DE VUELTA A LA INTRANQUILIDAD
Año 1977 al 1981
Con la alegría que ahora derramaba Juana viendo a sus hijos en la prosperidad de un trabajo fijo y las salidas que hacía en días festivos con sus hermanos y sus cuñadas desde hacía más de dos años, había recuperado la tranquilidad y el sosiego que tenía perdido. Ahora disfrutaba de la vida sin ninguna preocupación, entre otras cosas porque Enrique estaba lejos de ella y además llevaba tres años sin molestarla. Sin embargo, bastaron dos arañazos y un moratón en el rostro de Rosario, una de sus costureras, para despertar viejos recuerdos. Juana no sabía qué le había sucedido, pero intuía, por el aspecto de los moratones, que alguien se había ensañado con la muchacha. Ella, por desgracia, tenía experiencia en esos asuntos y además había observado la prepotencia del novio de su empleada. Por eso imaginó que a Rogelio se le había ido la mano.
El resto de las empleadas miraban a la muchacha con el mismo interés que Juana, pero con el pensamiento puesto en un criterio distinto. La mayoría de ellas pensaban que había sido un accidente doméstico, como la misma afectada había asegurado.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó una compañera a Rosario entre puntada y puntada mientras cosían.
—Me he caído en el corral junto a un montón de cepas —contestó ella sin desviar la vista de la tela que estaba cosiendo.
Juana escuchó la respuesta, pero a ella no le terminó de convencer. Miraba el moratón y los arañazos con el rabillo del ojo y en su mente iban y venían retazos de las monstruosas escenas sufridas por ella misma por culpa de su marido. Esos recuerdos la llenaron de desconfianza y en un momento que Rosario planchaba apartada en un extremo del taller, se acercó a ella y, cogiéndola por la barbilla, le dijo:
—Déjame que te mire. El derrame está cerca del ojo y en este trabajo hay que fijar la vista. Si te molesta, vete a casa y descansa.
—No es necesario. Esto no es nada, no me duele —aseguró la muchacha volviendo la vista a la prenda que planchaba.
—A ver, mírame —le musitó Juana al oído cogiéndola por los hombros para que volviese a mirarla.
—¡Ay! —exclamó Rosario al sentir sobre su cuerpo las manos de la maestra.
—¡Estás dolorida! —aseguró Juana mientras le descubría otro moratón en el hombro izquierdo cerca del cuello—. ¿Qué ha pasado? Y no me digas que te has caído sobre las cepas, porque no tienes heridas ni rasguños en los codos, en las rodillas ni en las piernas, solo cardenales: moratones que no encajan con una caída.
Rosario empezó a sollozar para seguir después con un llanto reprimido.
—No llores. Ven conmigo y cuéntame.
Pasaron a una habitación contigua al taller, donde estaban las estanterías para almacenar el trabajo pendiente, y allí Rosario explicó a Juana el motivo por el cual tenía esas señales.
—Me ha pegado mi novio, pero la culpa ha sido mía: lo puse nervioso. Me dijo que no fuese a la piscina con mis amigas y yo no hice caso. Además, cuando me lo recriminó, me enfadé y me revelé en su contra, dándole voces. Está arrepentido, me ha pedido perdón y ha prometido que no volverá a hacerlo.
—Eso dicen todos, sin embargo, cuando menos te lo esperas, ¡zas!, lo vuelven a hacer. No consientas ni el más mínimo amago de maltrato. Si vuelve a hacerlo, no lo dudes, ¡déjalo! Yo sé de qué hablo.
Cuando Juana y Rosario salieron de la habitación, el resto de las empleadas miraron a su compañera y, al verle el semblante, sospecharon. Ella volvió a la plancha, cabizbaja, con los ojos humedecidos y rojos. A partir de entonces, nadie del taller creyó la versión que Rosario había contado. Conocían la prepotencia y el mal genio de Rogelio y pensaron que el causante había sido él.
Unos días después, vieron otra vez a la pareja unida, y por la forma de hablar y de mirarse no cabía ninguna duda de que estaban muy enamorados. Entonces, por las apariencias, algunas compañeras dudaron que hubiese sido el novio quien le había pegado. Sin embargo, los primeros comentarios de las costureras sobre el tema de Rosario ya estaban hechos y compartidos con sus novios. Eso hizo que la noticia del maltrato se extendiese por el pueblo. Después de aquellos comentarios, a pesar de las dudas que tuvieron al verlos juntos de nuevo, nadie desmintió la mala noticia y a Rogelio empezaron a verlo como lo que era: un maltratador.
Juana desconfiaba a pesar de la buena armonía existente en la pareja. Por eso, sin decirle nada a Rosario, advirtió a los padres de la muchacha para que estuviesen pendientes de ella, sin aclarar qué…
—¿Tienen algo que ver tu advertencia con esos moratones? —preguntó el padre.
—Por supuesto que sí —dijo Juana—. Puede que esté equivocada y únicamente sea una sospecha, pero presiento que tiene problemas. No le digáis que he venido a advertiros, vosotros vigilar sin que ella lo advierta.
—Problemas, ¿con quién? A nosotros nos ha dicho que se ha caído en el corral. ¿Qué sabes?
—Nada. Únicamente que no me cuadra lo que ella dice: esos cardenales no concuerdan con una caída. Estaos atentos.
Ramiro y Rosa se miraron y empezaron a recordar el día que Rosario llegó con los moratones y, al preguntarle, ella dudó a la hora de dar explicaciones. Después les dijo igual que a las compañeras del taller, y ellos la creyeron. Para ellos, lo raro fue que hasta una semana después del suceso, el novio no apareció a buscarla, pero eso ya había pasado otras veces por motivos de trabajo, según decían ellos.
A partir de entonces, Ramiro y Rosa estuvieron pendientes de su hija. Unos meses después de la advertencia de Juana volvió a suceder: oyeron llegar a Rogelio y al momento salió Rosario a recibirlo. De repente, se escuchó una fuerte voz de enfadado: era él que le recriminaba a su novia haber hecho pública la antigua desavenencia entre ellos dos. Ella, al verlo tan alterado, se puso en guardia y le dijo que solo se lo había dicho a su maestra y que si no lo hubiese hecho, habría evitado la ocasión de decirlo.
—No quiero volver a verte —dijo Rosario—. Tus enfados me dan miedo.
—¡Te pedí perdón, pero veo que no sirvió de nada!
—El mejor perdón es no hacerlo, y no me chilles. Además, no vuelvas a buscarme, hemos terminado.
—Tú eres la culpable de estos enfados. Por ti he quedado en ridículo en el bar delante de toda la gente. Ahora mismo te voy a enseñar a tener la boca cerrada en cosas que solo nos incumben a nosotros.
¡Plaf! Sonó una bofetada como una palmada seca en la cara de la muchacha y antes de que le diese otra, Rosario se pasó a su casa. El escándalo se oía desde dentro de la casa y el padre de la muchacha salía a la calle para averiguar qué era ese jaleo. Entonces vio a su hija que pasaba corriendo y llorando.
—¿Qué te ha hecho? —preguntó Ramiro a su hija llenó de rabia, pero ella siguió sin contestar. Él continuó hacia la calle para encararse con Rogelio, pero al salir, vio que ya se había ido. El hombre se pasó rápido, volvió a preguntar a Rosario, y ella al fin le explicó todo lo sucedido.
Lo que había pasado era que, estando Rogelio en el bar medio bebido, quiso llevar razón en una disputa con uno que no era de su pandilla y en su arrogancia prepotente y chulesca, desafió al contrario diciéndole:
—Llevo razón, y si no la llevo, me da igual. Cuando quieras, nos vemos las caras.
—Sí, claro… Ya sabemos que eres más valiente que todos nosotros: sobre todo para pegarle a las mujeres.
—¿En qué te basas para decir eso? —preguntó Rogelio, irritado.
—En los moratones que llevaba tu novia hace unos meses. Puedes preguntarle a la jefa del taller de costura: ella lo sabe.
Rogelio enfureció, pero estaba solo frente a tres contrarios y nadie de sus amigos intentó ayudarlo. Se puso rabioso y, dadas las circunstancias, no pudo desfogar con ellos. La rabia que tenía dentro lo llenó de ira y fue en busca de Rosario.
Una semana después de la disputa, fue a buscarla a la salida del trabajo y muy sumiso volvió a pedirle perdón.
—Vete, no quiero verte más —fue la contestación de ella.
—No volverá a pasar, te lo juro. No sabía lo que hacía.
—¡He dicho que te vayas! Y no me molestes.
—¡Me sacas de quicio! —dijo él de repente muy alterado—. A pesar de lo que tú creas, yo no pensaba pegarte, pero me pones de los nervios y no soy responsable de mis actos.
—Precisamente por eso no quiero verte más.
Al ver la disputa, algunas compañeras de trabajo se unieron a Rosario, y Rogelio, al ver cómo lo miraban, se intimidó y se fue. Iba cabizbajo y disgustado, pero pensando que la única culpable era ella.
Pedro y Ricardo llevaban dos años trabajando en el cobertizo de Aurelio. Ahora, después de haber quitado durante mucho tiempo cenizas, escombros y maderas a medio quemar, iban a inaugurar el nuevo taller reconstruido en el mismo terreno del viejo arrasado por el fuego. El muchacho estaba orgulloso y contento de trabajar con su maestro. La estima que sentía hacia él se asemejaba, sin saberlo el muchacho, a la que se le tiene a un buen padre que te enseña, te aconseja y te reprende si es necesario: algo que Ricardo nunca había recibido del suyo.
El estreno del nuevo taller también fue un orgullo para Juana. Ver a su hijo que a los dieciocho años tenía un oficio aprendido y que además era socio al cincuenta por ciento del taller recién estrenado era una satisfacción para ella. Miraba atrás en el tiempo y daba gracias a Dios por todo lo conseguido. Solo echaba de menos, no a Enrique, por supuesto, pero sí a un marido que hubiese sido un buen padre para sus hijos. Un hombre como Pedro: trabajador, paciente y honrado. Juana, igual que toda su familia, sentía admiración por el carpintero. Tanta que sin saberlo ella poco a poco se iba enamorando de él. Algo impensable en una mujer que, a pesar de su fracaso matrimonial, seguía pensando que el matrimonio era para toda la vida.
Pedro era tímido, pero el roce diario de estos dos últimos años con Juana y su familia en parte lo habían ayudado a vencer su timidez. Ahora, cuando hablaba con ella lo hacía con total normalidad y, a veces, cuando la miraba, nacía en él la ilusión de tener algún día una mujer como ella, sino podía ser ella misma. No se atrevía a decirle nada porque en el estado en que se encontraba ella solo veía contrariedades: estaba casada y, además, conociéndola como ahora él la conocía, estaba completamente seguro de que, mientras siguiese casada, no consentiría una unión extramatrimonial, un arrejuntamiento, como vulgarmente se le llamaba en el pueblo.
Conforme iban pasando los años, esa amistad fue generando una confianza mutua, pero respetuosa. Las miradas de Pedro y Juana decían todo lo que ellos no se atrevían a decir. Cuando surgía alguna reforma o una nueva inversión en el taller, el carpintero contaba con ella porque era quien manejaba el dinero que ganaba su hijo. Entonces, había que verlos a los dos, junto a Ricardo, hablando de los nuevos proyectos. La armonía que reinaba a la hora de hacer acuerdos le hacía pensar a Juana, cada vez más convencida, que un hombre así hubiese sido ideal para una convivencia conyugal y, sobre todo, un padre ejemplar para sus hijos. Sin embargo, a pesar de ese convencimiento y esa admiración por el carpintero, no pensaba unirse a él, ni a ningún otro. Se había resignado a su situación y no echaba de menos tener a un hombre. Únicamente le habría gustado que su matrimonio hubiese sido normal, como tantos otros. Ahora, aunque su estabilidad emocional era tranquila, tenía en su interior un temor oculto que, de cuando en cuando, afloraba a su sentir silencioso, y eso le preocupaba. Temía encontrarse a solas con Enrique porque sabía que en la primera ocasión que tuviese le haría el mayor daño posible. Sin embargo, había otra cosa que le inquietaba aún más: sus hijos. Temía que, algún día el daño cayese directamente sobre ellos.
Ricardo, el hijo de Juana y Enrique, había sido reclutado hacía ya catorce meses, y ahora con veintiún años se iba para hacer el servicio militar. Su suerte le llevó a Madrid, exactamente al cuartel del Coloso. Cuando terminó de hacer el campamento, llevaba cumplidos tres meses de mili y desde entonces empezó a ir al pueblo los fines de semana, excepto cuando tenía guardia u otra clase de servicio. Un domingo por la tarde, después de haber salido de guardia, Ricardo y otros dos soldados amigos suyos salieron de paseo a la capital. Estuvieron unas horas en el parque del Retiro y el resto de la tarde andando por el centro de Madrid. Después volvieron a la parada del autobús que hacía el recorrido de Madrid a Colmenar Viejo para regresar al cuartel. Cuando llegó el autobús, se abrieron las puertas y Ricardo palideció. Su padre apareció junto a su amigo Emeterio y dos mujeres algo más jóvenes que ellos, pero casi cuarentonas. Iban pintadas de forma chabacana y sus andares eran provocativos: dos pendones, como dicen en mi pueblo —pensó el muchacho. Ricardo se quedó rezagado detrás de sus amigos y mientras que ellos sacaban los billetes, observaba a su progenitor que este aún no lo había visto a él o no lo había reconocido. Vio cómo, mientras hablaba con Emeterio, sacaba un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas de propaganda. La caja de cerillas tenía un molino de viento color rojo con las aspas igual que las que había en el trozo de cartón que Pedro había encontrado en el patio de la carpintería. Ricardo, al ver aquel objeto, le dio un vuelco el corazón y preguntó a su compañero:
—¿Sabes dónde puedo conseguir una caja de cerillas como las que tiene ese señor? ...por llamarlo de alguna manera —pensó Ricardo mientras le preguntaba a su compañero.
—Sí. Son del Molino Rojo: una sala de fiestas. La próxima vez que tengamos un fin de semana libre, vamos y seguro que allí las consigues.
Cuando Ricardo tuvo la caja de cerillas en sus manos lo vio claro: las palabas incompletas que había en el trozo de cartón quemado eran “Ojo y lete 16”. En la caja de cerillas que ahora tenía Ricardo estaban las palabras completas: Molino Rojo, escrito debajo de la figura de un molino pintado en el centro de la tapa, y al lado, Tribulete 16.
Una semana después, Ricardo volvía a su casa rebajado de servicio como otros fines de semana. La madre, al llegar, lo abrazó como si llevase años sin verlo.
—¿Cómo estás? —preguntó Juana a su hijo.
—Bien… Como siempre.
—Lo dices con poco entusiasmo.
—He visto a mi padre.
—¿Qué te ha dicho?
—Nada. Él no me ha visto o no me ha reconocido.
—¡Mejor! —dijo Juana más tranquila—. ¿Iba solo?
—No. Iba con Emeterio —contestó Ricardo sin revelar el resto de la compañía.
—Son inseparables. Dios los cría y ellos se juntan.
—Mira —dijo el muchacho a su madre mostrándole la caja de cerillas.
—¿Has ido a divertirte?
—Sí. Bueno, fui solo por conseguir la caja de cerillas. Mi padre encendía los cigarrillos con una igual. Voy a decirle a Pedro que me dé el trozo de cartón medio quemado que encontramos en el patio de la carpintería.
Juana palideció al recordar aquel tozo de cartón con las aspas del molino. Cualquiera del pueblo que hubiese ido a Madrid podía haber tenido una caja de cerillas igual, pero era mucha coincidencia que ahora su marido las utilizase y que justo diese la huida el mismo domingo del incendio.
Era sábado por la tarde. Ricardo llegó al taller, saludó a Pedro y empezó a ayudarlo a recoger y ordenar las herramientas para cerrar. Mientras barrían le preguntó:
—¿Aún guardas el trozo de cartón que encontramos en el patio?
—Sí. ¿Por qué…?
—¡Dámelo! Mira —dijo Ricardo a Pedro cuando tuvo el trozo de cartón en sus manos, poniendo el trozo medio quemado encima de la caja de cerillas.
—¿Dónde la has conseguido?
—En una sala de fiestas de Madrid.
—Entonces no tenemos nada —dijo Pedro decepcionado—. Cualquiera puede haber sido. Vete tú a saber…
Ricardo no dijo nada más. Era muy probable que su padre hubiera sido el causante del fuego. Él entonces estaba en Madrid y posiblemente utilizase esa clase de cerillas igual que lo hacía ahora. Eso era un motivo para sospechar que era culpable, pero no se podía demostrar, y mucho menos ahora después de cinco años.
Ricardo siguió haciendo sus idas y venidas al pueblo mientras hacía el servicio militar. Algún fin de semana, si le tocaba servicio, se quedaba en el cuartel y entonces aprovechaba para visitar distintos lugares de Madrid, sobre todo, los lugares más emblemáticos de la ciudad para irla conociendo poco a poco. Una tarde después de comer, un soldado compañero suyo y él salieron del cuartel para coger el autobús y al ver que venía por la carretera próximo a la parada, echaron a correr para llegar a tiempo a cogerlo. El conductor, acostumbrado a ver soldados que salían cada día del cuartel para ir a Madrid, los vio y los esperó. Ellos fueron directamente a pagar el billete y después se sentaron sin preocuparse de quién iba dentro del autocar. Los dos soldados fueron hablando de sus cosas hasta llegar a la capital, y allí se bajaron. Un momento después de bajarse, Ricardo sintió que alguien le tocaba el hombro, miró hacia atrás y el semblante le cambió de color: era su padre, que había oído la conversación, y en una primera impresión dedujo que ese muchacho era de su pueblo, pero al apearse le vio la cara y, a pesar del cambio producido en Ricardo por la edad, lo reconoció.
—¿Me das un abrazo? —le dijo Enrique a su hijo abriendo los brazos de par en par.
El muchacho, sorprendido y confuso, se dejó abrazar, pero al contrario que el padre, él dejó los brazos huecos mostrando el poco entusiasmo que le producía el encuentro.
—Te has hecho todo un hombre. Me da mucha alegría verte. Cualquier cosa que necesites cuenta conmigo: por ejemplo, dinero. Ahora que estás haciendo la mili te hará falta. O trabajo cuando la termines: a la empresa donde trabajo no le importaría admitirte, y mucho menos siendo hijo mío. Lo que necesites. ¿Por el pueblo va todo bien?
—Sí, todo bien —al fin habló Ricardo—. Y no necesito ayuda. Cuando era niño, sí la he necesitado, sobre todo la ayuda de un padre, ahora no la necesito. He aprendido un oficio, tengo mi propio negocio y capacidad para decidir por mí mismo.
—¿Qué negocio, el de la costura? —dijo el padre con sorna, al pensar que eso no era trabajo de hombres.
—Una carpintería nueva en el mismo lugar de la que se quemó. ¿Sabes de qué te hablo? —preguntó Ricardo a su padre mostrándole la caja de cerillas del Molino Rojo.
—No. No sé de qué me hablas. Llevo mucho tiempo sin ir al pueblo y a mí nadie me informa de lo que pasa allí. Si no me lo explicas, no te puedo responder.
—¡Da igual! Es gana de hablar para regalarte el oído. No lo vas a reconocer. Solo espero que no vuelva a arder.
—¡Reconocer qué…! —contestó el padre irritado—. Además, si arde otra vez, tú no pierdes nada, esa carpintería no es tuya.
—Al cincuenta por ciento —dijo Ricardo con sano orgullo.
—¿Te has dejado comprar por ese mamarracho?
—No me he dejado comprar: esa sociedad es fruto de mi trabajo y la ayuda de mi madre.
—¡Me creéis capaz de todo lo malo! ¿No me vais a perdonar nunca?
—Perdonarte hace mucho tiempo que te hemos perdonado, lo que no podemos hacer es olvidar. Y mucho menos sabiendo que no has cambiado. Lo demostraste con nosotros después de salir de la cárcel y también con lo que hiciste con la abuela Sebastiana, tu madre, la última vez que estuviste en el pueblo. Quien es capaz de maltratar a su madre, aunque solo sea de palabra, es capaz de cualquier cosa. La abuela se está muriendo poco a poco… ¡De pena! Ves a visitarla y dale consuelo. Haz por una vez algo bueno en tu vida.
—Después de tanto tiempo sin vernos esperaba más comprensión, al menos por parte tuya, pero veo que no. No me tratas con respeto y la culpa de todo esto la tiene tu madre. Ella ha hecho que me aborrezcáis.
—No ha sido mi madre, has sido tú. Olvídate de nosotros: para bien y para mal. ¡Adiós! —le espetó Ricardo y se fue dejando a su padre con la palabra en la boca.
Patricia y Ricardo visitaban con frecuencia a su abuela Sebastiana. Ella siempre había defendido a su hijo, pero desde que sintió sus desprecios aquel día que Enrique se fue enfadado, empezó a comprender la mala vida que habían padecido su nuera y sus nietos. Desde entonces, cada vez que iban se mostraba amable con ellos hasta que al fin llegaron a un trato cordial y familiar. A sus setenta y dos años, la mayor ilusión de Sebastiana era ver la familia de su hijo unida. Juana, cuando veía a su suegra, la trataba con el máximo respeto, pero se mantenía al margen de hacerle visitas, algo que a la mujer le era indiferente. Seguía siendo su nuera, pero mientras no aceptase a su hijo, sería para ella como una extraña. Sin embargo, Patricia y Ricardo eran nietos, igual que los demás, y lo que más le dolía era que al verse con sus otros nietos, unos y otros se mirasen de soslayo y se ignorasen como si fuesen extraños, y todo por culpa del desbarajuste que existía en el matrimonio de Juana y Enrique.
Elena, la hija de Sebastiana, y su familia seguían en Valencia. Ramón, con veintiocho años y Casimira, con treinta y uno estaban solteros. A ella nunca se le había visto con un hombre a su lado como pareja, y si alguien le tiraba indirectas, como, por ejemplo, que se iba a quedar para vestir santos, la respuesta que daba ella con su voz potente, casi varonil, era siempre la misma: Mejor sola que mal acompañada. Sin embargo, Ramón era todo lo contrario: a sus años ya había salido con algunas mujeres, pero ninguna de esas relaciones había cuajado.
La segunda vez que se veían Casimira y Ramón con Ricardo y Patricia hacía muchos años que no se habían visto, y ahora que se volvían a encontrar casi no se conocían. Igual unos que otros sabían de su existencia, pero la distancia que los separaba y el trato casi nulo que existía en la familia era el motivo de que no se hubiesen visto desde que eran muy niños. Ahora, desde que se habían juntado en casa de la abuela Sebastiana habían pasado de ser unos descocidos a tener un trato especial de estima y confianza. A partir de entonces, Ramón llamaba por teléfono a Patricia al menos dos veces por semana, y Ella se sentía halagada. Tanto que a veces olvidaba que eran primos. El trato nulo que habían tenido hasta hacía muy poco tiempo y la distancia que los separaba provocaba que ella lo considerase un chico más: como si fuese una amistad ajena a su familia.
Las conversaciones entre primo y prima eran extensas, y por el contenido de ellas no era solamente Patricia la que se olvidaba de su parentesco. Ramón iba avanzando paso a paso hacia una relación más íntima. Mientras conversaban, aprovechaba para lanzarle requiebros y piropos que ella recibía con agrado. Juana estaba preocupada. No por el compromiso que pudiese acontecer entre Ramón y su hija, si se llegaba a producir, sino por el revoltijo de críticas y objeciones que ella pensaba que se iban a formar por parte de la familia de su suegra, incluido Enrique: su marido.
Cinco meses después del primer encuentro en casa de la abuela, Ramón y Patricia volvieron a verse. Elena y José habían vuelto a venir al pueblo con sus hijos y Eduviges: una amiga de Casimira que, según se veía, eran inseparables. Como hemos dicho antes, él tenía veintiocho años cuando conoció a su prima y hasta entonces no había conocido el amor como ahora lo conocía. Después de unos días en el pueblo, Ramón volvió a Valencia junto a su familia, pero esta vez se llevaba un secreto que no sabía cómo desembucharlo.
Desde el primer día que llegó al pueblo y vio a su prima, estuvo completamente seguro de que Patricia era la mujer de su vida, pero al igual que Juana, temía que la familia se opusiese a esa relación y, aunque la muchacha lo recibió con agrado, igual que lo hacía por teléfono, no se atrevió a declararse. Una semana después, no podía aguantar más y pensó hacer un viaje relámpago al pueblo. Le urgía aclarar cuanto antes qué pensaba Patricia. Antes de salir lo consultó con Casimira, su hermana, y ella lo animó a que lo hiciese cuanto antes. Nada más llegar al pueblo fue a la tienda y, al verlo llegar, le dijo sorprendida:
—¿Tú por aquí? ¡Qué sorpresa!
—Sí. Quiero hablar contigo.
—Hablamos ayer mismo y no dijiste que venías.
—No pensaba venir, lo pensé después. Lo que tengo que decirte es mejor decirlo cara a cara: mirándote a los ojos como lo hago ahora.
—¡No me asustes! —dijo ella sonriente, pero mirándolo a los ojos también.
Patricia esperaba sus palabras como lluvia de primavera. Él miró a su alrededor y vio que la tienda aún estaba vacía, después volvió a mirarla y le dijo:
—¡Te quiero! Lo supe desde el primer día que te vi.
Ella quedó ensimismada y boba sin poder hablar.
—¡Dime algo! —le pidió Ramón nervioso y preocupado. Ella reaccionó.
—¿Saben tus padres que has venido? A declararte… quiero decir.
—No.
—¿Qué pensarán cuando lo sepan?
—No sé. Pero que piensen lo que quieran: a mis veintiocho años no necesito permiso de nadie para nada, y menos para quererte.
—Yo tampoco necesito permiso de nadie, pero quiero consultarlo con mi madre.
—¿Tienes dudas? —le preguntó él, preocupado.
—¿De quererte? No. No tengo dudas. Las dudas las tengo en la reacción de la familia: tuya y mía.
—Esas mismas dudas las he tenido yo, pero ahora me es indiferente: que digan lo que quieran. Lo único que importa es que estemos de acuerdo tú y yo.
Después de tantas llamadas telefónicas, Juana esperaba este acontecimiento. Sin embargo, al decirle Patricia que Ramón y ella iban a comprometerse, se llenó de incertidumbre, pero no se opuso. La felicidad de su hija era más importante que sus miedos y mucho más que la opinión de la familia de su marido. En cambio, los padres de él sí pusieron impedimentos. Elena, no tenía dudas: conociendo a su hermano sabía que con este compromiso tarde o temprano Enrique se haría de notar, y su reacción, como siempre, sería impetuosa e imprevisible.
—¿No has tenido otra cosa que hacer que fijarte en tu prima? ¿No ves que eso puede llegar a ser un constante conflicto con mi hermano?
—No me importa lo que supuestamente pueda acontecer con el tío Enrique, lo que me importa es que ella está de acuerdo conmigo. Nos queremos y nadie nos hará cambiar de idea. Los impedimentos y remilgos que pongáis, igual una familia que otra, no va a inferir en nuestros sentimientos.
Al fin, José y Elena comprendieron las razones que había expuesto su hijo para comprometerse con Patricia, y accedieron, entre otras cosas, porque vieron que con permiso o sin él, Ramón estaba decidido a unirse con su prima. Al día siguiente de efectuarse el compromiso, se hizo público y quienes mejor lo acogieron después de los novios fueron Juana, Casimira y la abuela Sebastiana. Esta última pensaba que con ese acontecimiento la familia se unía más, y así, con esa fantástica ilusión, se abrazaba a la esperanza de ver a su hijo otra vez unido a los suyos. Esa esperanza creció en Sebastiana cuando siete meses después del compromiso de Ramón y Patricia, Enrique volvió al pueblo con intención de hacer las paces con su familia y, sobre todo, con su hijo. El encuentro con Ricardo en Madrid y la conversación áspera y negativa que tuvo el muchacho con él, lo dejó preocupado. Él pensaba que después de tanto tiempo, al menos sus hijos le iban a dirigir la palabra sin resentimiento. No esperaba que corriesen a abrazarlo, pero sí que le admitiesen una conversación tranquila y cordial.
A quien primero visitó Enrique en el pueblo fue a su madre. Llegó, la abrazó, la besó y le pidió perdón por la brusquedad con que la había tratado el día que se fue sin despedirse. Sebastiana se abrazó a él emocionada y en esos momentos lo quiso más que a nadie en el mundo. Su hija Elena gozaba igualmente de su cariño, pero este lo necesitaba más que ella porque no tenía a nadie que lo quisiese y, a pesar del maltrato que había recibido, se entregó a él sin condiciones. El amor de madre borraba todas las ofensas recibidas por su hijo y estaba dispuesta a ayudarlo de nuevo en todo lo que fuese preciso.
—Voy a ir a hablar con mi esposa —dijo Enrique a su madre—. Han pasado nueve años desde que me separé de ellos, más el tiempo que estuve en la cárcel. No sé si aún tiene validez aquella orden de alejamiento, pero por si acaso la tuviese, voy a informar a la Guardia Civil y después voy a verla. Esto lo hago por mis hijos, no por estar con Juana. Tengo una mujer que me quiere, me entiende y me respeta: Rosalía es su nombre, y no quisiera dejarla, pero por mis hijos estoy dispuesto a hacer cualquier cosa.
—Hay algo que tú no sabes —dijo Sebastiana después de que Enrique le dijese que iba a visitar a su familia.
—¿Tiene a otro? —preguntó desconfiando.
—¿Juana? No... No es eso. Es tu hija, tiene novio. Se ha comprometido con el hijo de tu hermana.
—¡Eso me da igual! Mi hija se puede comprometer con quien ella quiera, pero Juana, no. Todavía es mi esposa y se debe a mí. Me revienta que ese carpintero esté cada vez más cerca de ella. Se ha camelado a mi hijo para trabajar en la carpintería y mi mujer ha sido consentidora. El día menos pensado se lía con él… si no lo están ya.
—¿Con quién, con Pedro? No creo —dijo Sebastiana queriendo quitar hierro—. Sin embargo, veo bien que intentes reconciliarte. Yo que tú, por si acaso él anda detrás, no dejaría de insistir para que Juana no se olvide de ti.
Cuando Enrique llamó en la casa de sus suegros, no salió nadie a abrir. Aurelio y Joaquina habían salido de compras y la vivienda estaba vacía. Desde la tienda Patricia escuchó los golpes del llamador y se asomó para ver quién llamaba. Al verlo, se pasó rápidamente y avisó a su madre, que, con el ruido de las máquinas del taller, no había oído los golpes del llamador. Juana salió nerviosa, pero al verlo, respiró hondo, contó hasta diez y esperó a que él llegase a la tienda. Cuando estuvieron frente a frente, le dijo:
—¿Qué quieres?
—Tenemos que hablar —dijo Enrique queriendo agradar con una sonrisa.
—¡Está todo hablado! ¡No tengo nada de qué hablar contigo!
—¡Yo sí! Vengo con ánimos de paz porque quiero que volvamos a estar juntos.
—¡Eso ni lo sueñes!
—Quiero estar con mis hijos.
—¿Para qué? —dijo Patricia con voz tajante.
—Para que veáis que estoy arrepentido. Sé que te has comprometido con mi sobrino Ramón, y me parece bien, pero necesito que me dejes ejercer de padre.
—¿Ahora? Déjenos en paz y salga ahora mismo de la tienda, es hora de cerrar.
Juana pasó al taller y le dijo a las costureras que era hora de irse a comer. Cuando se fueron, volvió a la tienda y, por segunda vez, ella y su hija le dijeron a Enrique que saliese para echar el cierre. Cuando salía él, llegaba Ricardo y, al ver a su padre le preguntó:
—¿A qué has venido?
—Quiero hablar con tu madre, pero ella no quiere escuchar lo que tengo que decirle. Venía a reconciliarme con vosotros, pero si no puede ser, quiero que me conceda el divorcio.
El muchacho se quedó callado, atónito. Ricardo, hasta hacía unos meses que se había aprobado en España la ley de divorcio, no conocía esa palabra y ahora aparecía a diario por todas partes, algo normal por la novedad de ese acontecimiento; pero lo extraño para el muchacho era que su padre estuviese dispuesto a divorciarse, así sin más… después de haberle demostrado a Juana tantas veces que la consideraba suya porque estaban casados por la Iglesia, para toda la vida.
Cuando Ricardo pasó a la casa, preguntó a su madre si pensaba divorciarse.
—¡Yo, no! ¿Por qué lo preguntas?
—Me ha dicho mi padre que, si no puede estar con nosotros, quiere que le concedas el divorcio.
—A mí no me ha dicho nada de divorcio. Si hubiese empezado por ahí, le hubiese dejado hablar con tal de que nos deje en paz, pero dudo que solo haya venido a eso.
Juana, después de algunos años de tranquilidad, empezó a sentir preocupación al ver a su marido. Desconfiaba porque no sabía cuál era el verdadero motivo de esa visita. Ella ignoraba que no era otro que reconciliarse con ellos, aunque la verdadera razón era recuperar a su hijo. A Enrique, ni su esposa ni su hija le importaban en absoluto, pero cuando vio al muchacho vestido de soldado hecho un hombre, se sintió orgulloso de él y notó una punzada de cariño que no había vuelto a sentir desde el día que nació Ricardo. Echó de menos todo lo que se había perdido estando lejos de él y eso hizo que se ablandaran sus sentimientos, pero solo hacia su hijo. Juana y Patricia seguían en el punto de mira, igual que el día que juró vengarse.
Tres días después del primer encuentro, Enrique volvió para hablar con Juana, pero esta vez esperó a que se hiciese de noche y cerrasen el taller y la tienda. Llamó en la puerta y salió Aurelio. Al verlo, se sorprendió, pero lo invitó a pasar porque pensó que cualquier tema que tuviesen que hablar era mejor hablarlo dentro, no en la calle. Una vez dentro de la casa, Aurelio le preguntó por el motivo de esa visita.
—Quiero hablar con mi esposa.
Juana, al oír la voz de su marido, salió a su encuentro y le espetó su decisión.
—Te dije que no teníamos nada de qué hablar, pero si tienes algo importante que decir, dilo. —Todo esto lo expresó Juana con contundencia.
—Yo creo que sí tenemos de qué hablar: quiero reconciliarme con vosotros, pero si no puede ser, al menos tendremos que repartir los bienes que son de los dos. La casa está como tú la dejaste y te corresponde la mitad de todos los enseres que hay en ella: son bienes gananciales, como todas las propiedades que se hayan conseguido durante nuestro matrimonio.
—La casa es tuya, herencia de tu padre, y los enseres que hay en ella también son tuyos: la parte de muebles que me pertenece, te la regalo. No quiero saber nada de los muebles ni de ti.
—Somos un matrimonio y los bienes, tuyos y míos, son de los dos. Por lo tanto, tengo derecho a pedirte cuentas si no te reconcilias conmigo. Si es así, quiero que me concedas el divorcio y quiero que nos repartamos los bienes gananciales.
—Puedo concederte el divorcio si lo deseas, pero yo no tengo nada que repartir.
—¡La tienda y el taller de costura! —dijo Enrique alterado.
—La tienda y el taller están en mi casa y es todo mío —replicó Aurelio en defensa de su hija—. Gracias a esas inversiones, mi hija ha podido mantener a tus hijos. ¡Sal ahora mismo de mi casa y no vuelvas!
Enrique salió farfullando voces y sentenciándoles de nuevo venganza.
Juana no había pensado nunca en el divorcio. Ni siquiera cuando fue aprobado hacía cinco meses. Ahora, después del sofoco que le había hecho pasar su marido, se planteaba la posibilidad de divorciarse. Mientras pensaba eso, recordaba con nostalgia aquellos días de recién casada cuando los sueños jugueteaban por su mente llenándola de dicha al sentirse la mujer más feliz del universo. Ahora, en vísperas de navidad envidiaba, como cada año desde que estaba separada, a esas familias que estaban unidas. Ella de buena gana uniría la suya, pero sabía que no podía hacerlo, porque Enrique no estaba verdaderamente arrepentido. Juana era consciente de que, salvo la petición de divorcio, lo que él le había pedido era un imposible. Volver con él sería estar de nuevo otra vez en el mismo infierno de donde tanto trabajo y sinsabores le había costado salir.
Enrique, encabritado como siempre que no conseguía lo que se proponía, unos minutos después de salir de casa de Aurelio llamó por teléfono a su hermana Elena para hablarle del rechazo obtenido por Juana, y fingiendo buenas intenciones, le dijo:
—No sabéis dónde se va a meter tu hijo. Son malas. Me duele decirlo porque son mi mujer y mi hija, pero es así. Dile a Ramón que rompa con ella y evitareis males mayores.
Elena quedó en suspense escuchando al otro lado de la línea telefónica. Sabía de los arranques impetuosos de su hermano, pero ella nunca había estado presente en esas disputas para saber quién de los dos era culpable. Lo que sí tenía claro era el tiempo que había estado Juana en el hospital a consecuencia de la paliza propinada por Enrique, y eso no tenía vuelta de hoja.
—¿Estás ahí? —preguntó al no oír siquiera el resuello de su hermana al otro lado del teléfono.
—Sí, estoy aquí.
—¡Como no dices nada!
—¿Y qué quieres que te diga? Tu hija y mi hijo se entienden y lo mismo tu mujer que tus hijos se portan bien con nosotros… Yo no veo maldad en ellos. Si contigo la tienen, lo siento, pero yo no puedo malmeter a mi hijo para que rompa con Patricia porque a ti te traten mal.
—¡Está claro! —dijo Enrique enfadado—. No crees lo que te estoy diciendo. Las defiendes a ellas más que a mí, que soy tu hermano.
—Piensa lo que quieras. Adiós —dijo Elena y colgó antes de que él siguiese dando quejas.
Aquella conversación la dejó intranquila: ya no era solamente Juana y sus hijos los que estaban en el punto de mira de su hermano, ahora seguro que también estaría Ramón, y eso a Elena le preocupaba. Sin embargo, guardó el secreto, temía que José, su marido, se viese con Enrique para reprocharle el desbarajuste que estaba armando y, sobre todo, que su hermano, después de hablar José con él, intentase meter a Ramón en el saco de sus rencores.
Juana esperaba que su marido volviese a hacerle de nuevo la petición de divorcio, pero no volvió, se fue a Madrid sin mencionarle nada de nada: ni del divorcio, ni del reparto de bienes. El haber intervenido Aurelio fue el toque definitivo para que Enrique pensase que lo tenían todo atado y bien atado, para que él no pudiese pedir nada de los bienes que habían conseguido honradamente su mujer y sus hijos con el esfuerzo de su trabajo. Al saber Juana que Enrique se había ido a Madrid, empezó a tranquilizarse de nuevo y pensó lo que muchas veces había pensado: que solo era valiente con la gente indefensa o inferior a él, pero en haciéndole cara un igual, como se la había hecho Aurelio, huía como un cobarde.
Ricardo durante el trabajo comentó a Pedro la propuesta de divorcio que le había hecho Enrique a su madre y él, al conocer la noticia, comenzó a hacerse ilusiones y a fraguar en su cabeza escenas amorosas de fantasía. ¿Posibles? Probablemente sí, si esa propuesta algún día Juana llegaba a aceptarla.
Hacía mucho tiempo que en la mente de Pedro bullía la idea de declararle sus sentimientos a esa mujer, pero no se atrevía: un poco por timidez y también por respeto. Ahora estaba decidido, lo tenía totalmente claro, al menos en ese momento en que estaba pensando en Juana sin estar ella delante. Otra cosa sería cuando la tuviese presente.
El amor de Pedro crecía en silencio y las miradas furtivas eran cada vez más frecuentes. A veces esas miradas se cruzaban con las de Juana y los dos sentían cómo el rubor subía por su cuerpo hasta llegar a la cara y, en silencio, se sentían culpables, como dos adolescentes que guardan el secreto de un amor prohibido.
Desde que estaba en el nuevo taller se veían menos, pero cuando se producían los encuentros, la sensación de alegría era patente en los dos. Les parecía mentira que se les acelerase el corazón igual que en plena juventud, cuando a sus años deberían estar de vuelta de esas debilidades, pero el corazón es siempre joven y el amor es como la semilla silvestre que, arrastrada por el viento y empapada por la lluvia, nace en el sitio más inesperado. Ninguno de los dos había elegido vivir en ese estado, ni en esas circunstancias. Tampoco habían preparado esa coincidencia que había querido unirlos en una convivencia común que había terminado por crear aquella situación amorosa compleja y, a veces, llena de un sentimiento de culpabilidad: él, por enamorarse de una mujer casada y ella, porque estaba chapada a la antigua y en su forma de pensar no cabía juntarse con un hombre sin estar divorciada. Para Juana era como si cometiese una infidelidad a pesar de estar muchos años separada de su marido.
Esos complejos y la incertidumbre que le provocaba de cuando en cuando los encontronazos con Enrique hacían que ella en ningún momento pensase en tener nueva pareja. Sin embargo, lo que Juana sentía por Pedro y Pedro por Juana era inevitable, aunque ellos intentasen ignorarlo. El amor es una fuerza natural que llega sin avisar y que en este caso, sin elegirlo ninguno de los dos, se había alojado en sus corazones sin intención de irse. No eran culpables, sin embargo, las circunstancias hacían que lo censurasen ellos mismos a pesar de ser un sentimiento inocente, puro y natural.
Tres años después de que Enrique tuviese con su familia aquel encontronazo, Ramón y Patricia hacían planes de boda y Juana volvió a preocuparse. Su marido tendría una excusa para querer ejercer de buen padre o montar un escándalo si su hija consideraba que no era digno de llevarla a la iglesia. La propuesta que esperaban de Enrique llegó pronto. Al recibir la familia las invitaciones de boda, Sebastiana envió una carta a su hijo informándole del acontecimiento y él se presentó al día siguiente en la tienda de Patricia y le ofreció su brazo para llevarla a la iglesia. Patricia no lo esperaba, y mucho menos ofreciéndose de buen talante. La muchacha no sabía qué decirle, pero al fin le informó de que a la iglesia la iba a llevar su abuelo.
—Veo que no soy nada para ti —le dijo Enrique a su hija—. Te casas y al único de la familia que no invitas es a tu padre. A mí, que mi mayor ilusión es llevarte a la iglesia y verte feliz. No te lo pido por derecho, que lo tengo, te lo pido por favor. Deja que te lleve. Deja que disfrute de tu enlace contigo.
—Está todo dispuesto: me va a llevar mi abuelo. Él ha sido mi padre desde que tú no estás. A él le corresponde llevarme.
—Te lo suplico, déjame estar contigo en tu boda. Aunque tú pienses lo contrario, te quiero. Eres mi hija y eso ni tú, ni yo podemos borrarlo.
Patricia estaba casi convencida, a punto de ceder a la súplica de Enrique. Sabía que Aurelio, que era la bondad personificada, no se opondría, ni se enfadaría si ella decidía que la llevase su padre al altar, pero en esos momentos apareció Juana y Patricia reaccionó volviéndole a decir que estaba todo dispuesto y era su abuelo quien la iba a llevar.
La rabia de Enrique se volvió contra Juana, diciéndole:
—¡Tú y tu gente! Para ti no cuenta nadie más. Has puesto a mis hijos en mi contra. Los has criado formando una barrera que no me deja conectar con ellos.
—¡Eso no es cierto! Ahora mismo, si ella quiere puede ir al altar cogida de tu brazo, yo soy conforme, no me importa; pero ten en cuenta que la barrera la has formado tú con tu comportamiento. Para que un hijo quiera a sus padres tiene que recibir cariño y apoyo de ellos, y tú no les has dado ninguna de esas dos cosas. Acuérdate de cuando, en vez de hacerle una caricia a tu hija, amenazaste con tirarla.
—¡Eso no es verdad! Yo no pensaba tirarla.
¡Plaf!, sonó una bofetada que recibió Juana mientras él desmentía lo que ella había dicho.
—Vuelves a lo mismo, no has cambiado —dijo Juana—. Ahora soy yo la que quiere el divorcio.
—¡Eso no lo vas a tener nunca! —contestó Enrique con rabia—. Si quieres estar con ese mierda de carpintero tendrás que arrejuntarte con él como una puta.
—Tú verás: eso o te denuncio por malos tratos. Tengo testigos —dijo Juana señalando a tres mujeres que habían llegado a la tienda sin que él se hubiese dado cuenta—. ¡Ah! Y acuérdate de que eres reincidente en este delito, por lo que si te denuncio, inmediatamente vas a la cárcel.
Al recordarle Juana el peso negativo que ejercía sobre él su reincidencia, la miró con ojos de odio y se fue.
Enrique volvió a Madrid con el coraje de no haber conseguido sus objetivos. Rosalía lo esperaba, preocupada. Pensaba que, si se reconciliaba con su familia, lo perdería para siempre, y lo que era aún peor: a sus cuarenta y algunos años tendría que volver a servir copas en la barra de un bar, pero ya no sería en un pub como el que había estado antes. Estaba segura de que en el sitio que había estado tantos años Mario no la admitiría y en otros locales de la misma categoría tampoco. Su edad estaba desfasada con las exigencias de ese oficio, porque en él buscaban chicas jóvenes para renovar, y a las de su edad las desviejaban como si fuesen vacas de una granja. Por eso, Rosalía estaba segura de que no encontraría empleo de camarera, a menos que fuese en la barra de una tasca para hacer de señuelo. Allí, si la contrataban, sería con el propósito de que los borrachos babosos siguiesen bebiendo solo por verla a ella ligera de ropa. Ella lo sabía por otras compañeras que habían pasado al desecho y ahora trabajaban en antros de poco lujo y peor reputación.
Rosalía a veces pensaba en un trabajo apartado de la nocturnidad y el vicio, pero tenía la creencia de que nadie que supiese en lo que había trabajado antes confiaría en ella para darle un trabajo de dependienta en un establecimiento normal y mucho menos de sirvienta en una casa de señores. Además, ese empleo, aun siendo mejor que el que había tenido antes, era mucho peor que lo que tenía ahora. Después de haber experimentado durante tres años la paz de su hogar junto a Enrique, donde solo tenía que servirlo a él, a su hombre, era como volver de la gloria al infierno. Y mucho más a sus años, después de haber salido resentida y asqueada de servir a tanto zángano en el trabajo de su oficio anterior. Ahora se había acostumbrado a la vida hogareña, sencilla y lo que era más importante para ella: estaba enamorada de su benefactor. cuando recordaba el tiempo que había ido pintada y vestida de forma provocativa para agradar a aquellos babosos que visitaban cada noche el pub, se encontraba ridícula y hasta sentía asco de su pasado. Enrique no era el mejor de los hombres, pero había sido su salvación, el único que la había valorado y la había sacado de ese entorno perverso. Él, sin engaños, la había apartado de un ambiente donde solo era un objeto sexual. Allí a nadie le importaba como persona y mucho menos que a nadie, al dueño. Para Mario, el amo del pub una mujer solo era un señuelo, un cebo sin decisión ni opinión; una pieza más del engranaje nocturno del vicio, donde poco a poco, sin darse cuenta, esas mujeres se van metiendo en un laberinto donde no son capaces de encontrar la salida antes de que sean desechadas por la edad si no hay nadie que la coja de la mano para sacarla como hizo Enrique con Rosalía. Ahora, a pesar del mal genio que él tenía en ocasiones, se sentía valorada. Un privilegio que nunca había tenido, ni siquiera en su niñez cuando servía a los señoritos. Los únicos que la habían valorado habían sido sus padres, pero pronto se quedó sin ellos: la única protección que lo hubiese dado todo por ella.
A la vuelta de Enrique, nada más verlo llegar Rosalía supuso que en el pueblo no le habían salido las cosas como él esperaba y se alegró, pero temerosa de que se enfadase con ella, no mostró esa alegría. Se acercó a él compasiva, fingiendo, no la compasión, pero sí el disgusto que compartía con él. Acostumbrada a tantos años de roce con hombres de todas clases y genios diferentes en ese lugar de alterne, no le costaba fingir. De esa manera, su compañero se sentía apoyado y halagado en sus malos momentos. A veces, Rosalía recibía desprecios a cambio de ese apoyo, pero ella se mostraba sumisa e intentaba calmarlo dándole consuelo. Cuando se ponía en plan bruto, se apartaba y esperaba a que se tranquilizase. Entonces volvía a ella con zalamerías, como acostumbraba cuando tenía ganas de mujer.
Desde que Enrique había llegado del pueblo con mal humor y diciendo que estaban todos en su contra, Rosalía veía más segura la posibilidad de unirse a él definitivamente. Cuando supo que Juana le había pedido el divorcio, ella empezó a ilusionarse y vio en su proyecto secreto de boda un hecho posible.
—¿Te ha pedido el divorcio, no…? Pues dáselo y olvídate de ella —le decía Rosalía—. No mereces sufrir por esa gente.
Enrique a veces se sosegaba y le daba la razón, pero esta vez arremetió contra ella diciéndole:
—¡Tú qué sabes lo que yo merezco!
—Llevas razón, yo no sé nada —contestó ella con humildad—, pero me duele que andes al revuelo por gente que no te quiere.
—¡Pues si no sabes de qué va… cállate! Si sufro es por mis hijos. Ella no me importa, voy a demostrarle a esa que no me hace falta. Le voy a dar el divorcio y me voy a casar contigo.
Rosalía sintió que la felicidad le inundaba todo su ser, pero por temor a que esa dicha suya se malograra con un cambio brusco de su compañero, disimuló su emoción y se mantuvo serena.
Después de un mes todo parecía tranquilo, pero solo en apariencia. La rabia bullía dentro de Enrique igual que una sabandija. Le daba vueltas y más vueltas a la cabeza para amargarles la boda a toda la familia, sobre todo a su hija, y sin previo aviso, le dijo a Rosalía:
—Nos vamos al pueblo.
—¿A qué pueblo? —preguntó ella, desconcertada.
—¡Coño, al mío! ¡A qué pueblo va a ser! No quieren tenerme presente en la boda, pero me van a tener… Aunque solo sea en el pensamiento.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a hacer que mi hija no se olvide de mí en toda su vida.
El día de la boda por la mañana temprano Enrique fue al pueblo con Rosalía: él, a ejecutar su venganza y ella, temerosa del brutal escándalo que formaría en presencia de su familia, pero con la esperanza de que, por fin, en un arrebato, le concediese el divorcio a Juana y quedase libre para casarse con ella.