“¡Yo soy persona, yo soy persona!”, insistía la voz áspera de Carmelina, en la popa de la curiara.1 Con el pelo abierto en dos grandes hojas sobre la frente, Carmelina avanzaba adormecida por los vapores dulces que se alzaban del río y caían lastimados por el sol de la mañana. La sombra de los totumos2 y de las macanillas3 se replegaba a lo lejos, en el llano abierto. De vez en cuando, el alboroto de los monos y de los perros distraía el movimiento manso de la corriente. “Yo soy persona —cantaba Carmelina— y la muerte vendrá un día a quitarme toda maldad. Vendrá la muerte y volaré a la luna, vestida con las alas del pájaro carpintero. ¿Es que ahora hay dos lunas en el cielo?, preguntarán los espíritus”.
Los tres niños pequeños dormían a sus pies. Carmen tenía la cabeza apoyada sobre el vestido de flores que Carmelina había canjeado por unas pelotas de fibra, en el mercado de Elorza, y que guardaba sólo para los días de fiesta; Isidoro estaba acurrucado entre sus piernas; Alberto, que aún no sabía sentarse, se desperezaba sobre una estera de kote.4 Se oía a los cuatro niños mayores, en la segunda curiara, simular un diálogo de peces y cachicamos.5 Era la historia de una mutua cacería que comenzaba en el agua, seguía en la copa de los árboles, y se resolvía entre las nubes, con el triunfo de los peces. Bengua, la menor de las mujeres, también entonaba una melodía sorda, sin palabras. Atrás, en la última curiara, Luisito Romero apartaba con sus remos desvelados la corriente del Capanaparo:6 se había mantenido de pie en la proa durante los dos días de navegación, con la sangre desordenada por la fiebre. En la vigilia, había creído oír un coro de maracas crepitando en la orilla, y había sentido, por primera vez en veinte años, el desprendimiento de las enormes hojas azules que hay en los árboles del cielo.
Antes del mediodía, las canoas de los indios cuivas habrían llegado al hato de La Rubiera, luego de remontar durante cuarenta horas el curso del Capanaparo. Cirila Tintero imaginaba que Marcelino Jiménez los recibiría junto a la casa principal del hato, con una cesta de mangos para los niños, y que María Elena, su hermana, tendería bellas hojas de topocho7 sobre la mesa del almuerzo.
Dos años atrás, Marcelino había conocido a Guafaro, una de las cuñadas de Cirila, en el patio del hato El Carabalí. Con la ayuda de un peón había conseguido arrastrarla hasta la frontera colombiana, sometiéndola a la prostitución, a la esclavitud y al tormento. Cuando Guafaro tuvo su primer vómito de sangre, decidió escapar. Se aventuró por la selva y consiguió orientarse, siguiendo el curso de un caño, hasta las vecindades de San Esteban. La propia Cirila la había encontrado en el campo, desmayada, y se había quedado con ella hasta que amainaron los vómitos y la fiebre. Guafaro nunca consiguió reponerse, pero de vez en cuando tenía aliento para ayudar a las demás mujeres en el tejido de esteras y chinchorros.8
Una tarde, a fines de noviembre de 1967, el cuiva Ceballos Chain volvió de Elorza con un vestido de regalo para Guafaro. Entre interjecciones gruesas y ademanes entusiastas, narró que había encontrado a Marcelino en una bodega, frente al embarcadero.
Ambos hombres se habían perdido en un entrevero de historias hasta que el blanco se atrevió, por fin, a preguntar por Guafaro. Ceballos trató de que el tema se escurriera, pero Marcelino, estimulado por la caña, se puso insistente. Dijo que su mal comportamiento con la muchacha cuiva le pesaba en el alma y que deseaba enmendar el daño. Contó que era caporal en un hato colombiano de La Rubiera y que, cuando se acercara el fin de año, convidaría a todos los pobladores de San Esteban a un almuerzo desmesurado, para mostrar su arrepentimiento. Cocinaría sancocho de res en grandes ollas, asaría tres cerdos y los serviría con abundantes yucas y topochos. Para que su buena voluntad no mereciera dudas, compró un vestido de algodón y se lo envió a Guafaro.
Hacia mediados de diciembre, un emisario de Marcelino llegó a San Esteban para confirmar a los cuivas que los esperaban en La Rubiera. “Estaremos allí el sábado 23”, dijo Ceballos Chain.
La historia es confusa en ese punto: ciertos cronistas colombianos aseguran que la travesía de los cuivas por el Capanaparo empezó una semana antes, el 16 de diciembre; otros, en Venezuela, suponen que fue después de Navidad. Es que toda verdad se vuelve imprecisa cuando alude a estas criaturas sin nombre, cuyas únicas costumbres son el azar y las enfermedades. En el lustroso horizonte de las culturas, la suerte de los cuivas ha sido siempre indiferente: a nadie le ha importado el trastornado rincón donde nacen ni el ominoso modo con que los busca la muerte.
Ya no quedan sino setecientos cincuenta, acaso ochocientos: la mitad en tres pueblos de Colombia; los otros, en dos aldeas venezolanas situadas sobre la margen derecha del río Capanaparo —San Esteban y El Pozón—, al sur del estado Apure. Aunque siempre se llamaron a sí mismos jiwi, hombres, los cuiva no han conseguido que nadie los considere como tales. Ya en 1898 Julio Verne los citaba, en El soberbio Orinoco, como “asesinos arteros” y “monstruos desalmados”, apoyándose sobre los vagos informes del explorador Chaffanjon. Otras definiciones de esa ralea sirvieron de pretexto para un lento exterminio: los colonos y los aventureros se habituaron a entrar a saco en las aldeas de los cuivas para arrebatar sus magras posesiones y llevarse a las mujeres; los agricultores los empujaron a punta de fusil hacia tierras menos prósperas; los misioneros les desmantelaron una bella mitología que imagina a los seres humanos como semillas de pájaros y supone que todos los cuerpos de la tierra tienen en el cielo un cuerpo gemelo: que hay otro sol, cuyo viaje se detiene por la mañana en el corazón del firmamento, y otra luna, que en mitad de la noche rueda hacia la cueva donde el sol está oculto.
Desde hace por lo menos medio siglo los cuivas viven reducidos a la indigencia más penosa: habitan casi a la intemperie, en viviendas sin muros, bajo un techo de dos pendientes construido con hojas de macanilla, del que cuelgan sus frágiles chinchorros.
Y sin embargo, la calumnia no ha cesado de cebarse en ellos. “El rasgo que distingue a los cuivas es la maldad —dijo antes de la matanza una de las principales autoridades políticas de Elorza, según el testimonio del antropólogo Walter Coppens—. Ellos se asemejan a caimanes que, silenciosamente, se acercan a su presa inadvertida”. “Los cuivas no son como nosotros —dirá también uno de los peones que los asesinaron—. Son animales, como los venados o los chigüires.9 Peor todavía, porque los venados no dañan nuestras cosechas ni nos matan los marranos”.
De esas falacias se han servido los depredadores para justificar el exterminio. En octubre de 1967, el abogado Horacio Atuesta denunciaba en Bogotá que tropillas de cazadores blancos partían desde Maporillal o Cravo Norte, en Colombia, para competir en excursiones de caza por trofeos que, fatalmente, eran indios. “Guajibos, cuivas, pipocas, morcas —enumeraba Atuesta—: aún siguen en la maleza las manchas de sus sangres. Con el pretexto de escarmentar a los ladrones de ganado, los cazadores se lanzan desde la madrugada a guajibiar, siniestro verbo que es sinónimo de matanza. En agosto pasado, una de estas cacerías significó el exterminio de quinientos guajibos, que fueron luego cremados en enormes piras. Los que sobreviven son obligados a trabajar como bestias de carga, y cuando no tienen fuerzas, son muertos a palos”.
Hace ya tiempo que las hierbas huelen a muerte en las riberas del Capanaparo. Ninguna comunidad indígena de Venezuela ha sido tan perseguida y atormentada, tan vejada por la aculturación y la esclavitud como este pequeño brote de quinientos hombres, hijos de la sabana, confinados al sur del estado Apure junto a pequeños conucos en los que crecen, indiferentes, el topocho y la yuca.
En la tercera curiara, Guafaro simulaba que dormía. Los vapores que se alzaban del río le oprimían el pecho y alimentaban sus fiebres. Había adelgazado tanto desde la fuga que parecía una niñita. Los hombres de San Esteban habían dejado de mirarla, y hasta Ramoncito, que alguna vez fue su marido, evitaba hablarle. A Guafaro la sostenían la caridad de las viejas y la voluble protección de Ceballos Chain.
Durante la primera noche de navegación se había dejado invadir por los malos presagios. Soñó con Kauri, un gigante sin ojos, que perseguía a los jiwi con una maza para comerlos. El gigante tenía la piel amarilla y hablaba como los truenos. Su rostro era el de Marcelino Jiménez.
Eran poco más de las 11 de la mañana cuando María Elena Jiménez divisó, desde las ventanas de la cocina, la fila de cuivas que se acercaba al hato. Delante venían Ceballos Chain y Luisito Romero; junto a ellos, tres niños mayores, sin guayucos;10 detrás, Carmelina y Cirila Tintero cuidaban a los más pequeños. Sosteniéndose sobre la vieja Luisa, Guafaro cerraba la marcha.
Marcelino y Luis Enrique Marín, otro de los caporales de La Rubiera, avanzaron hacia la alambrada del hato para franquearles la entrada. María Elena vio a Guafaro acortar el paso y con una sonrisa de malignidad apagó con ceniza el fuego donde el picillo11 y el arroz se estaban cocinando desde la madrugada.
En la despensa, al lado de la cocina, Eudoro González impuso silencio a los peones. María Gregoria Nieves, que ayudaba a María Elena en la preparación de la comida, quedó un instante cegada por el relumbrón de los machetes que esgrimían los dos peones más viejos: Anselmo Nieves Aguirre, un agricultor de Apure que llevaba ya dieciséis indios en su cuenta de muertes, y Luis Ramón Garrido, que no había abatido sino a nueve, pero soñaba con batir el récord de Aguirre. Como el sol entraba de lleno en la despensa, cerraron las puertas. Afuera, en el patio, las mesas estaban tendidas con hojas de topocho. Miye y la pequeña Carmen olieron desde lejos el aroma del guiso y, desprendiéndose de Carmelina, corrieron hacia la casa.
Dos de los invitados, Antuko y Ceballos, quedaron rezagados en la ribera, empujando las curiaras hacia la tierra firme y asegurándolas con lazos de macanilla. Creyeron que darían alcance a sus compañeros antes de que llegaran al patio del hato, pero una de las curiaras se les escabulló por la corriente y tardaron un largo rato en recuperarla.
Por fin, la fila de cuivas llegó a la casa. Con cierta brusquedad, Marcelino invitó a los indios a que se acomodaran donde quisieran y entró a la cocina. Luis Enrique Marín lo siguió.
Los niños se apoderaron antes que nadie de los asientos. Todo sucedió de pronto. Marcelino gritó con voz ronca “¡Ahora!”, y ocho hombres salieron detrás de él, desde la despensa, con los revólveres y los machetes en alto, desbaratando el aire con los rugidos de la muerte, apurando a la muerte con sus espuelas y sus látigos, mientras la mirada de Ramoncito se disolvía en una nube de pólvora furiosa, y Alberto (que aún no sabía sentarse) caía con la frente segada por un machetazo, y Bengua preguntaba entre remolinos de sangre: ¿Por qué nos hacen esto?
Jamás habría respuestas. María Gregoria Nieves iba a contar, más tarde, que “primero oímos balas, y luego lamentos. Los indios caían heridos y eran rematados en seguida a golpes de machete. Yo vi a uno de ellos, Ceballos Chain, que se revolcaba en el pasto. Entonces le dieron dos cuchilladas y se quedó quieto”.
Cirila Tintero tomó a Carmen en brazos y trató de correr con ella hacia las curiaras. Marcelino la descubrió y deshizo la fuga con un balazo certero. Guafaro sucumbió sin quejas al primer golpe de machete. Carmelina, herida, intentó arrastrarse hacia el cuerpecito tembloroso de Arosi, otro de los niños, para ofrecerle su calor, pero el sendero que desembocaba en Arosi parecía infinito, un páramo sin consuelos y sin luces, guardado por gigantes gemelos, vientos gemelos y piedritas del aire.
Antuko y Ceballos lo vieron todo, entre los árboles: “Cuatro de las seis mujeres cayeron muertas a tiros junto a la mesa —narrarían luego—; también los siete niños se apagaron allí. Sólo algunos hombres pudieron correr por el patio, antes de caer cerca de los árboles”.
A las 12 de la mañana, entre los ayes de los moribundos, María Gregoria y María Elena sirvieron el picillo con arroz y topocho, y los peones de La Rubiera, con las manos aún alborotadas por la matanza, se sentaron a la mesa y devoraron el banquete de las víctimas, bebieron ron y cerveza, y entre los vapores de la borrachera arrastraron los cuerpos de los cuivas hasta la alambrada y se echaron a dormir.
“Toda aquella noche oímos quejas y llantos de criaturas”, diría después Eudoro González, sin sombra de arrepentimiento. “Al amanecer, seis de nosotros abrimos cerca del río un hueco grande y amontonamos allí los cadáveres. Luego, los rociamos con gasolina y les prendimos candela. La hoguera duró dos horas, y cuando se apagó, tapamos aquella muerte con tierra y volvimos a nuestro trabajo”.
La historia de los días siguientes ha sido varias veces deformada por la imaginación mítica, y es preciso volver a las crónicas de hace diez años para recomponer la verdad. Antuko y Ceballos desandaron durante un día y medio la travesía del Capanaparo y, al encontrar a la policía colombiana cerca de la frontera, denunciaron los pormenores de la masacre.
Tardaron días en creerles y más de una semana en organizar la caza de los criminales. Advertidos por algunos campesinos, Jiménez y dos de los peones se internaron en el hato Arauca y consiguieron burlar, durante más de seis meses, los cercos de la justicia. Elio Torrealba y el viejo Anselmo Nieves Aguirre habían sido atrapados poco antes por la Guardia Nacional en un refugio pantanoso, a diez kilómetros de Guasdualito. Los sentenciaron a veinticuatro años de cárcel. Aún hoy, todos ellos se ven a sí mismos como chivos emisarios de tribunales que jamás podrá entender las leyes del Capanaparo. “¿Qué hay de raro en estas muertes? —dirá, meses después, María Gregoria Nieves—. Liquidar a los indios es aquí moneda corriente, y son en cambio pocos los castigados. Con ellos no hay otro argumento que la bala y el machete. No son gente los cuivas. Son micos, son plaga”.
En el rumoroso caserío de San Esteban, los niños empiezan a alborotarse desde el amanecer. Ya ninguno de ellos sabe que, hace diez años, aquel asentamiento de cuivas se llamaba El Manguito, y que fue a fines de 1968 cuando el padre Gonzalo González, párroco de Elorza, le cambió el nombre para aventar de la memoria comunitaria el recuerdo de la hecatombe. La tierra es aún infértil, y las arenas, arremolinadas en diciembre por los vientos, siguen ganando terreno entre los conucos.
A mediados de junio, dos viajeros que se aventuraron por la región fueron guiados hacia San Esteban por una niñita que, abrazada a su muñeca de trapo, caminaba cantando: “Yo soy persona, yo soy persona, y la muerte vendrá un día a quitarme toda maldad…”. Tenía el pelo abierto en dos grandes hojas sobre la frente, y una voz tan honda que parecía brotar de dos gargantas.
Cuando se acercaron a las casas, alguien llamó a la niñita desde los árboles que se aglomeran, espesos, en el oeste del pueblo: “¡Ven, Carmelina!” Ella corrió hacia la espesura y quedó borrada. Sobre los pobres techos de macanilla empezó a caer la llovizna.
(1977)
1 Canoa indígena, hecha con un tronco ahuecado.
2 Calabaza vaciada y seca, que se usa como recipiente de líquidos.
3 Juncos o mimbres de las orillas de los ríos tropicales.
4 Paja rústica.
5 Especie de armadillo, mamífero desdentado cubierto por una caparazón rígida.
6 Río navegable de la región centrooriental de Venezuela, afluente del Orinoco.
7 Tipo de banano, más corto y más grueso que el conocido.
8 Hamaca para colgar, hecha de fibra natural y tejido flexible.
9 Roedor grande, que vive a orillas de los ríos.
10 Taparrabos de cuero, comunes entre los indios del Amazonas y del Orinoco.
11 Guiso de carne.