UN AMOR INESPERADO
Año 1985 al 1987
Hacía tres meses que había muerto Benito y desde entonces, ni Enrique, ni Emeterio habían vuelto al pueblo. Eleuterio los echaba de menos porque no tenía a nadie que lo acompañase en sus correrías. A veces salía de bares y se agregaba con cualquiera, pero no era igual. Con sus amigos de siempre se sentía a gusto mientras que con esos que se juntaba ocasionalmente a veces se sentía ignorado e incluso le hacían ver, aunque con diplomacia, que era una persona pegadiza y molesta.
Desde que estaba solo se había convertido en casi un marido modelo. Ahora salía del trabajo y la mayoría de los días se iba derecho a casa. Cuando se quejaba de que no tenía a nadie en el pueblo que le acompañase para tomar unas cañas, su mujer se alegraba y rogaba a Dios para que sus amigos no volviesen en mucho tiempo.
Enrique y Emeterio seguían trabajando juntos, pero al contrario que antes, cuando salían de trabajar, no se iban de bares. Emeterio, al salir de la obra, se despedía de su amigo con prisas, pero nunca decía a dónde iba.
—¿Dónde vas cada tarde cuando sales del trabajo? —preguntó Enrique.
—Estoy buscando piso para cambiarme.
—¡Piso…! ¿Es que no estás bien en la pensión?
—Sí… pero… me estoy cansando de vivir con gente extraña.
—¡Tú sí que me estás resultando extraño! Te vas todas las tardes con prisas, no nos vemos los domingos para tomar unas cañas y después de muchos años en esa pensión, ahora quieres dejarla. ¿Qué te traes entre manos?
—Nada… Nada, porque no voy a conseguir lo que quiero.
—¿Y qué es lo que tienes que conseguir?
—Ya lo sabrás a su debido tiempo, si lo consigo…
Después de algunos años, Emeterio se había encontrado por casualidad a María Vicenta. Su Mavi del alma.
Emeterio salió de la obra situada cerca del Puente Praga y cogió la calle Antonio López en dirección al Puente de Toledo. Desde la acera donde él caminaba, la vio que doblaba la esquina en dirección al barrio de Usera y se dirigió a ella cruzando la calle con paso apresurado para saludarla. Al encontrarse Emeterio con María Vicenta, la vio sorprenderse, pero no rehusó hablar con él.
—Hola. ¿Me recuerdas? —dijo Emeterio con cara de alegría.
—Sí. He pensado en ti muchas veces.
—¿Sigues trabajando en el mismo sitio?
—No. Cambiamos de local, pero mi jefe es el mismo.
—¿Podemos hablar?
—Ya lo estamos haciendo —dijo ella mostrando una sonrisa.
—Con más tiempo, quiero decir… —contestó Emeterio devolviéndole la sonrisa—. Podemos quedar y pasar juntos un domingo.
—El domingo trabajo. Lo hago a partir de las ocho de la tarde, pero tengo que estar descansada. La noche es larga y cada vez se me resisten más los pasos. El lunes libro, podemos quedar…
—Yo trabajo de lunes a sábado —dijo Emeterio—, pero a partir de las siete estoy libre: podemos ir al cine.
—Vale —contestó María Vicenta con agrado.
—¿Quedamos en tu casa? —preguntó Emeterio pensando que ella aún vivía en el barrio de Caño Roto.
—No. Te espero en Sol, esquina a Calle Carretas. Después vamos a cualquier cine del centro.
Antes de separarse, Emeterio hizo una expresión de despedida y fue a formular un hasta luego, pero se encontró con dos sonoros besos, uno en cada mejilla, que ella le daba un momento antes de irse. Después de la despedida, siguieron cada uno su camino; él, flotando en una nube lleno de felicidad y ella, ilusionada con aquel encuentro, pero recordando el resultado de la vez anterior cuando se conocieron. La única ventaja era que ya no le debía a su jefe nada del alquiler de aquella casa vieja, diminuta y lóbrega que tanto trabajo le había costado dejar. Ahora vivía en una pensión, un piso compartido con otras dos compañeras.
El lunes Emeterio fue a la obra vestido de traje y corbata, llegó al ropero y empezó a cambiarse de ropa para emprender el trabajo. En esos momentos, llegó Enrique que, al verlo colocando el traje cuidadosamente, comenzó a reír y a gastarle bromas.
—¿Qué acontecimiento tiene el señor ministro para venir de etiqueta?
—¡No te pitorrees, que es muy serio el acontecimiento que conlleva el traje y la corbata!
—¿Pero me lo vas a decir o sigue siendo un secreto?
—Te lo voy a decir. ¿Recuerdas a Mavi? Aquella camarera de La Gata Rubia. La he vuelto a ver.
—¿Y qué…?
—Que he quedado con ella. Esta tarde vamos al cine.
—¿Ese era el secreto que no me podías contar?
—No. No había ningún secreto. Bueno… quizá sí lo había: el secreto era que estoy cansado de acostarme todos los días a media vela, y los fines de semana a vela entera. Nos pasamos la vida medio borrachos y Rosalía, tu mujer, me acusa a mí: me ve como único culpable. Me está tomando manía y, con razón, aunque no tenga yo toda la culpa. Llevo algún tiempo pensando que no tiene sentido vivir así: ya no somos jóvenes para comportarnos de esta manera. Hay que razonar de una forma más madura y comportarse como personas adultas que somos. Me muero de envidia cuando veo a esos matrimonios paseando felices con sus hijos y, cuando después llego a mi casa harto de cerveza y solo, siento asco de mí mismo. Estoy dispuesto a cambiar mi forma de vida y desde hoy, María Vicenta, mi Mavi, es la parte principal de mi proyecto.
—No sé qué decirte, pero no me gustaría que te equivocases —dijo Enrique a su amigo—. Una mujer es… eso, una mujer… y todas están llenas de sorpresas. ¿Que son necesarias? Pues claro que sí, pero no imprescindibles. No creas que con esa mujer va a ser completa y sublime tu felicidad, no… Habrá sus más y sus menos porque intentará dominarte: todas lo intentan. Si no lo consigue, malo, porque vas a tener gresca a cada momento. Y si lo consigue, peor, porque dejas de ser un hombre para convertirte en un calzonazos: te lo digo por experiencia.
—Tu experiencia no me vale. Hay muchos más matrimonios que conviven en paz que los que se rompen. Un ejemplo de esos matrimonios son mis padres: han vivido más de treinta años queriéndose con pasión y, aun hoy, después de diez años, mi madre sigue llorando la muerte de mi padre. Esa historia es la que me vale y no la tuya. No voy a retroceder en mi empeño hasta que consiga esa felicidad. Ahora tengo la oportunidad de conseguirlo, y esa oportunidad me la va a dar esa mujer.
Cuando Emeterio se estaba cambiando de ropa después de terminar el trabajo, Enrique lo miraba con una sonrisa guasona y al final le dijo:
—Te voy a dar un consejo: sé amable con ella, pero dejándole claro que el que manda eres tú. Y… métele mano, no se vaya a creer que eres de la acera de enfrente. Que esas… están acostumbradas a engatusar a un tío y zapearlo en el mismo día.
—¿A qué se debe ese apercibimiento? No creo que para salir con una mujer haya que estudiar qué tengo que decir o qué tengo que hacer. Con ser natural y sincero es más que suficiente.
—Tú no sabes nada de la vida en pareja —dijo Enrique bastante serio— y me dolería que esa lagarta te engañase. Esa clase de mujeres, de cien sale una buena y tú eres un buenazo que te dejas engañar con facilidad. Ya viste lo que te hizo la otra vez… ¿Ahora a los cinco años te vuelve a querer? ¡No seas ignorante! De ese gremio hay muy pocas buenas.
—¿Y habiendo tantas malas en ese gremio, la buena te ha tocado a ti, no…? Porque… Rosalía es buena, ¿verdad? Tanto que no te la mereces —le espetó Emeterio, enfadado—. Pues igual que Rosalía es buena, también lo puede ser Mavi. ¡Me voy y allá tú con tu monserga!
Eran casi las ocho de la tarde cuando Emeterio llegó a Sol. María Vicenta se paseaba desde la administración de lotería “La Pajarita” hasta la esquina de la calle Carretas, y al verlo se fue hacia él mostrando una sonrisa. Cuando se juntaron, ella lo recibió con dos besos, uno en cada mejilla, que a Emeterio le supieron a gloria y después se agarró a su brazo como si esa reciente relación viniese de antiguo. Emeterio estaba entusiasmado con aquella cita y cuando miraba a su compañera, le chispeaban los ojos de alegría. Después de las advertencias de Enrique, solo tenía una duda: ¿Por qué antes no pudo ser y ahora sí? Sin embargo, no se atrevía a preguntarlo por si se rompía la magia de aquel momento maravilloso para él.
En el recorrido de un cine a otro con el fin de ver las carteleras, hablaron de temas distintos y rieron los dos con algunos dichos jocosos y espontáneos que Emeterio no acertaba a comprender cómo podían habérsele ocurrido a él. Después pensaba que quizá esos dichos y esas ocurrencias eran fruto de la desbordante felicidad que estaban disfrutando los dos.
Al final no fueron al cine. María Vicenta recordó que cerca de allí había un sitio donde ella iba a bailar antes de trabajar en el club y sin decir nada encaminó sus pasos hacia ese sitio para comprobar que seguía abierto. Cuando llegaron a él, ella le dijo:
—Aquí venía yo a bailar antes, cuando vivía mi padre. ¿Te gusta bailar?
—No sé, no he bailado nunca.
—Yo hace tanto tiempo que no bailo que no sé si voy a ser capaz de hacerlo.
—¿Pasamos y lo compruebas? Y al mismo tiempo me enseñas —dijo Emeterio con el deseo de agradar a su compañera.
—No sabes la alegría que me das, lo estaba deseando.
—Emeterio era un trompo bailando, movía los pies sin seguir el ritmo de la música y ella empezó a guiarlo con suavidad hasta que consiguió que al menos no la pisase. Al final, cuando ya quedaban pocas parejas en la pista de baile empezaron a tocar música lenta y aquella serenidad hizo que allí abrazados sintiesen una dicha que no habían experimentado nunca.
Eran pasadas las doce de la noche cuando volvían camino de la pensión donde ella vivía. Iban hablando sin prisas por la calle Carretas y al llegar a Antón Martín fueron hacia la calle Santa Isabel. Cuando llevaban andado la mitad de la calle había en un balcón un letrero que decía: “Pensión, camas y comidas”.
—Hemos llegado —dijo María Vicenta sin perder la sonrisa que había mostrado toda la tarde.
—¿Cuándo nos volvemos a ver? —quiso saber Emeterio.
—El próximo lunes a la misma hora que hoy puedes recogerme aquí.
—Puedo visitarte en el trabajo y recogerte el fin de semana a la salida.
—No. Ni aparezcas por allí.
—¿Por qué…?
—Es largo de contar. Algún día sabrás el porqué; pero por lo que más quieras, no vayas a verme, te lo pido por favor.
Al día siguiente, mientras se cambiaban de ropa en el ropero de la obra, Enrique preguntó a Emeterio por el resultado de esa cita tan importante que había tenido y él, todavía ilusionado, empezó a contarle lo bien que lo habían pasado; pero después se puso serio y le contó el impedimento inexplicable que María Vicenta le había puesto para que no apareciese por el lugar donde ella trabajaba.
—Ya te lo advertí ayer. Si es así… si te ha dicho eso es que algo pasa. Te lo dije: las mujeres, de cien sale una que no da complicaciones. ¡Ten cuidado donde te metes!
—¡No digas tonterías! Mavi es una persona sencilla que ha tenido la mala suerte de quedarse sola, y la falta de trabajo la obligó a trabajar donde está.
—Sin embargo, algo esconde, si no, a qué tanto misterio —insistió Enrique—. La prueba la tienes en que antes, hace cinco años, desistió de ti y ahora te quiere mucho, pero no puedes ir donde trabaja.
—Hombre… tanto como quererme mucho, no sé. Solo hemos salido una vez, y he de reconocer que ha sido agradable, pero nada más.
—Porque tú eres un buenazo y has estado con ella a la buena de Dios. Seguro que ni siquiera has intentado… Si lo hubieses intentado seguro que se hubiese dejado hacer con tal de tenerte contento. ¡No te fíes!
Emeterio empezó a flaquear con las advertencias de su amigo. Sintió tristeza y hasta maldijo su mala suerte, pero en ningún caso pensó rendirse. Si fracasaba con esta mujer, no iba a ser por su culpa. Además, no tenía nada que perder, porque lo único que podía pasar es que siguiese solo, y a eso ya estaba acostumbrado.
La desconfianza de Enrique sobre tanto misterio lo llevó a visitar el local de alterne donde trabajaba María Vicenta e incluso fingió un gran interés por ella. Hablaban amablemente mientras bebían y, al cabo de un tiempo, se le declaró.
—Agradezco tu interés por mí, pero lo que tú quieres no puede ser —le dijo ella.
—¿Por qué…? Si es por dinero, dime qué cuesta sacarte de aquí.
—No es por dinero, estoy enamorada de otro hombre.
Al decirle ella eso, él retrocedió en el intento, aunque pensó que seguiría intentándolo otro día.
—¿Qué quiere ese que no se aparta de ti cada vez que viene? —preguntó el dueño del pub.
—Nada que no hayan intentado otros. Quiere que me vaya con él, incluso me ha ofrecido dinero.
—¿Cuánto…?
—¡No hemos hablado de cantidad! Solo me ha dicho que cuánto cuesta sacarme de aquí.
—Y tú… ¿Qué le has dicho?
—¿Qué quieres que le diga? Que no estoy en venta.
—La próxima vez que te proponga irte con él, dile que hable conmigo.
—¿No pensarás venderme?
—No. Pero salir de aquí tiene un precio y tú ya no eres tan necesaria como antes: si ese paga, te vas. ¿Es lo que has querido siempre, no…?
—¡Eso es venderme! Si ese paga, pensará que tiene un derecho sobre mí, y yo no quiero irme en esas condiciones. Si algún día me voy, tiene que ser libre.
Al cabo de unos días, Enrique volvió y siguió haciéndole a Mavi la misma propuesta. Fausto, el dueño del pub, después de ver que María Vicenta llevaba hablando con él más de veinte minutos, le hizo una seña para que se lo mandase, como ya le tenía ordenado, y ella, temerosa, obedeció y mandó a Enrique para que hablase con él.
—Mi jefe quiere hablar contigo.
—¿Qué desea?
—No sé… ves y él te lo dirá.
Enrique fue de inmediato y se encontró con la sonrisa de Fausto, que lo esperaba. Después lo pasó a un aposento privado.
—¿Qué quieres tomar? Invita la casa.
—Una tónica —dijo Enrique bastante serio.
—Los negocios se celebran con algo más fuerte, ¿no…? Whisky, por ejemplo.
—¡No! Los negocios necesitan una mente despejada y fría, y para eso el alcohol no es el mejor aliado.
—Vale. ¿Cuánto estás dispuesto a dar por ella?
—Nada si ella no está dispuesta a venirse conmigo.
—Estará, de que esté me encargo yo —dijo Fausto muy seguro de sí mismo, sabiendo que esa muchacha estaba completamente sometida a él. Además, Fausto sabía que ella estaba deseando dejar aquel trabajo—. Doscientas mil y es tuya.
—En unos días nos vemos —dijo Enrique satisfecho de haber descubierto el plan de aquel asqueroso traficante.
El lunes siguiente Emeterio fue a buscarla a la pensión como habían quedado y la encontró con los ojos rojos de haber llorado y sin ganas de salir.
—¿Qué pasa que te veo triste? —preguntó Emeterio, preocupado.
—No me encuentro bien y mañana tengo que trabajar. Si no te importa, hoy no salimos.
—Lo que tú quieras, pero me preocupa verte así.
—No te preocupes, no es nada. Hoy es un día de esos tontos que tenemos las mujeres, mañana estaré mejor.
—Entonces me voy, que descanses. El lunes que viene nos vemos.
Al día siguiente, los dos amigos se vieron en la obra y Enrique preguntó a Emeterio cómo se le había dado la cita con su Mavi.
—Mal. Estaba enferma. Bueno, no era enferma exactamente: estaba molesta con eso que a veces tienen las mujeres.
—Doscientas mil pesetas vale tu Mavi si te la quieres llevar.
—¿Qué estás diciendo? ¡Explícate!
—Que vale doscientas mil pesetas, pero no te alteres: lo vamos a solucionar. He visitado el local varias noches y la he cortejado pensando que accedería a mi petición. Quería hacerte un favor demostrándote que esa mujer no te merecía, pero me he equivocado, no ha accedido. Me ha dicho que está enamorada y aunque no me ha dicho de quién, estoy seguro de que tú eres el afortunado. Pero hay un problema: no quiere que vayas al sitio donde trabaja porque tiene miedo. En ese trabajo es como si estuviese presa y su libertad vale el precio que te he dicho.
—Y tú ¿por qué sabes eso?
—He tratado con el dueño del local y ese es el precio que ha puesto para que se venga conmigo.
—¡Hijo de puta!
—Tranquilo, va a pagar caro el atrevimiento.
En las noches que estuvo Enrique en el pub había hecho amistad con otros clientes y otras camareras. Él sospechaba que allí había algo sucio, empezó a husmear y consiguió, por otros clientes, información de algún tejemaneje del local, como por ejemplo marihuana. Algo que él comprobó unos días después solicitando al mismo dueño que le sirviese una porción de esa sustancia, a lo que Fausto respondió:
—¿Qué te hace pensar que yo puedo servirte lo que me pides?
—Conmigo no tienes que disimular, yo sé mucho de esto. Nada más llegar a un sitio veo lo que allí pasa.
—Pues que Santa Bárbara te conserve la vista, porque lo que es Santa Lucía ha hecho poco por ti. ¿Qué pasa del trato que hicimos, ya no te interesa?
—Sí me interesa, es ella quien no está dispuesta a venirse conmigo.
Cuando salió Enrique de aquel antro llamó a la comisaría más próxima desde un teléfono público, denunciando que en ese local había prácticas delictivas, sin aclarar qué prácticas eran.
—¿Con quién hablo? Identifíquese —dijo el guardia al otro lado del teléfono.
—Soy un ciudadano que quiere que se le aplique justicia a los delincuentes.
Al nombrar la palabra delincuentes sintió un pinchazo en su conciencia y recordó lo mal que lo había pasado él en la cárcel.
—¿Por qué tengo que creerle si no se identifica?
—Usted sabrá qué es lo que tiene que hacer, yo ya he cumplido —dijo Enrique colgando el teléfono.
La duda hizo que el guardia se tomase en serio el chivatazo y pidió una orden de registro para ese local, pero no para ese mismo día. Si el que llamaba había tenido algún problema con alguna camarera o con el dueño del local, esa noche no encontrarían nada —pensó el guardia— porque después de una trifulca, lo lógico es apercibirse y cambiar de sitio todo aquello que pudiese comprometerlos en caso de algún registro.
Unos días después, el sábado para ser más exactos, tres policías vestidos de paisano se presentaban en el local. Mientras dos reunían al personal del pub, incluido el dueño, el otro guardia desalojaba el local de clientes.
—¿Quién sois vosotros y qué queréis? —preguntó Fausto con voz nerviosa.
—Policía —dijo uno de ellos enseñando la placa—. Tenemos una orden de registro.
—¿Qué motivos tienen para registrar mi local?
—Es pura rutina —mintió el guardia—. No tiene usted nada que temer… si no hay ningún motivo que lo comprometa.
Mientras ese guardia hablaba con el dueño, los otros dos registraban. En el almacén encontraron varias garrafas de bebidas alcohólicas adulteradas, de donde rellenaban las botellas de diferentes marcas de bebidas, además de una porción pequeña de marihuana, pero suficiente para cerrar el local y llevarse preso a todo el personal que trabajaba en él.
Esa noche, las camareras y el dueño la pasaron en la comisaría, pero a la mañana siguiente, las cuatro camareras que trabajaban en el pub fueron puestas en libertad. Todas ellas estaban asustadas, pero al verse en la calle sin cargos se sintieron libres, no solamente del calabozo, también de su jefe que, hasta el día de la detención las había tenido acobardadas con amenazas si no cumplían sus órdenes.
María Vicenta estaba avergonzada. Después de haber estado toda la noche detenida pensaba que si se enteraba Emeterio, no querría saber nada de ella. Esa duda aumentó mucho más cuando el domingo por la mañana, al salir del calabozo vio que Enrique y Emeterio la esperaban. En ese momento pensó huir, pero estaba segura de que la seguirían hasta saber qué había pasado.
—Hola —les dijo María Vicenta cabizbaja al llegar a ellos—. ¿Os conocíais? Sois amigos, ¿verdad?
—Sí —contestó Emeterio.
—Ahora lo entiendo todo. Cuando os he visto, he recordado que la primera vez que nos vimos en el pub hace cinco años ibais los dos juntos. Debería haberme sincerado contigo en vez de decirte que no aparecieses por el local. ¿Podrás perdonarme?
—No hay nada que perdonar. Lo principal es que, gracias a mi amigo, estáis todas liberadas: yo no había sospechado nada.
—Yo tampoco había sospechado —dijo Enrique—. Mi plan era otro, pero me encontré con que ese tío estaba dispuesto a venderte.
—No sé qué voy a hacer ahora sin trabajo —dijo maría Vicenta llorando.
—Puedes venirte conmigo… si tú quieres. Voy a alquilar un piso para mí solo.
Ella lo miró extrañada, casi desconfiando.
—No temas, tienes todos mis respetos. Si alguna vez tengo algo contigo, será con tu consentimiento. Te propongo un plan: el próximo fin de semana quiero ir al pueblo. Si te vienes, puedes conocer a mi madre.
—Nosotros también iremos —dijo Enrique—, pero ahora vamos a mi casa, comemos allí y al mismo tiempo conoces a mi mujer y a mi hijo.
Las dudas y la inseguridad de María Vicenta se iban disipando y la proposición que le había hecho Emeterio le daba la seguridad de que estaba dispuesto a seguir con ella. Cuando llegaron a casa de Enrique, Rosalía los estaba esperando, y al ver a María no esperó a que se la presentasen, se abrazó a ella llena de alegría.
—Puedes quedarte aquí hasta que Emeterio encuentre piso —le dijo Rosalía—. Porque... te vas a ir a vivir con él, ¿verdad?
—Sí —contestó Emeterio antes de que contestase María—, pero eso va a ser después de casarnos.
María Vicenta, al oír esas palabras enrojeció emocionada, y Rosalía la abrazó dándole la enhorabuena.
Una semana después, fueron los cinco al pueblo y Emeterio, al contrario que otras veces, en vez de ir directamente al bar, fue derecho a su casa para presentarle a su madre la mujer que con tanto orgullo iba luciendo desde que se habían bajado del autobús.
Victoria no los esperaba y al verlos los miró extrañada, pero cuando Emeterio le presentó a su compañera, al momento se abrazó a ella y la besó. María sintió en el abrazo la emoción de esa mujer y perdió la preocupación. Tenía miedo a no ser bien recibida, pero Victoria, con su agrado, quiso mostrar a esa desconocida su agradecimiento por haber aceptado a su hijo como pareja. En ella puso toda la esperanza para que Emeterio por fin dejase la bebida.
—¿Desde cuándo estáis juntos? —preguntó Victoria con una luminosa sonrisa.
—Dos semanas —contestó María algo retraída.
—Pero ya nos conocíamos de antes —advirtió Emeterio para que su madre no pensase que esa relación la llevaban atropelladamente.
—Sí, es cierto: nos conocemos desde hace cinco años, pero hasta ahora no nos habíamos puesto de acuerdo para emprender juntos una relación.
Victoria volvió a sonreír con satisfacción por esa unión y mientras los miraba, fraguaba en su cabeza el sueño de su vida: ver a su hijo casado y con descendencia.
Al enterarse Eleuterio de que sus dos amigos estaban en el pueblo, se fue de bares pensando encontrarlos en algún sitio de los que antes ellos frecuentaban, pero al no verlos se encaminó a casa de Emeterio con la esperanza de que lo acompañase a dar una batida, que era como él le llamaba al recorrido de bares. Llegó, llamó y salió Emeterio a abrir, se saludaron y Eleuterio le propuso ir a tomar unas cañas.
—No puedo, pero pasa que te quiero presentar a una persona y al mismo tiempo te invito yo.
—No quiero que me invites, no he venido a eso… La bebida en casa no tiene emoción —dijo Eleuterio—. A mí me gusta la bebida hablada, y mucho más si es con los amigos en la barra de un bar.
—Tú pasa, que quiero presentarte a una mujer y después te vas de bares o donde tú quieras.
—¡Y tú conmigo! —dijo Eleuterio serio, casi enfadado.
—Mira, esta es María Vicenta, mi novia. Eleuterio, un amigo…
—Mucho gusto —dijo ella.
—El gusto es mío —contestó Eleuterio, decepcionado al considerar que su amigo no se iría con él—. Me voy, me están esperando.
Cuando salió, pensó en Enrique, pero al mismo tiempo recordó que estaría en casa de su madre, donde esperaría a sus hijos si no estaban ya con él. Entonces siguió hasta el primer bar que encontró, pidió una caña de vino, se la bebió de una vez, pidió otra y después de bebérsela se fue a otro bar para hacer lo mismo. Cuando salía del segundo bar, se encontró con Emeterio y Enrique, que iban con sus respectivas parejas.
—¿No decías que no ibas a salir? ¡No has querido salir conmigo! —le reprochó Eleuterio a su amigo.
—No quería salir como lo hacíamos antes: ya no tenemos edad para hacer barbaridades.
—Anda, ve a por tu mujer y os venís con nosotros, aquí en la cafetería os esperamos —le dijo Enrique después de saludarlo.
—¡Mi mujer no va a los bares! —contestó soliviantado—. Yo no soy tan moderno como vosotros… los de la capital. ¿Cuántas veces has ido tú de bares con Juana? ¿Quieres que te lo diga? ¡Nunca!
De esa manera se despidió Eleuterio de sus amigos: enfadado y dando tumbos camino de su casa a consecuencia del vino que había bebido.
Cuando Eleuterio llegó a su casa, Lina, su mujer, se echó las manos a la cabeza y empezó a recriminarle la forma en la que iba.
—¿Has empezado bien el fin de semana, eh…? No son las doce de la mañana y ya casi no te tienes en pie. Esta tarde cuando te espabiles, te vuelves a ir y traes otra borrachera. Ahora, que esto se va a acabar… Tú no sabes lo que te espera: como sigas así, te vas a quedar solo.
—Me han abandonado mis amigos: Enrique se ha vuelto decente desde que está con esa pájara y Emeterio se ha echado novia, y ahora van los dos con sus mujeres a la cafetería. ¡Que lo hubiese hecho antes cuando estaba con Juana! Quieren que vayamos tú y yo en pareja con ellos. Y les he dicho que mi mujer no va a los bares.
—Claro que no… vas tú por los dos. No he tenido nunca la ocasión de decirte si voy o no voy porque nunca me has invitado a ir.
—Si quieres nos vamos ahora mismo, me han dicho que nos esperan.
—¿Conforme estás…? ¡No me hagas reír! Así como estás no voy contigo ni a misa. ¡Ridículo, que es lo único que sabes hacer, el ridículo! Que no voy a los bares… Claro que no… no he tenido ocasión… Ya me gustaría ir contigo del brazo a cualquier sitio, a los bares también, pero para eso no deberías tener tanta ansia para beber: disfrutar no es emborracharse, pero eso no cabe en tu cabeza.
—¡Que no… lo vas a ver, no voy a beber nunca más! Me voy a volver más decente que los primgaos esos… qué se creen. Y esta tarde nos vamos todos a la cafetería: los niños también.
—Me voy a casa de mi madre, y cuando me demuestres que es verdad lo que estás diciendo, entonces nos vamos donde nos podamos divertir todos juntos. Esta tarde duerme la borrachera y vételo pensando: si cambias, vuelvo, si no, puedes ir buscando otra que te aguante, como lo ha hecho tu amigo Enrique. Te doy de prórroga hasta la semana que viene.
—¡A mí no me compares con mi amigo Enrique! Yo no te he pegado nunca y en la casa eres la reina. Aquí mandas tú, y yo no pongo ninguna objeción.
—¿La reina? ¡La reina de un rey borracho que no disfruta de su familia, ni deja disfrutar!
—Me voy a la cama, porque no nos vamos a entender y en las discusiones contigo, siempre salgo perdiendo. ¡Que no me lo explico… con lo malo que soy y siempre salgo perdiendo!
—Tú piénsalo, que esta vez va en serio: si cambias, vuelvo, si no, los niños y yo nos vamos a casa de mi madre y… allá tú con el problema de la bebida.
Eleuterio pensó que la amenaza que le hizo Lina de no volver nunca con él era para asustarlo como ya lo había hecho otras veces, pero después de estar dos semanas solo en la casa, aquella estancia se le figuraba una cárcel y empezó a pensar que su mujer tenía razón y hablaba en serio. Al final se convenció y como en su casa no bebía y sus amigos no lo acompañaban a los bares porque además de volverse decentes, como él decía, habían vuelto a Madrid, no le costó mucho deshacerse del vicio de la bebida. No era alcohólico empedernido, era borracho de ocasión. Después de dos semanas sin beber fue a rogarle a Lina que volviese y ella, sin demostrar que lo estaba deseando, volvió, pero no sin antes advertirle que volvía con la condición de no verlo borracho nunca más.
Aquella huida de Lina le sirvió de escarmiento a Eleuterio, aunque a veces, cuando salía de trabajar, había un “ramalillo” invisible que le tiraba hacia el bar, pero al verse solo pensaba que sin hablar con nadie no iba a disfrutar de la bebida y además estaba Lina, la “sargenta”, que nada más llegar le olería el aliento y se iría para siempre. Después de hacer todas esas cavilaciones pensó: Esto es lo que hay. Y regresó a su casa con el dolor de su alma sin beberse una cerveza.