar en esos vahos del humor una cierta calidad profética. A mí me parecían tan artificiales como una representación de teatro. No creo que sus padecimientos fueran fingidos ni irreales, pero sentí aquella tarde que se servía de ellos con demasiada ostentación, como si fueran el ardor que justificaba su literatura demoledora.
Había padecido una enfermedad monstruosa, sin nombre preciso, entre 1948 y 1952. “¿Era yo el enfermo o era mi pueblo?”, le oí decir. “Vagué de hospital en hospital, del Rawson de Buenos Aires a la clínica de Gregorio Berman en Córdoba, con la piel negra como el carbón y dura como la corteza de un árbol. Los médicos no pudieron diagnosticar con precisión. Sólo averiguaron que el mal provenía de ciertas deficiencias en el funcionamiento de la glándula hipófisis”.
Lo trataban como a un indeseable. “Yo, que siempre me había negado a ser instrumento de los enemigos del país, aparecí ante ellos como la conciencia que los acusaba. Y con mi enfermedad —explicó, con un aire de queja que no excluía el orgullo— expié también la sordera de mi pueblo enfermo”.
Cuando, al cabo de cinco años de yacencia, no había nadie que lo aceptara, Victoria Ocampo le dio cobijo en su casa de Buenos Aires. “Ella también —agradeció el viejo— estaba entre las víctimas de la barbarie. Los impugnadores olvidaban que había debido renunciar a su casta, que era mal vista por los de su propia clase, y que los burgueses y proletarios la repudiaban. Sus únicos aliados eran los advenedizos que buscaban la hospitalidad de la revista Sur para ocultar sus venalidades”.
Desde que se supo convaleciente, se negó a callar. Pasó por alto los infartos cardíacos que se le declararon en 1960 y 1964, sin interrumpir su trabajo torrencial —diez horas por día—, poblando la casa con los manuscritos de su obra magna sobre José Martí y los aún desconocidos Filosofía del ajedrez, La vida del violín y los milagros de Niccoló Paganini e Historia natural de las ciudades.
En 1959 emigró a Cuba, porque la jubilación de tres mil pesos “no me alcanzaba ya para vivir con cierto decoro en la Argentina”. Durante los dos años de exilio voluntario, en un pequeño y austero departamento de La Habana contiguo a la Casa de las Américas, recibió “más bienes que en toda mi vida anterior, sin que nadie me apremiara a escribir una sola línea sobre la revolución o sobre Fidel Castro”. Escribió millares, sin embargo. Al mes del regreso, el semanario Marcha de Montevideo dio a conocer un artículo en el que Martínez Estrada explicaba, con la fe de un converso, que “la libertad para el pueblo de Cuba consiste en decidir su destino y no en cambiar de amo”.
El viejo había vuelto a la patria para ser feliz. Pero la aventura cubana volvió a ponerlo en estado de indefensión ante los enemigos. Tuvo que salir, una vez más, al paso de Manuel Gálvez, quien había advertido insidiosamente en sus memorias: “Martínez Estrada, (que) parece ser ahora comunista, participó (hacia 1930) en un homenaje a la Revolución Rusa, a la par de conocidos comunistas, realizado en el comité de ese partido”. Replicó el viejo: “No quiero mancillarme admitiendo la dictadura del proletariado ni la dictadura de ninguna otra clase”. Se defendió de quienes lo amonestaban por haber pedido la ciudadanía cubana insistiendo en que la petición era un infundio y en que, de todas maneras, la nacionalidad nunca había sido para él, “un simple asunto de Registro Civil”.
Vi que aquella tarde lo incomodaba el pensamiento y que, para apartarlo, hablaba con los ciclistas que paseaban por la vereda. Acercaba la cabeza a la ventana y les preguntaba si el viento de Bahía Blanca no amortiguaba la fuerza del pedaleo o si el peso del sol no les apagaba los músculos, como en el sueño. “Comprendan mi curiosidad o mi envidia —les decía—. Yo he sido confinado a la penumbra de esta casa por el abuso de los médicos”.
Pero no bien los ciclistas le respondían, el viejo dejaba de prestarles atención, porque lo que trataba de esquivar —entonces lo advertí— era el acoso de los pensamientos ajenos y el temor de que la muerte lo sorprendiera cuando estaba invadido por el rastro de algún otro. “He aquí a un cristiano que está fuera de la Iglesia —le oí decir aquella tarde—, uno de los que caminan al lado de Moisés, de los Gracos y de Cristo. O, para ser más claro, he aquí a un partidario de la libertad y de la dignidad humana”.
¿Por qué no volver a Cuba?, se había preguntado. Para eso tendría que contar con la autorización de médicos benévolos que le enseñaran los ejercicios que tenía vedados. Aprendería primero a desplazarse por la casa y subir hasta el altillo; luego, reuniría fuerzas para empujar hacia alguna otra orilla del vestíbulo el aparador con el que siempre tropezaba Agustina, su mujer; por fin, iría acostumbrándose poco a poco al aire de la calle, y cuando tomara confianza, se encontraría con los vendedores de frutas, con los mercaderes de botellas vacías y con los compradores de diarios viejos hasta que, tras algunos días de amistad, les pediría permiso para arrastrar sus carritos por el empedrado, e imitar sus pregones. ¿Por qué no ir a buscar la vida de vez en cuando?
El campo de Goyena ya no lo retenía. Con la enfermedad se le había aventado también el asombro ante las heladas imprevistas y las lluvias prematuras, y ya no le importaban el gozo de las cosechas ni el sabor áspero de los guisos que solía comer con los peones.
Le habían aumentado la jubilación a poco más de siete mil pesos, pero como aún era insuficiente, la completaba con algunas colaboraciones ocasionales en la revista Cuadernos Americanos de México, que le pagaba dos dólares y medio por página. Podía aceptar como una fatalidad las estrecheces de su vida, pero con las del país era intolerante. “Desde hace muchos años —dijo—, la Argentina está en manos de los usurpadores. A partir de 1930, hemos vivido con tres ruedas sobre los rieles y una cuarta en el aire. La cuarta rueda es el símbolo de aquellos períodos efímeros en que contamos con un gobierno supuestamente legítimo que era de inmediato derrocado”.
Sentí que el espíritu de profecía se le retiraba de pronto y el viejo volvía a ser él mismo en la sala a oscuras. La ira avanzaba con una dignidad conmovedora a recibir los aplausos, mientras el viejo iba buscando discretamente algún pliegue del telón para ocultarse. “¡Pobrecitos, pobrecita gente!”, se turbó. “Cuando tuvimos un gran hombre como HipólitoYrigoyen o Juan Perón, o era un incapaz o era un canalla”. La voz cayó como un ave de rapiña sobre los otros nombres: Uriburu, Castillo, Patrón Costas, Aramburu, hasta que se detuvo en el de Arturo Frondizi: “Un hombre que debiera sentir vergüenza por el manoseo a que se sometió, y que sin embargo hizo de esos vejámenes un título honorífico”.
Agustina Morriconi, su mujer, se dejó caer entonces en la conversación como la hojita de un árbol que no ha encontrado un viento adecuado para mecerse. Tenía el pelo tan crespo y los aros de los anteojos tan juntos sobre la cresta de la nariz, que la creí una estampa recortada de los libros de cuentos. Yo traté de darle alcance en alguna de las huellas que la realidad había dejado aquella tarde, pero apenas ponía los dedos sobre la sospecha de que ella estaba allí, desaparecía, y sobre mi tacto sólo quedaba la certeza de su paso. No he rescatado por eso lo que dijo. Sé, apenas, que trató de apaciguar al viejo y que él la disuadió: “Si tengo que hablar, Agustina, no debo mentir”.
Lo oí enredarse en un acceso de tos, domesticar la respiración y preparar otra embestida: “Estamos muertos de silencio —dijo el viejo—. Todos en mi país saben tanto o más que yo, pero tienen la sagacidad de callarlo. En la conspiración está comprometido el ochenta por ciento de los argentinos. El único tonto fui yo, porque me atreví a revelar el secreto de nuestra desgracia”.
Depositó la inquina sobre los tratadistas de Derecho, “que no han señalado con el dedo las usurpaciones políticas”; contra los jueces, “que han abrazado la corrupción general como si fuera una cruzada patriótica”; contra los profesores de literatura que, “cuando ven luchar a un hombre como yo, se le arrojan encima para que sus amos les ofrezcan un poco más de carne”.
Lo vi alzarse hacia el largo cuello de los libros que se inclinaban sobre la Remington y acariciar con ternura los ojitos del Balzac, la pelambre de Exhortaciones, la cresta verde de Qué es esto. “Me siento abatido ahora —suspiró—, destruido moralmente, solísimo. Tengo miedo de que, a los 70 años, quieran ponerme preso. Vivo acobardado… ¿Pero quién en este país no vive acobardado?”
No me atreví a repetir delante de él los fáciles adjetivos que habían prodigado a su obra los críticos y profesores, porque en algún momento de la conversación las palabras escéptico y pesimista lo habían sublevado. “¿Es pesimista acaso —había dicho— el médico que diagnostica un cáncer?”
Por miedo, el viejo había renunciado a seguir leyendo los periódicos después del asesinato de John F. Kennedy, y había aceptado la inmovilidad y el retiro como un signo místico de su indignación. No encontraba en la vida otro sentido que hablar en nombre de los ofendidos y de los humillados, y creía que la muerte, al lavar a los lectores de resentimientos, permitiría que su obra fuera oída sin interferencias.
Sé que murió el 3 de noviembre de 1964, a los tres meses exactos de nuestro encuentro, y que hasta el cementerio de Bahía Blanca no lo siguieron sino unos pocos deudos y los caudalosos pájaros que siempre trae el verano. Los diarios fueron mezquinos al describir su talento y enconados al evocar su rebeldía.
Aquella tarde, en Bahía Blanca, negó —recuerdo— toda salida a las tragedias argentinas. “Para encontrarla —dijo— debiéramos conocer el mapa de la cárcel donde estamos confinados. Si lo tuviéramos, podríamos matar al gendarme. Pero no hay mapas. Quizá ni siquiera hay gendarmes. Todo lo que nos queda, entonces, es sentarnos a la puerta de nuestra celda y ponernos a llorar”.
(1964-1965)