UNOS MOMENTOS DE ALEGRÍA
Años 1958 al 1959
Juana estaba convencida de que lo mejor para Patricia era estar con su padre, aunque para ella no lo fuese. No le hacía mucha ilusión volver, pero por su hija estaba dispuesta a hacer cualquier cosa.
Román y Jaime comentaron entre ellos la decisión que había tomado Juana y a punto estuvieron de aconsejarla para que no se fuese, pero era un tema tan delicado que, ante la duda, solamente le dijeron algo que ella ya había pensado: volver de nuevo a casa de sus padres en caso de que su matrimonio siguiese sin funcionar.
Román y Obdulia se casaban. Tenían fijada la fecha para la boda y estaban repartiendo invitaciones, pero a Juana todavía no se la habían dado. Esperaban que dijese definitivamente si volvía con su marido. Si era así, invitarían también a Enrique, aunque no les hiciese ninguna gracia que estuviese presente en el convite.
—No tengo fecha, pero será después. Aún no estoy segura.
—Si es después, mejor. No queremos tener contratiempos ni riñas en la celebración de la boda, ya lo conoces… Es un ‟busca líos”.
Últimamente, Enrique iba todas las noches a ver a su hija y un día, después de entablar conversación con Aurelio, le dijo:
—¿Vamos de boda?
—Sí —contestó Aurelio, retraído.
—¿Darán pronto las invitaciones?
—Ya las han repartido: tu esposa ya tiene la suya.
—No me ha dicho nada.
—Desde que la tiene no te ha visto: ha sido hoy cuando se la han dado.
Joaquina, Juana y Patricia llegaron de la calle y al poco rato, después de coger Enrique a la niña en brazos y hablar amablemente con toda la familia, se fue; entonces Aurelio le dijo a su esposa:
—Cuenta en la boda con uno más, tu yerno se ha invitado él solo.
—¿Y eso… a cuenta de qué?
—Era de imaginar. Él está seguro de que voy a volver y si es así, lógico que piense acompañarme.
Lucas, la mujer de Jaime, estaba cumplida. Después de un embarazo tranquilo, sin complicaciones estaba inquieta, tenía molestias igual que la noche anterior, pero sin ningún síntoma de alumbramiento.
—¿Cómo estás? —le preguntó Juana.
—Molesta. Deseando que llegue el momento.
—Me voy, tengo mucho trabajo. Si te pones de parto, avísame. ¿Sabes que vuelvo con mi marido?
—Sí, me lo ha dicho Jaime. ¿Estás segura de lo que vas a hacer? —le preguntó Lucas, preocupada.
—No, no estoy segura, pero voy a probar: parece que ha cambiado y a mi hija le hace falta su padre. Ya has visto que en la boda de Román se ha portado bien; puede que separarme de él le haya servido de escarmiento.
—Tú verás… Mi consejo es que lo pienses. Lo que se rompe algunas veces se puede arreglar, pero otras es imposible recomponerlo. No digo que no te vayas, lo único que digo es que, si en cualquier momento llega a ser como antes, no lo pienses dos veces: vuelve, déjalo.
—Vale. Y tú ya sabes. Si no he venido antes de ponerte de parto, avísame.
—Voy a decirte una cosa y no quiero que te molestes —anunció Lucas pensativa—. No pienso ir a tu casa mientras esté tu marido en ella: no lo soporto y bien sabe Dios que me duele decirte esto porque tú eres para mí como una hermana y quiero que lo sigas siendo. Te lo digo para que no te extrañes si no voy. Y para el bautizo de esta criatura que va a nacer ya estás invitada: tú y los tuyos… ¡qué remedio! Por mi gusto, tu marido no estaría, pero si vuelves con él, tendré que soportarlo. ¡Ahora, que te advierto que no quiero escándalos en mi casa! Y lo digo por Enrique: sabes que hace mala bebida.
Cuando Juana salió de casa de su cuñada, se le habían acrecentado las dudas, pero ya estaba decidido: volvía con su marido, Patricia necesitaba a su padre.
Al día siguiente muy temprano fue a casa de su hermano Jaime y se encontró con que Lucas estaba de parto. El marido y la partera estaban con ella, pero nadie más.
—¿Cómo no habéis avisado? —dijo Juana azorada—. ¿Puedo ayudar en algo?
—Aún no. El parto viene despacio —dijo la partera.
—Voy a decirle a mi madre y a Obdulia que vengan.
—Voy yo —exclamó Jaime—, y al mismo tiempo le digo a mi suegra que venga. Tú quédate aquí: en estos casos, las mujeres hacéis más falta.
—¿Qué tengo que preparar? —dijo Juana.
—Está todo preparado —aseguró Lucas en un momento de relax—. Lo preparé anoche antes de acostarme.
Cuando volvió Jaime con su madre, su suegra y Obdulia, ya asomaba la cabeza de la criatura y un poco después nacía una hermosa niña a la que le pondrían de nombre Joaquina, igual que la abuela paterna: la primera nieta que se iba a llamar como ella.
Enrique sabía que el embarazo de su cuñada estaba en un estado muy avanzado, pero nadie le dijo que estuviese cumplida, por lo que ignoraba el ajetreo de idas y venidas de su esposa a casa de Jaime y Lucas.
Cuando llegó a su casa se quitó la ropa de trabajo, se lavó y se puso otra limpia de diario, después salió y fue a casa de Aurelio con la velocidad del rayo. Desde que Juana había decidido volver con él después de diez meses de separación, Enrique estaba eufórico y eso hacía que sintiese en su interior una alegría positiva que lo empujaba a querer estar cerca de ella el mayor tiempo posible. Cuando llegó a casa de Aurelio y vio que no estaba su esposa, preguntó:
—¿Dónde están Juana y la niña?
—La niña, durmiendo, y tu mujer, en casa de mi hijo Jaime. Están todas allí: Lucas se ha puesto de parto.
Enrique mostró una sonrisa de alivio al saber que no estaba callejeando sola. En casa de Jaime estaba acompañada de las demás mujeres, y esa tranquilidad le hizo sosegarse y siguió conversando con Aurelio a la espera de que regresase.
En los segundos que pasaron desde que preguntó por Juana hasta que Aurelio le dijo dónde estaba, Enrique formó en su cabeza un sinfín de conjeturas negativas: una de ellas, la posibilidad de que hubiese otro hombre en la vida de Juana, y eso lo abocaba a la angustia de pensar que seguiría solo. Aún no terminaba de creer que ella hubiese cedido a sus ruegos y temía que, arrepentida, cambiase de idea.
Habían pasado más de tres horas desde que llegó Enrique a casa de Aurelio hasta que llegaron Juana y su madre después del parto. Al contrario que otras veces, preguntó muy amablemente por la recién parida y cuando estaba informado, les dio la enhorabuena a sus suegros. Aurelio y Joaquina fueron a preparar la cena y al quedarse solos aprovechó para preguntarle cuándo iba a volver a su casa.
—Dentro de unos días —dijo nerviosa, pero con agrado. Estaba asombrada del buen comportamiento de su marido, aun así, no le faltaban las dudas.
Él aguantaba la demora de la vuelta de Juana con paciencia inquieta y algunas veces se iba enfadado por la indecisión de ella. Sin embargo, en vez de mostrar el enfado, dibujaba una sonrisa fingida que, nada más salir a la calle para irse solo a su casa, se borraba y empezaba a maldecir.
Después del parto, Joaquina y Juana iban todas las tardes a ver a Lucas y a la niña. Una tarde llegó Enrique cuando ellas se iban y se agregó para irse con ellas. Juana pensó en lo que había dicho su cuñada de él unos días antes, pero no se atrevió a decirle que no la acompañase. Su cuñada se sentirá molesta al verlo —pensó Juana—, pero no se atreverá a echarlo a la calle.
Nada más llegar le dio la enhorabuena a Jaime y después a su esposa, miró a la niña y con una expresión de alegría, dijo:
—Muy guapa. Le parece a su abuela Joaquina.
Román y Obdulia mostraron una sonrisa burlona, pero no dijeron nada. Jaime y Lucas no salían de su asombro y Juana, confundida por la corrección de Enrique, en esos momentos llegó a estar orgullosa de él. Se llenó de una alegría extraña que inconscientemente le hizo sentir confianza hacia su marido. Por la calle, a la vuelta de la visita, Enrique volvió a preguntar que cuándo iba a volver.
—Pronto —contestó ella.
—¿Cuándo es pronto?
—¡No sé…! Dentro de unas semanas.
—¿Desconfías de mí?
—No… no desconfío, pero necesito tiempo. No me atosigues.
—Vale, cuando tú lo veas conveniente.
Después de tres semanas desde la última vez que Enrique le hubiese preguntado cuándo iba a volver, Juana estaba dispuesta a dar el paso decisivo. No olvidaba todo lo malo que había pasado con su marido antes de la separación, pero ahora podía ser diferente. Pensaba: Si no le doy otra oportunidad, viviré con la duda mientras que mi hija crece sin padre y cuando me pregunte por él, no sabré qué decirle.
Enrique fue a ver a su hija como lo hacía cada noche y al marcharse, Juana salió a despedirlo. Él se quedó en el dintel de la puerta apoyado en la jamba y le preguntó a ella si podían hablar allí un rato como cuando eran novios. Juana no dijo nada, pero se quedó junto a él a la espera de que hablase.
—¿Te acuerdas de cuando éramos novios y hablábamos aquí cada noche?
—Sí, me acuerdo. Me acuerdo de todo.
—Yo te he querido siempre y desde que no estás conmigo, me he dado cuenta de lo equivocado que estaba y de lo mucho que os quiero a las dos. Mi mayor ilusión es que volváis. Cuando tú quieras… claro.
—A lo largo de la semana voy a ir a limpiar y a colocar la casa. Estará manga por hombro, y el domingo próximo, que es el bautizo de la niña de mi hermano, ese día iremos a la iglesia juntos y después, cuando haya acabado la fiesta, volveremos los tres a casa.
Enrique se llenó de alegría y le dio a Juana un beso en la mejilla. Ella no se inmutó, se quedó quieta como si nada hubiese pasado y al momento le dijo que tenía que pasarse.
—¿No estás a gusto aquí conmigo?
—Si me voy no es porque esté a gusto o deje de estarlo: me voy porque es hora de darle a la niña de cenar y eso es más preciso que estar aquí.
—¿No me das un beso?
Juana lo besó en la mejilla sin ningún entusiasmo y se pasó a la casa.
Esa noche, al contrario que otras, Enrique se fue a su casa cantando. El beso que le había dado a Juana y el que había recibido él lo llenó de optimismo. Después de tantas refriegas había ganado la batalla final, y eso bien merecía estar contento.
El domingo se vistió de traje y corbata, algo que no hacía desde el bautizo de Patricia. Quería impresionar a la familia de su esposa, sobre todo, a Juana. Ese día era grande para él. “Volvería la oveja al redil” y llevaría con ella a su cría, algo que estaba esperando desde el día que se fue Juana a casa de sus padres.
En el bautizo, Enrique se comportó como una persona modelo: bebió con moderación y conversó con cualquiera que estuviese dispuesto a hacerlo con él. Sacó a bailar a Juana, haciéndole recordar los mejores momentos vividos en su noviez. Quiso demostrar un cambio rotundo en su forma de ser y de actuar, y para conseguirlo mostró tanta alegría que mucha gente se sintió contagiada; incluso Juana en algunos momentos mostró una sonrisa compartiendo esa alegría con él. Cuando terminó la fiesta, se fueron directamente a casa. Enrique estaba tan contento que no dejó de sonreír durante el camino y mientras abría la puerta de la vivienda le hablaba a Juana con complicidad, mostrando esa alegría. En cambio, ella se sentía preocupada y al pasar a la casa sintió la misma sensación que siente un preso cuando pasa a la celda y lo privan de libertad. Miró a su hija, que estaba dormida, y la apretó contra su pecho; después recorrió el pasillo hasta el dormitorio, acostó a la niña y se quedó contemplándola mientras que en silencio pedía a Dios que fuese verdad que Enrique había cambiado. Cuando Juana dejó de contemplar a Patricia, volvió a su ser y se dio cuenta de la situación en que se encontraba de nuevo: después de separarse había seguido siendo la esposa de Enrique, pero había dejado de ser su mujer. Ahora volvía a ser las dos cosas, con todas las consecuencias que eso conllevaba.