EL ÚLTIMO ENCUENTRO
Año 1988 al 1990
Habían pasado tres años desde la última desavenencia de Enrique con su familia en casa de Patricia. Tres años de tranquilidad para Juana que, aparte del desencuentro que tuvieron sus hijos al ayudar a Rosalía para encarrilar a Enrique por el buen camino, no hubo contratiempos ni escaramuzas con él. No se sabe si después del divorcio se había concienciado que, aparte de los hijos, su exmujer y él ya no tenían nada en común. O simplemente era que Pedro estaba ahí, junto a Juana. Enrique ya conocía por experiencia el temperamento de Pedro cuando alguien se entrometía en sus asuntos, intentaba provocarlo, involucrarlo en algo que no había hecho o no había dicho e intentaba con malas artes pisarle el terreno. Quizá eso hizo que después de estar Juana con Pedro mereciese un mayor respeto por parte de su exmarido.
Cuando venía Enrique al pueblo con su nueva familia, se alojaba en casa de su madre, como ya sabemos, y por medio de ella mandaba recado a sus hijos. Patricia y Ricardo iban a visitarlo, pero siempre procuraban que las visitas fuesen cortas y la conversación lo más apartada posible de temas que pudiesen molestar y alterar a su padre. Únicamente hablaban con libertad cuando lo hacían con Rosalía y con Kike, como le llamaba la abuela al niño para diferenciarlo de Enrique en las conversaciones.
Esta vez Sebastiana no pudo ir a avisar a sus nietos como lo había hecho otras veces. Llevaba algún tiempo con dolores y le fallaban las fuerzas al andar, pero se mantenía en pie dentro de la casa y hacía las faenas propias de su vivienda, descansando a intervalos de tiempo. Desde que sufría esa dolencia, Patricia la visitaba cada mañana antes de abrir la tienda, la ayudaba en las haciendas más precisas y anotaba todo lo que necesitaba la abuela para que no tuviese que salir ella de compras. Al mediodía le llevaba lo que había comprado y se aseguraba de que se encontraba bien, dentro de su dolencia. Ese día, al volver después de las dos de la tarde a casa de la abuela, se encontró con su padre, la esposa y el hermano pequeño. Ese día, la abuela se tuvo que acostar después de irse Patricia por la mañana y no se había podido levantar de la cama. Enrique ayudó a levantarla y padre e hija vieron que le era imposible mantenerse en pie. Patricia la lavó, la puso de limpio y la volvió a acostar. Después le preparó la comida y le dejó el encargo para que le diesen de comer él o Rosalía. Después dijo que se iba, pero antes cogió a Kike en brazos y le dio un beso. Luego Patricia se despidió y salió a la calle para regresar a su casa. Cuando llegó, Ramón la estaba esperando con la niña para comer.
—¡Hoy va el día a la rabia y, además, no llego a tiempo a nada! —dijo Patricia a su marido a modo de disculpa por llegar tarde—. Hoy la abuela no ha podido ponerse en pie y he tenido que levantarla, lavarla y volverla a acostar. Mi padre estaba allí con su otra familia: él me ha ayudado a levantarla y ahora le estará dando de comer: es extraño que no haya protestado, porque nunca ha hecho nada en la casa; pero no lo ha hecho.
Patricia comió con prisas y después cogió a la niña, la envolvió en un chal y la llevó a casa de la abuela Joaquina para luego abrir la tienda.
Juana abrió el taller de costura y cuando cada una de sus empleadas estaba en la labor que ella le había asignado, fue a la tienda a ver a su hija y a preguntarle por la abuela Sebastiana.
—Hoy no ha podido levantarse —dijo Patricia con cara de pena—. Mi padre estaba allí y me ha ayudado a levantarla. Habrá que buscarle una mujer que la cuide cuando yo no pueda estar con ella.
—¡Tú no eres quien para disponer en casa de tu abuela! —Advirtió Juana.
—Entonces… ¿qué hago? Sola no puede estar día y noche, y yo no puedo ir a cada momento.
—Aprovecha que tu padre está aquí y dile que llame a su hermana para que sepa lo que pasa. ¡Que dispongan ellos! Conociendo a tu padre, es posible que piense que soy yo la que ha dispuesto que le busques una mujer.
—No tiene por qué… pero tiene usted razón —dijo la hija, convencida.
A la noche cuando Patricia fue a casa de la abuela a darle de cenar, le dijo que iba a llamar a su hija para que entre Enrique y Elena dispusiesen si había que buscarle una mujer. Sebastiana se mostró disconforme con esa decisión:
—No los molestes. Busca a alguien que te ayude a cuidarme, le pago y en paz.
—Eso no es así, abuela. Pueden pensar que he dispuesto yo sin contar con ellos.
—¡Tú no estás disponiendo, soy yo quien dispone!
—Pero ellos no saben eso.
—Da igual que lo sepan o no, en mi casa dispongo yo.
—Vale, abuela, no te enfades, se hará lo que tú digas. De momento, vendré yo.
—Tú por la mañana me das el desayuno y me dejas agua en la mesita de noche y no necesito a nadie hasta que vengas a mediodía, y por la tarde igual. Por la noche, Ramón y tú me levantáis, acondicionáis la cama y me volvéis a acostar. Una vez acostada, no necesito a nadie.
A la noche, Ramón y Patricia fueron, le dieron de cenar, acondicionaron la cama y la acostaron de nuevo mientras Enrique miraba. Al ver Ramón en las condiciones que estaba la abuela, no se lo pensó, llamó a su madre y la informó de las dolencias de Sebastiana, pero no le dijo que Enrique estaba allí.
Elena llamó a su hermano por teléfono para acordar qué había que hacer para que su madre estuviese atendida, pero no contestó nadie. Al llegar Elena a casa de su madre, vio a su hermano y comprendió el motivo por el cual no había cogido el teléfono.
—No quiero dar incumbencias —dijo la anciana al ver llegar a su hija—. Buscáis a una mujer y vosotros os vais a vuestra casa. Podéis venir siempre que queráis, pero de visita. Si hay alguna novedad, Ramón y Patricia os informarán.
Ellos, convencidos de que su madre hablaba en serio, obedecieron. Rosalía se hubiese quedado a cuidar de Sebastiana, pero sabía lo que había dicho su marido:
—Yo no puedo faltar al trabajo y tú haces falta en casa. Las madres son para las hijas… que busquen a una mujer o que se haga el cargo mi hermana.
Elena no sabía el pensamiento de su hermano, pero tampoco le importaba. Ella, sin contar con nadie, pensó quedarse durante algún tiempo, aunque también buscasen a una mujer. Informó a su marido de lo que iba a hacer y él fue conforme. Desde ese momento, José y Casimira volverían a Valencia mientras Elena cuidaba de su madre.
Patricia y su suegra se turnaban de día en las tareas que ocasionaba cuidar a Sebastiana y algún fin de semana Ramón llevaba a su madre a Valencia para reunirse con su familia. El domingo por la noche volvían al pueblo. Enrique venía en plan de visita y algunas veces encontraba a Patricia cuidando de la abuela. Llegaba y con total formalidad preguntaba por el estado de su madre y después volvía a preguntar por su nieta y por Ricardo.
—Están bien —contestó Patricia escuetamente.
—Quiero verlos. Trae esta tarde a la niña y dile a Ricardo que venga a verme.
—Vale —dijo Patricia tranquila al ver el talante sosegado de su padre.
A la tarde llevó a la niña y Enrique la cogió en brazos, pero Elenita lo extrañaba y al momento empezó a gemir y a echarle los brazos a su madre. Él, al ver el desapego de la niña a punto de llorar, se puso nervioso y quiso devolvérsela, pero Patricia estaba ocupada dándole de comer a la abuela y le instó a que siguiese con ella mientras acababa de darle la comida. En esos momentos, pasaba Ricardo y Enrique vio el cielo abierto y, antes de que su hijo saludase, le dijo con ímpetu acelerado:
—¡Toma a tu sobrina, que a mí no me quiere!
Ricardo, sonriente, cogió a la niña al mismo tiempo que daba las buenas tardes.
—Entiéndelo, no te conoce —dijo Ricardo a su padre—. Si te viese más veces seguro que querría que jugases con ella.
—¡Sería la única que me quisiese! —contestó Enrique con voz soliviantada.
—Vámonos, Elenita, que el abuelo se está poniendo nervioso.
—¡No hace falta que te vayas! Si le he dicho a tu hermana que vinieses es porque quería verte y hablar contigo.
—¿Qué quieres decirme?
—Nada en especial, que… ¿cómo te va en la vida?
—Bien. Tengo trabajo, tengo novia, tengo a mi madre y a mi hermana… ¿Qué más puedo pedir?
—¿Nunca me echas de menos?
—Ahora no. Antes sí echaba de menos tener un padre, aunque también sentía miedo cuando estabas cerca.
—Yo nunca sería capaz de hacerte daño. El orgullo de mi familia eras tú, y lo sigues siendo, pero nunca me has dejado demostrártelo. Cuando te vi vestido de soldado, tú no sabes qué alegría y qué orgullo sentí, pero al mismo tiempo me sentí decepcionado porque estuviste esquivo conmigo, y eso me dolió.
—Cuando tú sentiste esa decepción conmigo, hacía mucho tiempo que yo ya estaba decepcionado contigo. No veo mal que te sientas orgulloso de mí, pero también deberías sentirse orgulloso de los demás. La familia somos todos: mi madre también. ¿Era tan difícil comportarse como una persona normal? Si hubieses controlado tu mal genio y te hubieras comportado como un buen marido, ahora tu nieta no se asustaría de ti. No quiero hurgar más en lo que ya no tiene remedio y nunca negaré que eres mi padre a pesar de todo. Dame un abrazo si eso te sirve de consuelo y vamos a llevarnos bien de aquí en adelante.
Enrique, al contrario que otras veces, no contestó, correspondió al abrazo que le daba su hijo y, emocionado, sintió un nudo en la garganta. Al fin había conseguido lo que tanto había deseado desde que vio a Ricardo vestido de militar: que su hijo, además de como a un padre, lo mirase como un amigo; pero ese orgullo que ahora sentía por su hijo perdió todo su valor al fin de la conversación cuando Ricardo le dijo:
—Me caso dentro de dos meses y desde hoy mismo estás invitado, tú y tu nueva familia: los tres. Pero no quiero sones: si te vas a portar bien, ven; si no, no vengas, no quiero escándalos en mi boda. Con el que diste en la boda de mi hermana es suficiente.
—Me invitas y ahora me dices que no vaya.
—No te estoy diciendo que no vayas, te digo que te portes bien.
—Eso depende de ti.
—¿Que te portes bien depende de mí?
—Las dos cosas: de que vaya a tu boda y de que me porte bien. Tu madre es imprescindible, por eso no te voy a pedir que no vaya, pero el mierda ese que está con ella, no lo quiero ver allí, y menos con tu madre.
—Ese que dices no es ninguna mierda y va a estar con mi madre porque es su marido. Además, deberías aprender de él cómo tratar a una mujer: ahora es cuando mi madre se siente valorada. Ha tenido que venir un extraño a demostrarle que el matrimonio no es un infierno.
—Pues para ti tu madre y ese cabrón. Yo no voy a bodas de gente que no me quiere. Ya he visto que tu abrazo ha sido falso, como el beso de Judas.
—Piensa lo que quieras, dijo Ricardo decepcionado— esa reacción ya me la esperaba yo.
Habían pasado tres meses desde que Sebastiana quedó postrada en la cama y una noche cuando estaban todos reunidos en buena armonía, los llamó para decirles que estaba contenta a pesar del desenlace que sin duda se avecinaba.
—Sé que voy a morir, pero me voy en paz porque estoy convencida de que los enfrentamientos familiares han desaparecido. Ha hecho falta verme así para para estar unidos. Lo único que os pido es, que cuando yo me vaya, sigáis así.
—No diga eso, madre —dijo Enrique—. Pronto se pondrá bien y volverá a andar por la casa como antes. Necesitará ayuda, pero seguirá con nosotros viendo cómo mis hijos y yo nos entendemos.
—No me engañes, ni quieras engañarte a ti mismo: a la vida venimos de paso, y mis días se están acabando… Es ley de vida.
Sebastiana voló al cielo la siguiente madrugada después de haber hablado con su familia. Se llevaba la satisfacción de verlos a todos reunidos y la creencia de que ahora estaban todos en paz. En el duelo Enrique habló con sus hijos, con su hermana, con su cuñado José, con su sobrina Casimira, Eduviges y Ramón. Con este último, la conversación entre los dos fue más como suegro y yerno que como tío y sobrino. Enrique le dijo que le gustaría ver otra vez a la pequeña Elena, pero Ramón no hizo ningún comentario al respecto. Patricia sería conforme con que Enrique viese a su nieta después del comentario que hizo cuando, nervioso, le dio la niña a Ricardo; pero eso tenía que decidirlo ella.
Enrique no dijo nada a Ramón respecto a su silencio, pero pensó que, a pesar de aquella armonía familiar todo seguía igual. Que sus hijos le hubiesen hablado con él unos días antes y ahora en el funeral de la abuela, no quería decir que estuviese todo olvidado. Sin embargo, estaba equivocado: mientras Enrique no se metiese con Juana, seguirían estando a buenas con él, aunque fuese solamente con un trato cordial.
Cuando Ramón se separaba de su tío y suegro, llegaban Emeterio y María Vicenta y después de saludarse preguntaron por Rosalía.
—¡Está allí de cháchara con todo el que se cruza con ella!
Los dos amigos miraron y la vieron hablando con la familia de su marido y también con Juana. Enrique no le perdía ojo a las dos y al ver la armonía con que hablaban, empezó a sentirse molesto y cuando su esposa llegó a él, le mostró su enfado.
—¿Qué haces hablando con mi exmujer?
—¡Estaban todos juntos y ella se ha dirigido a mí mientras hablábamos! —dijo Rosalía, disgustada—. Yo no tengo nada en contra de esa persona y por educación he respondido a sus palabras.
—Te habrá hablado mal de mí, estoy seguro.
—No me ha hablado de ti, hemos hablado igual que el resto del grupo: de tu madre y del funeral. Nadie ha dado muestras de querer incordiar como tú lo estás haciendo.
—Yo no quiero incordiar, pero sé cómo piensa esa gente cuando se trata de mí. ¿Sabes que mi hijo nos ha invitado a su boda?
—No, no lo sabía.
—Pues te lo digo yo. Nos han invitado con la condición, según él, de que no arme jaleo. Le he dicho que vamos si no va la mierda del carpintero, y prefiere que vaya él antes que nosotros. Y tú todavía les estás dando la razón a ellos. ¡Sois todos iguales: estáis en contra mía!
—Tú hermana, tu cuñado, tus hijos e incluso Juana me han tratado con respeto: más del que tú me estás dedicando ahora. No tienes ninguna razón. No la has tenido nunca cuando has dicho que tu familia es mala.
—Hablabas de incordiar y ahora eres tú quien lo está haciendo —dijo Enrique, malhumorado.
—¡No incordio, me defiendo, y lo hago porque no tienes razón: no la has tenido nunca! Tu razón es ordeno y mando sin tener en cuenta la opinión de los demás.
—¡Ya vale! —dijo Emeterio queriendo poner paz entre los dos—. No seáis críos, así no acabaréis nunca de discutir y tú, ven conmigo que tenemos que hablar —le instó Emeterio a Enrique.
Mientras que ellos se separaban para hablar a solas, Mavi abrazaba a Rosalía compadeciéndola, pero sin hacer ninguna referencia a los malos modales de Enrique. Cuando los dos amigos estaban apartados Emeterio siguió haciéndole los cargos a su amigo:
—¿Cuándo te vas a olvidar de ella? ¿Noves que lo único que puedes conseguir es que esa mujer vuelva a ser la ruina de tu vida? Mira a tu esposa y cuídala, porque lo merece y te quiere. Si no la valoras, si no le das el trato que merece, posiblemente un día se alejará de ti y entonces empezarás a errar como lo hiciste después de separarte de Juana. Valora lo que tienes, porque es posible que nunca encuentres a otra mujer que te quiera como te quiere Rosalía.
—Enrique no dijo nada con respecto a los consejos de su amigo, pero esta vez, quizá por la tristeza y el sentimiento de haber perdido a su madre, en su silencio recapacitó y vio claro que su amigo tenía razón, pero la separación de Juana aún se le imponía, porque apartarse de ella había sido superior a sus fuerzas.
Pedro no estuvo presente en el duelo, se disculpó con Juana por dejarla sola, y ella lo comprendió. Él solo tenía que cumplir con Ricardo, Patricia y Ramón, y ya lo había hecho. Si se hubiese hecho presente en el funeral, Enrique habría sido capaz de montar un escándalo y echarlo a la calle.
Juana y Enrique, a pesar de estar cerca el uno del otro, no se saludaron: ella estaba allí porque la difunta era abuela de sus hijos y madre de Elena, su consuegra. También estaba por respeto a la difunta. Mientras intentaba ignorar la presencia de su exmarido, recordaba todos los pasos amargos que había dado en el tiempo que estuvo a su lado.
Enrique la miró de reojo y disimuló la fuerte impresión que había recibido al ver a Juana. Quiso convencerse de que esa persona ya no le importaba, pero no era cierto. Volvió a mirarla y sintió rabia y celos de pensar que estaba casada con otro siendo su esposa para toda la vida, según las normas de la Iglesia Católica. En esos momentos, vio que Juana se aproximaba al sitio donde estaba él. Iba con Eduviges, que se había acercado a ella para darle las gracias por guardar su secreto, igual que lo hacía Patricia. Enrique vio que al pasar por su lado no giró la cabeza para mirar, entonces él, bastante molesto, pensó pagarle con el mismo desprecio cuando tuviese la ocasión de tenerla frente a frente; pero no pudo resistir la tentación de mirarla de nuevo, siguió sus pasos avizorando qué hacía, y ante su asombro comprobó que su ex esposa y Eduviges se agregaban al grupo de gente que caminaba para cumplir con las personas del duelo. Juana, primero abrazó a José, después a Elena y al llegar a Enrique, con un tanto de reparo le mostró su condolencia, pero sin abrazarlo como lo había hecho con el resto de la familia. Él, aún más sorprendido que antes contestó gracias, sin ninguna muestra de resentimiento.
Cuando terminó el duelo se agruparon los dolientes para hablar y despedirse antes de emprender el viaje hacia su lugar de residencia. Juana y sus hijos desearon buen viaje a Elena, José, Casimira y Eduviges. Después, Ramón, Patricia y Ricardo abrazaron a Enrique y a su esposa, recordándoles este último que seguían invitados a su boda, pero Juana se mantuvo al margen. Sin embargo Rosalía si se acercó a despedirse de ella sin importarle lo que pensase su marido.
Cuando se separaron, Enrique siguió mirándolos: mitad resentimiento, mitad pesar, y lo hizo hasta que Juana, Ricardo, Patricia y su esposo se perdieron en la lejanía.