El Padre Rojas.—Sabel.
sabel (sale muy apresurada de la alcoba).
Escuche una palabra, Don José. ¿Dónde ha dejado la receta?
doctor (desde la puerta).
No he recetado.
sabel
¡Vaya un aquél! ¡Y para eso cuatro duros, que no los gana un pobre trabajando desde que Dios amanece! Dinero más tirado….. A lo menos cumpliese, recetando todos los días, como es debido.
el padre rojas
La enferma parece que está mejor.
sabel
¡Mejor! ¡Ay! no sé qué le diga. Aquel corazón está penando mucho
el padre rojas
La gracia de Dios le dará fuerzas.
sabel
Por resignación que haya, no puede ser que se aparte del señorito sin que le cueste muchas lágrimas. Y hace bien, pobrecita: es la ley que le tiene.
el padre rojas
Las lágrimas son como piedras preciosas, que á los ojos de Dios avaloran el sacrificio de esa pobre señora.
sabel
Serán, sí, señor. Yo no le digo á usted menos. Pero tocante á que el señorito se camine de la casa, me parece que es pedirle los imposibles.
el padre rojas
Si verdaderamente quiere á la enferma, cederá.
sabel
¡Pues por lo mismo que la quiere más que á las niñas de sus ojos!
el padre rojas (con dulzura).
¡Qué pena me causa oirte, hija mía! Se adivina en ti un corazón sencillo, lleno de bondad, pero tan descuidado en su educación religiosa... No dejes que hable por tus labios el espíritu de este siglo, sensual y egoísta. Quédese eso, hija mía, para los poderosos dela tierra; para el rico avariento que busca la felicidad en esta vida mortal. No para ti, pobre mujer, que jamás te rebelaste contra la ley divina del dolor y del trabajo; sierva resignada, que ganas tu pan en el hogar ajeno, y que serás ensalzada con todos los humildes!