Todas las tardes, entre mayo y agosto de 1935, solía caer sobre Valencia una lluvia menuda, que se desvanecía al posarse sobre la ropa de los caminantes. Don Luis Osorio, el principal barbero de la ciudad, afirmaba que aquel vapor fastidioso era un polen de orquídeas amazónicas arrojado por los aviones colombianos para adormecer el entendimiento de la gente y preparar la invasión a Venezuela. Enrique Acevedo, el sastre, que tenía fama de hombre sensato, coincidía con el barbero en que la lluvia era de atontamiento, pero la atribuía a un ardid de Santos Matute Gómez, presidente del Estado, a quien las riendas del poder se le caían de las manos.
—Es un agua de olvido —decía el sastre—. Don Santos no quiere que este viernes, cuando se lleve el premio mayor de la lotería, nos acordemos de que también lo ha ganado el viernes anterior.
Sólo Vicente Gerbasi sabía que la lluvia caía para anunciar el fin de su adolescencia. Ya el cuerpo se le negaba a seguir cambiando: el 2 de junio, al cumplir 22 años, Vicente descubrió ante el espejo, en el cuarto de pensión, que su mirada seguía perdida —como de costumbre—, el mentón breve, el pelo revuelto y volador. Una lenta tristeza se le apoyó sobre la nuca y descendió hasta la garganta. Luego, la tristeza se apartó de su cuerpo y empezó a caminar por las calles de la ciudad solitaria, esquivando la vigilancia de los chácharos y la embestida suntuosa de los automóviles oficiales. Vicente enrolló el colchón, lo cargó al hombro, y sin despedirse de nadie atravesó la plaza Bolívar. Eran las seis de la tarde cuando entró en el taller del pintor Leopoldo Lamadriz. Tumbó el colchón en el piso y aguardó a que Leopoldo retocara el azul de una naturaleza muerta.
—No volveré a la pensión de mi madre —anunció, con los dedos entretenidos en las costuras del colchón—. Ella dice que la poesía no sirve para ir al mercado.
Se quedaron conversando hasta la medianoche, interrumpidos por la entrada y salida de otros pintores que iban a desahogarse contra Gómez en el silencioso taller de Lamadriz. Bajo la ventana, sobre un arcón viejo, se desperezaban los únicos libros que el gobierno permitía importar por aquellos años: novelas de Victor Hugo, Alejandro Dumas, el Diario de Amiel, los ímpetus retóricos de Vargas Vila, los tratados de magia blanca y magia roja. Sentado sobre el colchón, dejándose adormecer por la incesante crepitación de las ranas, Vicente sintió aquella noche, por primera vez, que el rastro de sus poemas no se perdería entre las gigantescas pesadillas de Venezuela.
Viviré con la sombra de mis duelos
De la infancia en Canoabo, Vicente recordaba los amaneceres olorosos a café y a cacao, los mugidos aliviados de las vacas cuando las ordeñaban, el paso de las nubes sobre la cresta de la montaña y el aire fresco que se posaba al anochecer sobre los grandes patios. Su padre, el inmigrante, que había sido un negociante próspero, acabó arruinado por la caída de los precios mundiales del café, y no pudo sobrevivir a la desdicha de entregar la finca y el comercio a sus implacables acreedores. Como muchas damas venidas a menos en la Venezuela de los años treinta, la madre debió poner una pensión modesta en Valencia, cerca de la plaza Bolívar. A Vicente no le quedó otro privilegio que un cuarto aireado en la pensión, con una ventana de dos hojas que daba al jardín.
Empezó a trabajar en un banco y a padecer la monotonía de la vida pueblerina, turbada sólo por las “intermediarias” del Cine Mundial o por la llegada de La Esfera a media mañana. Las aventuras del taller de Lamadriz habían pasado al olvido. El colchón había vuelto a su sitio.Los sábados por la noche, en la soledad del cuarto, Vicente solía oír el rumor de la música en el Club Alegría, e intuía el lejano sabor de la cerveza y de la tisana.
Diciembre lo encontró con gripe.“Los años bisiestos siempre se van con peste”, solía decirle la madre, para acostumbrarlo a la fatalidad. Más de dos semanas estuvo enfermo, sin que las aspirinas ni los sellos antigripales pudieran ahuyentarle la fiebre. Por las tardes solía visitarlo el poeta José Ramón Heredia, llevándole alguna novela recién aparecida de la biblioteca Sopena o ejemplares deshojados de la revista Leoplán. Hablaban de poesía, de Caracas y de las muchachas enamoradas. El reino de la política era para ellos tan intocable como el de los grandes viajes o como las fiestas babilónicas de los astros cinematográficos. Desconocían el sentido de la palabra “democracia”, ignoraban la existencia histórica de Carlos Marx. En el minúsculo universo de su imaginación, Juan Vicente Gómez era (aunque lo detestaran) el centro del sistema planetario. Hay que tener en cuenta esa desfiguración de la historia para imaginar el desconcierto de Vicente Gerbasi cuando, al mediodía del 18 de diciembre, José Ramón Heredia entró en su cuarto como una ráfaga atolondrada, cerró las persianas, echó llave a la puerta, y anunció con una voz tan débil que apenas se levantaba del suelo:
—Vicente, parece que el Bagre se ha muerto.
Gerbasi sintió que la fiebre se le apagaba dentro del cuerpo, como una lámpara. Se vistió de prisa y salió a la calle, a reconocer los olores nuevos de la vida. El temor a que Gómez no estuviera muerto duró 48 horas. Sólo cuando llegaron las noticias de que lo habían sepultado en Maracay, con un boato faraónico, la multitud se atrevió a salir de madre en las callecitas apacibles que daban a la plaza Bolívar. Durante una semana entera Valencia conoció saqueos, muertes y venganzas. Los restos de la policía del régimen, embarcada en camiones, sofocaba a los destemplados en las esquinas y atormentaba a los rebeldes para convencerlos de que a su manera, el Bagre era inmortal.
Luego los tumultos se aplacaron. Vicente, que aún convalecía de la gripe, fue invitado por Luis Alberto García Monsant para dirigir un periódico valenciano, El Índice, donde empezó a ensanchársele el horizonte. A los tres meses ya no se toleraba a sí mismo, y resolvió marcharse a Caracas para siempre.
Y como un viejo mago
La capital era insulsa y pequeña, pero Vicente Gerbasi creía que no había otra ciudad más esplendorosa en los confines de la Tierra. Petare era un pueblo lejanísimo. Valle Abajo, Los Chaguaramos, Las Acacias, la Hacienda Ibarra, Bello Monte, rodeaban el casco viejo con su aroma a campo y con la soledad de sus quebradas. El número de habitantes no llegaba a los doscientos mil. El teatro sobrevivía a duras penas, representando dramas que rara vez duraban más de dos funciones. Las emisoras de radio abrían sus programas a media mañana y callaban a las 10 de la noche. El rencor que Gómez había sentido por Caracas la había vuelto desconfiada, desdeñosa con los provincianos, hostil con los jóvenes, sorda con los poetas. Vicente, que había intentado conquistarla muchas otras veces, imaginó que también esta vez saldría derrotado.
Para quedarse, aceptó trabajar como alfabetizador en la vieja carretera de La Guaira. Salía de Catia temprano, en los camiones del Ministerio de Obras Públicas, y ascendía hacia el sector más alto del camino. Allí esperaba que los obreros hicieran un alto para almorzar, y mientras los veía comer, les enseñaba el abecedario con ayuda de un pizarrón. En seis meses, todos aprendieron a leer. Vicente y su compañero de travesía —el poeta Oscar Rojas Jiménez— descubrieron a su vez el sabor maravilloso de los pabellones cocinados en los ranchos de la montaña y la inquebrantable fortaleza de los aguardientes preparados en las destilerías domésticas. Pero aquel ejercicio cotidiano era insuficiente para saciar la voracidad de la imaginación. Cierto mediodía de domingo, mientras contemplaban los mástiles aglomerados en el puerto de La Guaira, Oscar le propuso a Gerbasi que emprendieran un viaje.
—A cualquier parte, con tal que sea lejos de este mundo —cree Vicente que le dijeron, repitiendo a Baudelaire.
El pretexto fue una exposición del libro venezolano que debían montar en México a mediados de enero, en 1937. La idea era tan delirante que no podía sino resultar bien, porque en la Venezuela de aquellos años no se conocían las editoriales y cada autor debía peregrinar de imprenta en imprenta, en busca de un empresario que aceptara convertirse en su acreedor. El propio Gerbasi, que había terminado ya su Vigilia del náufrago, estaba padeciendo en carne propia las estaciones de ese vía crucis.
Pronto encontraron manos amigas que los auxiliaron en la travesía. El Ateneo de Caracas aceptó patrocinar un festival cinematográfico a beneficio de la muestra, donde se exhibiría el escandaloso Éxtasis de Gustav Machaty. Y Rufino Blanco Fombona, a quien Vicente acudió para pedirle la donación de algunos libros, lo despidió con dos mil bolívares de regalo. Poco antes de la Navidad, Gerbasi y Rojas Jiménez zarparon de La Guaira.
Fue una aventura estrepitosa. Los dos venezolanos desembarcaron con sus cajas de libros en el puerto de Acapulco, y apenas pusieron pie en la capital se hicieron íntimos amigos de los prohombres que dirigían la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, donde la costumbre era abominar del fascismo y amar el rojo. Vicente absorbió como una esponja el lenguaje de la política, leyó a Marx y aprendió los cómo y los porqués de la vida de Lenin. Compartía los míseros almuerzos con Nicolás Guillén y las cervezas de la tarde con Waldo Frank. Fue el propio Frank quien intercedió para que la exposición del libro venezolano se hiciera en el Palacio de Bellas Artes, y quien pronunció el discurso de apertura.
La felicidad duró hasta que Vicente comió el último real que había llevado y tuvo que ponerse a trabajar. Fue oficinista en el Sindicato de Tranviarios, con un salario tan insuficiente que para sobrevivir respiraba salteado. Se dijo a sí mismo que esos padecimientos eran absurdos, y decidió regresar. ¿Pero cómo? De las cenizas de la travesía no le quedaba sino un billete de tren para Acapulco, diez bolívares y la ropa que tenía puesta. Así partió, a la ventura. Acapulco era entonces un ranchería indigente en la montaña, con bares de mala muerte y unas pocas prostitutas menesterosas. Vicente, desorientado, entró a un botiquín para consumir el aliento que le quedaba en una botella de tequila. Se sentó junto a una mesa desolada, en un rincón, y empezó a beber. Sin saber por qué, asomaron a su memoria algunas páginas de Kyra Kyralina, la novela de Panait Istrati, donde se asegura que cuando un solitario brinda un trago a otro solitario, ambos acabarán por convertirse en los mejores amigos. Fue en ese punto del recuerdo cuando Vicente divisó, en el otro extremo del bar, a un bebedor abandonado. Pidió una copa vacía, la llenó, y alzándola en dirección al hombre dijo: “¡Salud, amigo! Le brindo este tequilita”. El hombre aceptó con una sonrisa y le pidió que se acercara a su mesa.
—¿Qué está haciendo en estas soledades? —preguntó, con un acento tan catalán que todas las consonantes que pronunciaba parecían la letra ele.
—Voy para Venezuela —respondió Vicente—. Pero no sé cuándo, ni de qué manera.
—Qué casualidad —dijo el hombre—. Yo también voy Para ahí. Zarpo mañana. Mi barco está afuera, anclado. Soy el capitán.
Durante las dos semanas de travesía, Vicente pagó el billete con inagotables conversaciones sobre la guerra y sobre la poesía. Cruzaron el canal de Panamá recitando fragmentos de La leyenda de los siglos, pasaron por Barranquilla leyendo en voz alta a Miguel de Unamuno, olvidaron a Maracaibo por aprender de memoria el Romancero gitano de García Lorca.
Apenas llegó a Caracas, Vicente tomó conciencia de que la fiesta había terminado, y de que aquel viaje suntuoso era la corona funeraria con que se despedía de la adolescencia. Durmió en una pensión, y a la mañana siguiente se acercó a las oficinas del poeta Luis Barrios Cruz, director de Ahora.
—Necesito trabajo —le dijo—. Todo lo que me queda en el mundo son cinco bolívares.
Barrios Cruz le señaló una máquina de escribir y le pidió que contara su historia. Gerbasi, que siempre fue pudoroso, cambió la autobiografía por un reportaje imaginario a Nicolás Guillén.
—Estás contratado —le dijeron—. Desde mañana serás redactor de Ahora, por 350 bolívares mensuales.
Cuando Vicente salió del periódico hacía tanto calor que del suelo parecían alzarse agujas incandescentes. Pero el poeta no sintió fuego ni hielo: sólo vio que en Caracas nevaba, llovía y salía el arco iris, todo al mismo tiempo, y comprendió que de esas locuras meteorológicas debía estar hecho el cuerpo de la dicha. Al pasar por la esquina de La Bolsa, echó una ojeada al almanaque del bar: era el 23 de abril de 1937.
Lanzaré mis desvelos
Fue en ese mismo bar donde empezó la otra historia, entre mesas desvencijadas que nunca se tenían firmes, sillas destripadas por el uso y pinturas murales tan intragables que era preciso cerrar los ojos mientras se bebía para que el sabor de la cerveza no quedara deteriorado. Los años se llevaron como un trasto inútil aquel bar de La Bolsa y pusieron en su puesto una farmacia nueva: en la memoria se fue apagando el ventilador de aspas atornillado al techo, el vocerío de los vendedores, el maravilloso olor a roble que emergía de las barricadas de vino cada vez que el patrón sacaba a relucir la generosidad de los días de fiesta.
Fue en ese bar donde empezaron a reunirse: primero en grupos de seis o siete, luego de manera más tumultuosa, en horarios fijos, orgullosos porque toda Caracas conocía aquellas citas de la inteligencia. La peña se llamó Viernes, porque (parece obvio) ése era el día obligado de reunión. A ninguno de los “viernistas” se le ocurrió calcular que Viernes era también el nombre simbólico que tienen los compañeros de los hombres solitarios, en recuerdo del indígena que convivió con Robinson Crusoe en la isla de Juan Fernández.
Llegaban entre las 5 y las 6 de la tarde, con los dedos aún manchados por la tinta de las oficinas, y no se retiraban hasta la medianoche, al calor de invocaciones que de pronto se detenían en Hölderlin y Novalis, o que atravesaban semanas enteras sin moverse de Góngora. Es preciso retener la imagen de aquella Caracas que se desentendía de la cultura y vivía con la política un inflamado amor a primera vista para comprender a fondo el heroísmo —o la irrisión quijotesca— de los diez poetas “viernistas” que se encerraban en un café, todas las semanas, a reescribir la historia de un mundo que estaba saliendo del diluvio y entrando en otro cataclismo peor.
Vicente desplegaba entonces una actividad sin sosiego: estaba a punto de casarse (lo haría, por fin, en noviembre de 1938), trabajaba doce horas diarias en la redacción de Ahora y auxiliaba a Rómulo Betancourt en las campañas clandestinas del Partido Democrático Nacional (PDN), pieza fundamental del frente opositor en las primeras elecciones municipales que iba a conocer Venezuela. Pero jamás faltaba a las reuniones de Viernes. Allí descubría, junto a Rojas Jiménez, Pablo Rojas Guardia, Otto de Sola, Ángel Miguel Queremel y Pascual Venegas Filardo, que el país había quedado marginado, durante el aislamiento gomecista, de las grandes corrientes de la cultura europea: Caracas ignoraba el surrealismo, el psicoanálisis, la filosofía de Heidegger y de Bergson, la poesía de Aleixandre y de Cernuda, las revoluciones verbales de Vallejo y de Neruda, el teatro de O’Neill, el cine de Eisenstein. Era como asomarse a las orillas del mundo y contemplarlo por primera vez. Viernes se alzó en armas contra los prejuicios literarios que habían desgarrado el buen gusto de Venezuela: conspiró contra el nativismo y el folklorismo, se sublevó contra los madrigales, derrocó a los criollistas. En el furioso embate contra los viejos ídolos, sólo dejó en pie a José Antonio Ramos Sucre, porque adivinó que su genio había sobrevivido a todos los cadalsos culturales y a los tormentos de la inteligencia organizados por el Bagre.
Era forzoso que en una batalla tan enconada los adversarios no se quedaran quietos. Imaginaron a Viernes como una torre de marfil y comenzaron a rayar con saña todos sus cristales. Los humoristas que luego encontrarían refugio en El Morrocoy Azul probaron el filo de sus navajas en los ataques al grupo. Los escritores para quienes el compromiso político se anteponía a cualquier obra de creación se declararon escandalizados por el espectáculo de estos literatos a quienes conmovían los ángeles de Rilke mientras Hitler entraba en Checoslovaquia y Miguel Hernández agonizaba en las cárceles del franquismo.
Gerbasi, advierte, aún ahora, que la política y la poesía no eran excluyentes, y que él jamás se negó a militar junto a Betancourt en las infinitas escaramuzas clandestinas de la época, a la vez que, en las peñas de Viernes, soslayaba toda conversación sobre la realidad. El grupo acabó mudándose de bar: unos cincuenta pasos hacia el Oeste, de Bolsa a Pedrera, donde un patrón español llamado Ersundi, que amaba la literatura y creía que el talento era un humo propicio para la atmósfera de los botiquines, cobijó al grupo y lo estimuló con la espuma de su cerveza, cambió el nombre del bar (lo llamó La Peña) y se cambió tanto a sí mismo que nunca más volvió a saberse de él.
Caracas salía por fin de su largo invierno. Entre las matas de mango y de mamón solían fluir por las tardes las discusiones radiales de “La familia Buche y Pluma”, y de la mano de Vicente Emilio Sojo descubría la ciudad el magnetismo de Claude Debussy y las complejidades de Igor Stravinsky.
Como el país, Vicente Gerbasi empezaba a olvidar la inmovilidad. En septiembre de 1937, Rómulo Betancourt le encomendó la secretaría del Concejo Municipal de Caracas. Al año siguiente, cuando tuvo que ceder el puesto a Jesús González, regresó a las febriles entregas del diario Ahora, donde se ocupaba simultáneamente del editorial internacional, del editorial de las provincias y de una columna de primera página titulada “El plato del día”. Durante cuatro años no había conocido sino la vida de las pensiones. Al casarse, Vicente quiso renunciar a todo hábito gregario y alquiló una casa modesta en la avenida principal de San Agustín del Sur, donde Betancourt iría a refugiarse en los momentos difíciles. Sentados a la mesa del comedor, entre la medianoche y el amanecer, ambos solían olvidar las historias de partido para hablar de poesía. Gerbasi acababa de terminar Bosque doliente y estaba escribiendo sus Liras. Rómulo estaba a punto de iniciar un largo exilio en Chile. Entre uno y otro desvelo, el jefe político reclamaba al poeta “una obra más profundamente vinculada al alma nacional, una vuelta a las historias de la tierra y a las alegrías de la casa”. Fue en esos meses duros cuando la imaginación de Vicente comenzó a navegar en torno de un libro que se llamaría Mi padre el inmigrante.
A fines de 1939, Mariano Picón Salas citó a Gerbasi en su despacho de director de Cultura.
—¿Qué ocurre contigo, Vicente? —le dijo—. ¿No te das cuenta de que el periodismo te está haciendo daño?
—Tengo que vivir. No me queda alternativa —respondió el poeta.
—Ven y trabaja conmigo. Tengo un sitio para ti en la Revista Nacional de Cultura.
Cuando Gerbasi aceptó con un apretón de manos, no sabía que estaba empezando la más larga aventura de su vida, porque si bien su primera etapa en la revista duró seis años, hasta la caída del presidente Medina Angarita, la segunda se prolongaría más allá de la madurez, atravesando el cielo de todos sus libros y de todos sus nietos.
Mis arpas incendiadas a los cielos
Durante los cuatro años y medio que Eleazar López Contreras estuvo en el poder, Gerbasi no alcanzó a verlo sino una vez, y de lejos. Fue durante el carnaval de 1940, en un baile de disfraces que el Ateneo de Caracas organizó en el Hipódromo de El Paraíso. La capital vivía desde enero en un estado de exaltación desconocida. Los salones elegantes se disputaban a las orquestas de Billo Frómeta y de Luis Alfonzo Larrain; en la plaza de Petare, en la de Catia, y hasta en la recatada plaza de La Candelaria, la gente del pueblo aguardaba el amanecer entre un remolino de joropos y merengues. El viejo actor español Manolo Puértolas no daba abasto con los disfraces acumulados en la estantería de su tienda, y tuvo que pedir trajes de refuerzo a Barcelona y a Madrid. Vicente, quien logró introducirse en el descalabrado sótano, rescató para sí un disfraz de mosquetero, con capa de lentejuelas, espadín y bigote de manubrio. Al entrar en la fiesta del Ateneo, tropezó a boca de jarro con el adusto presidente de la República, que llegaba con un pequeño séquito. Intentó un saludo tan desairado que el general López Contreras prefirió pasar de largo, sin responderle. Luego, durante la fiesta, Vicente se sintió tan ridículo y tan expuesto a la befa, que nunca más volvió a disfrazarse ni siquiera para sí mismo.
Con el general Isaías Medina Angarita tuvo más suerte. Solía verlo todas las tardes en el bar La Península, cerca del Teatro Municipal, cuando el ministro de la Defensa acudía allí a distraerse con sus amigos de los azares del gabinete, y el periodista descansaba en una mesa vecina de las fatigas de la redacción. Solían saludarse y cambiar algunas bromas ocasionales, con tanta deferencia mutua que el 3 de mayo de 1941, cuando faltaban dos días para que el general Medina asumiera la presidencia, invitó a Gerbasi y a los compañeros del grupo Viernes a que lo visitaran en su casa de El Paraíso. La conversación resultó tan acartonada y formal que parecían estar hablando con letras góticas.Quizá por eso —piensa ahora Vicente— el general no cumplió nunca la promesa de reunirse una vez al mes con los escritores y los artistas.
En plena guerra europea, los ingenieros italianos recién llegados a Caracas impusieron la fiebre de las construcciones, y la capital vivió, durante meses, envuelta en el fino polvillo de la argamasa. Gerbasi, que se había mudado a pocas cuadras de El Silencio, oía desde el amanecer el incesante repiqueteo de las demoledoras y de las topadoras, y veía pasar frente a su casa las desvencijadas escorias de los garitos y prostíbulos.
La pasión por la pintura crecía mientras tanto a un ritmo tan voraz que Venezuela no parecía reconocerse sino en el color y en las formas que estallaban por todas partes. Marcos Castillo y Pedro Ángel González caminaban entre alabanzas. El país se volvía rojo, amarillo, verde, violeta, como si hubiera bebido de un golpe todos los fulgores del espectro solar. Pero Armando Reverón, un delirante que no confiaba en las convenciones, imaginó que el rostro de Venezuela podía ser también como el de la ceniza: ocre, gris y blanco.
Para Vicente, los años del presidente Medina discurrieron sin sobresaltos. Escribía sus Liras y trabajaba ocho horas diarias en la Revista Nacional de Cultura, con una devoción tan acompasada que se confundía con la tristeza. Una tarde de octubre, en 1945, cuando se acercaba a la esquina de Las Monjas sin poder quitarse de encima, los sopores del almuerzo y las opresiones del aburrimiento, vio a un amigo atravesar la plaza Bolívar con el aliento enrevesado, y trató de detenerlo.
—Corre tú también, Vicente —le advirtió el amigo—. ¿No ves que hay sangre?
Observó la calma de la plaza, el alboroto de las palomas sobre la estatua del Libertador, e imaginó que en esta tierra de locos su amigo no era la excepción a la regla. Así entró en el Ministerio de Educación, con la parsimonia de todos los mediodías. Acomodó los papeles, buscó unos originales que debía revisar, y se aprestaba a escribir cuando un estruendo lejano lo arrancó de la silla. Supo entonces, de manera inequívoca, que la costumbre de combatir regresaba a las calles de Caracas. Eran las dos y media de la tarde. Con Raúl Oyarzábal, uno de sus compañeros, permaneció en la azotea del ministerio hasta más allá de las 6, contemplando los estropicios de la pelea y los repentinos plumajes de la pólvora. Cuando cayó la noche, los dos hombres descendieron hacia El Silencio, esquivando las barricas de vino que habían sido reventadas en el bar La Península, para que no quedase allí ningún aliento ni melancolía del general Medina Angarita.
Vicente pasó la noche en vela y así se mantuvo durante 48 horas, hasta que la cadena de radios anunció que Rómulo Betancourt era el nuevo presidente de la República. Tomó entonces una hoja de papel, y sobre la misma mesa de comedor donde tantas veces se había acodado junto al jefe de su partido, le escribió una carta en la que le confiaba el deseo de partir: “Hazme el favor —decía—: permíteme ingresar en la carrera diplomática”.
Pasaron dos semanas sin respuesta. Cierto anochecer de noviembre Vicente entró en el bar Doña Francisquita, a pocos metros de su casa, y descubrió en un rincón al presidente enfrascado en un coloquio con tres militares de uniforme. Iba a retirarse cuando Betancourt lo divisó desde lejos:
—No creas que he olvidado tu carta —le dijo—. Sucede que preferí contestarla por medio de la Gaceta Oficial.
La respuesta que Vicente Gerbasi leyó tres días más tarde era tan escueta, tan protocolar, que parecía referirse a otro hombre: el texto lo declaraba agregado cultural de la embajada en Colombia.
Era verano, y sobre Caracas caía una lluvia menuda, vaporosa, que se desvanecía al posarse en la ropa de los caminantes. El poeta atravesó la esquina de Pajaritos y marchó hacia La Bolsa. Sentía el corazón liviano, como en la adolescencia, y trató de atrapar en el aire el vaho de aquella agua impalpable. La probó con la lengua y supo que tenía el mismo sabor de la memoria: el dulce, oscuro y lejano sabor de los días que se pierden para siempre.
(1976)