Primera parte - Ceniza

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Entonces el SEÑOR Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz el aliento de la vida; y fue el hombre un ser viviente. Y plantó el Señor Dios un huerto hacia el oriente, en Edén, y puso allí al hombre que había formado.

(...) Entonces el Señor Dios hizo caer un sueño profundo sobre el hombre, y este durmió, y Dios tomó una de sus costillas, y cerró la carne en ese lugar. Y de la costilla que el Señor Dios había tomado del hombre, formó una mujer y la trajo al hombre.

Génesis 2.7-8; 2,21-22

  1. Sofía

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En sus ojos.

La avidez espía una nueva puesta de sol, es el día que agoniza en las tinieblas.

Sofía observa los últimos rayos de sol que mojan la cúpula de la catedral de Santa María del Fiore. Mira la sombra del Campanario de Giotto que se funde con la del Bautisterio de San Giovanni, oscureciendo poco a poco la Plaza del Duomo.

Se muerde el monstruo deforme al centro de los labios. Los dedos tocan la cortina. Las uñas se hincan en la tela, la mano se cierra en un puño. El mismo puño que quisiera estrujar el corazón de Florencia.

Sofía se pregunta cuándo fue la última vez que paseó por sus calles, hundiéndose en aquel mar de personas que se desborda de los diques del Arno. Se pregunta cuándo se ensució entre la mugre de los establos, pisó el Ponte Vecchio, olió aquella maldita ciudad. Cuando osó adentrarse en Via de Tornabuoni, comprar un par de zapatos nuevos, o una falda, o un suéter. Un vestido maravilloso, el más costoso, más rebuscado, más inútil. La ropa que no mostrará nunca a nadie.

En sus ojos.

La ira araña la retina, es la luz que enceguece todo sentimiento.

Sofía se pregunta cuál fue el último día que entró en un bar o en un pub. Cuándo se sentía avergonzada, con el estómago en la garganta y la cabeza inclinada para evitar las miradas de las personas. Aquella timidez que se transformaba en luz, la luz que atraía las pupilas de miles de polillas curiosas.

Precisamente ella. La chica rica, la chica noble, la chica del rostro cubierto. El secreto deforme que desde años esconde en las vísceras de la villa Álvarez.

Y Sofía se pregunta, finalmente, desde cuándo se transformó en esa espectadora de su propia vida. En aquellos ojos encarcelados detrás de la persiana. Ojos que, desde la ventana, roban las imágenes de la periferia de Florencia y crean mundos. Se imaginan escenas, lugares, alegrías y dolores. Fantasmas invisibles que escuchan palabras mudas, perciben perfumes desconocidos y pulsaciones de miles de corazones.

En cada hora. Cada minuto. Latido tras latido.

Es una sincronía de acciones cotidianas, de gestos, de palabras, de saludos. Como el negocio de zapatos que levanta la cortina metálica a las nueve en punto, pero que ve siempre pocos clientes pasar el dintel. O el vendedor de periódicos delante del semáforo, y el tipo calvo que, de vez en cuando, se asoma a la puerta. El bar delante de la puerta de la villa, que día tras día conquista pequeños tramos de acera, quitando de su lugar a las florerías de buganvilias. Sofía conoce perfectamente sus horarios. Mesas llenas hasta las once, pocas personas durante la hora de comer. Es agosto, hace mucho calor.

Habría todavía mucho que ver, que decir y preguntarse. Con el paso del tiempo, Sofía aprendió a alegrarse de los pequeños cambios en el micromundo de la Grande Strada. La nueva insignia del negocio de comida en frente del bar, aparecida un lunes en la noche y oscurecida el día siguiente por un velo de plástico negro.

Pero la realidad es tan decepcionante. Tan repetitiva, tan incompleta.

Sofía espera. Espera un nuevo brillo de vida. Es solo cuestión de unos instantes, lo sabe bien. Solo se requiere un poco de paciencia. Finalmente, un suspiro de alivio, y entonces llegan. Un chico de cabellos rubios ceniza. Una chica delgada con un sombrero de lana. Él, con una chaqueta negra, ella con un abrigo violeta. Se encuentran a pocos metros del vendedor de diarios Se saludan con un beso en los labios.

En sus ojos.

El universo se mueve como una marioneta, es la envidia que se contorsiona como una serpiente.

De pronto, aquellos rostros lejanos asumen rasgos distintos. Los labios se mueven, pronuncian palabras que Sofía sabe leer e interpretar. Es la voz del odio que se nutre de venganza, el placer al infligir sufrimiento a sus maniquíes. En la Grande Strada, Sofía es el único Dios y monstruo.

Porque aquel chico se llama Marco, tiene veinticinco años, trabaja en una fábrica en Prato. Ahí encontró una chica, se llama Elisa. Pocas miradas, carcome la tentación. La excitación, el cortejo, la atracción. El sudor entre las sábanas. Sin embargo, Marco no es el príncipe azul.

Interpreta al tramposo, al cobarde, a la serpiente desleal. Y ahí es que aparece el títere de Sara, la verdadera novia de Marco. Y Sara los descubre, los ve, grita.

Sofía ríe. Mueve los dedos, tira de los hilos de las marionetas.

Sara los descubrió. Ahora ella es la protagonista, la Diosa. Se acerca a Marco, el monstruo. Le reclama todo. Lo insulta, lo deja con una bofetada en pleno rostro.

Luego sucede algo imprevisto. De pronto, Sara desaparece del escenario, como si nunca hubiese existido.

Marco sonríe y abraza a Elisa, frente a frente. Habla despacio, pronuncia malditas palabras de amor.

Sofía muestra los dientes. Solo ella puede decidir en el mundo que ha creado. Pero ¿qué está haciendo Marco? ¿Está besando a Elisa? ¿Por qué está tan feliz?

Qué pasión horrible. Qué promesa innoble. Qué esperanza maldita.

Sofía contiene un grito. Muerde el monstruo entre sus labios, tiembla de la ira. La Diosa ha vuelto a fallar. No es capaz de crear historias. Algo en ella se destrozó, los engranes se atascaron. ¿Qué sucede?, ¿qué está cambiando?, ¿qué se está destruyendo? Tal vez el aburrimiento que está devorando al odio, el odio que quema los hilos de las marionetas.

O solo basta esperar. Un minuto más.

Desaparecidos, Marco y Elisa. ¡Se han ido! Delante a otras marionetas. Otros dos chicos. Otros dos rostros que deformar, voces que exprimir.

Pero ya es tarde.

Porque el sol está abandonando aquel día, y pronto dará lugar a la amiga luna. Una amiga triste, que deberá contentarse con la soledad de una cama rosada que cubre todas las estrellas de Florencia.

Es la noche.

La que Sofía conoce menos, la Florencia puta que quisiera explorar y espiar. Así cierra la persiana. Baja las cortinas dejando una pequeña abertura para dejar pasar un poco de aire.

El silencio se cierra a su alrededor. La insatisfacción es un demonio que escucha en las sombras y olfatea cada movimiento. Sofía podría encender la luz y leer un buen libro. Descender las escaleras, ir a la sala y torturar el control remoto de la televisión. Ayudar a Ana a preparar la cena.

Sin embargo, se siente más a gusto en el silencio. Se acerca a su tocador plateado. Un mueble que le disgusta, la herencia inviolable de la abuela Freira. Barroco, de madera oscura, con las patas contorneadas y el espejo oval de marco incrustado de rizos y motivos florales, sofocado entre la cómoda y el armario.

La encarnación del masoquismo que la empuja cada noche a sentarse en el tocador.

Isabella había pedido a la sirvienta Ana que lo moviera a su estancia. O en la de huéspedes. O en el piso inferior. Donde sea, con tal de que estuviese lejos de su hija. Pero Sofía se había rehusado categóricamente. Isabella hubiese roto todo espejo de la villa, esconder cada superficie reflejante, acabar con cualquier atadura al pasado.

Sin embargo, Sofía, quedaría siempre como única diosa de su habitación. Al menos ahí, en su mundo.

Sofía respira. La penumbra ya ha devorado la mitad de su habitación. El aburrimiento y el tiempo asoman en la oscuridad, listos para acompañarla en su enésima noche.

Pasa una mano por la ménsula y toca el marco, liso de plata. Apenas ve la fotografía, pero sabe perfectamente quienes están retratados. Isabella y León, sus padres, que se abrazan con fuerza mostrando la eterna felicidad de los Álvarez. Pose plástica impecable.  La toma que debe replicarse, agrandarse, ostentarse. El símbolo insondable de un amor eterno.

Sofía toca la segunda foto. Ahí dentro reposa abuela Freira, la adoradora del tocador. Un cuerpo demasiado delicado, un corazón demasiado frágil que el odio de Florencia hizo callar años atrás. Freira está sentada en el sillón grande de terciopelo violeta con las manos unidas al pecho, con una sonrisa apretada que se abre camino en una maraña de arrugas.

Luego, está la tercera foto.

Sofía toca con el índice el marco de alabastro. El pulgar diseña un semi-círculo sobre el vidrio. Ni un grano de polvo.

Sacude la cabeza.

Basta. El tiempo, su amigo en la sombra, le susurra que debe pensar en otra cosa. En la cuarta fotografía, donde está retratada Sofía. La chica enmarcada por la ventana, en la fachada de villa Álvarez de unos doce años.

Desde aquel maldito día. El día del Jardín de Ceniza.

Sofía se voltea un instante. Su mirada se posa sobre el librero en el fondo de la habitación. Está envuelta en la oscuridad, pero un hilo de luz ilumina el tercer replano. No hay libros, está ocupado por la colección de tortugas. De todo tipo. Vidrio, piedra, plástico, e incluso de trapo.

La angustia le bloquea la respiración. Abre la cajita de fósforos y frota uno sobre la superficie áspera. Un crepito, el olor de azufre. Enciende entonces la vela, deja que la llama tímidamente la envuelva en su cono de luz.

Se gira de lado, mira a su derecha con el rabillo del ojo. El espejo le devuelve la imagen de una chica con una bata blanca, que se pega al cuerpo delgado pero proporcionado. Un mechón de cabellos castaños con una ligera sombra cobriza, largos hasta los hombros. La nariz tan definida que parece obra del escalpelo de un escultor. Un pómulo un poco prominente. Y la Sofía de la Derecha, la que todos adoran mirar.

Luego, inclina la cabeza y deja que los rizos le caigan sobre el rostro. Baja la mirada sobre la llama de la vela y se gira lentamente. Un grado. Diez grados. Ochenta grados. La lengua sigue la línea de los labios, se moja sobre la protuberancia al centro.

Noventa grados.

Y entonces aparece la Sofía de la Izquierda. La mejilla hueca, fruncida por las cicatrices rojas como lava. Surcos sobre la cara, crestas de un desierto. La oreja es una estatua de cera derretida al fuego. La ceja desaparecida, el ojo estrangulado por los párpados. La nariz pende de lado como la torre de Pisa. Los cabellos se vuelven escasos, como si tuviesen disgusto de acercarse a aquel horror. Porque la Sofía Siniestra es vergüenza, pena y horror. Es la eterna condena, la repulsión.  Es la eterna condena, el castigo sin rescate. Es un corazón en sangre que susurra algunas palabras.

—En una tierra de Dioses y de monstruos, era un ángel que vivía en el jardín del mal esplendiendo como un faro en llamas.

La mirada de Sofía se posa sobre la figura dentro del tercer marco de alabastro.

Hay un chico feliz y alegre, con una sonrisa contagiosa. Dos ojos que brillan de vida.

El dolor ya no es un eco lejano. La bestia se despierta con la puesta de sol, le recuerda la desesperación de su existencia. Le seca la garganta, hace salir lágrimas de los ojos. Lágrimas que descienden silenciosas y rápidas sobre la Sofía de la Derecha, que se hunden desorientadas en la Sofía Siniestra.

Pero la noche ha llegado. Y con ella la oscuridad y el silencio.

Sofía se pone de pie.

Apenas se inclina.

Y apaga la vela.

  1. Sofía

Sofía se viste para la noche.

Chaqueta y pantalones de algodón oscuro, una blusa violeta y un par de zapatos negros con un poco de tacón, uno de los tantos regalos de Isabella por sus veinte años. No le gustan porque son demasiado brillantes y elegantes, pero ha transcurrido más de un mes desde su cumpleaños y no los ha usado todavía. La madre ya le ha dado una indirecta, y quiere contentarla.

Medias sonrisas, respuestas educadas, infinita condescendencia. Ingredientes esenciales para un día sin molestias y monólogos con pretextos que se transforman siempre en lecciones de vida.

Está lista.

Recoge los cabellos en una cola, deja escapar un suspiro de alivio. No es necesario maquillarse, para aquella noche, puede evitar el pesado polvo. No debe perder tiempo buscando en el cajón para elegir un pañuelo, un broche, una bufanda.

Ninguna amiga de su mamá se espera para la cena. Puede ser ella misma, sin actuar, sin recorrer las mismas estratagemas para esconder la mitad de su rostro. Isabella es un volcán de ideas y encuentra siempre nuevos modos para matar a la Sofía de la izquierda. Su rival, la eterna enemiga que busca sepultar desde los doce años. Una lucha que la Sofía de la Derecha observa como espectadora aterrada, luego se acostumbró. Ahora solo está aburrida, porque la batalla entre la madre y la gemela desfigurada es una rutina que se repite al menos una vez a la semana.

Sofía descarta aquellos pensamientos. Verifica la hora, son las ocho en punto. Dentro de media hora, Ana la llamará para la cena, puntual como un reloj suizo.

Sale de la habitación, cierra la puerta sin hacer ruido. Atraviesa el pasillo envuelto en la penumbra, desciende las escaleras hacia el piso inferior mirando de reojo las hileras de retratos colocados en la pared. Dos perfectas líneas oblicuas que reasumen el cementerio de la descendencia de los Álvarez. Todos los muertos de su familia, historias que conoce de memoria.  No pasa día en que su madre no se las recuerde, porque se debe honrar la descendencia noble.

Honrar los orígenes españoles. ¿Por qué motivo? ¿Debería estar grata por la herencia de la familia? ¿Una inmensa villa, helada y silenciosa, una cúpula de hielo que sofoca en un laberinto de pasillos, callejones sin salida, puertas cerradas? ¿La riqueza que ya desapareció hace años?

¿Tal vez alguien de esos malditos fantasmas podría borrar el Jardín de Cenizas?

En aquella pared hay un cuadro que Sofía no puede ignorar. Se detiene en el escalón, aprieta el pasamano. Observa largamente el rostro de Eleónora Álvarez de Toledo, en la copia del célebre retrato de Bronzino. Eleónora, la segunda duquesa de Florencia y primera mujer de Cosme I de Medici, conocida por su carácter altanero; pero también por su belleza. Mora, de ojos castaños, rasgos perfectos y dulces en un rostro oval caracterizado por una fascinación aristocrática y fina. 

Sofía siempre se queda fascinada por Eleónora. Tan seductora, decidida y amante del arte. Artífice del Palacio Pitti y del Jardín de Bóboli, truncada por la malaria a la edad de cuarenta años. Envidiada y adorada por toda la vida. Sería la hermana perfecta que nunca tuvo.

Sofía llega a la sala y abre la puerta de la cocina. Ana se encuentra delante de la mesa, está cortando una berenjena. Con movimientos mecánicos, rápidos y precisos.

Levanta la cabeza, le guiña el ojo. Sofía intercambia con ella una sonrisa. Ana tiene cincuenta años, que lleva bien demostrando al menos diez menos. Tiene los cabellos siempre cuidados, negros como la brea, atados atrás de la nuca. Sus ojos son de un verde tan intenso que, en ocasiones, parecen brillar como esmeraldas. Pero Sofía no ama su belleza, siempre se quedó encantada por aquel carácter decidido y resuelto.

Ana siempre fue la única en tener la cabeza de su madre.

Fue contratada como nana cuando Sofía apenas tenía ocho, para luego volverse camarera, cocinera, es decir, de todo. Con el tiempo, su rol se había transformado en el de consejera oficial de los Álvarez. Cuando León volvía a Florencia, era la primera que iba a consultar para darle un reporte detallado de lo que había sucedido durante su ausencia. Problemas, molestias, contratiempos y, naturalmente, confidencias sobre el estado de salud y humor de la hija. Isabella entonces andaba echa una furia: ¿por qué debía consultarse con una camarera cuando tenía una mujer? Es más, ¿Por qué debía esperar a aquellos esporádicos fines de semana cuando podía simplemente hacer una llamada? ¿El trabajo era tan intenso y estresante que no le concedía ni un minuto en la noche para su familia?

Algunos años más tarde, León pidió a Ana que dejara el apartamento en renta en la periferia y que se transfiriera a la dependencia de la villa, era inútil que cada día desperdiciase más de una hora en los medios de transporte, mucho más cuando la habitación que le dieron era un inútil armario. Isabella se había opuesto inmediatamente, pero luego debió bajar la cabeza cuando el marido agregó una nota fundamental: ofrecer alojamiento a Ana reduciría su ingreso. El dinero era cada vez menor, la ayuda de Ana indispensable. Con el pasar de los años, la relación entre Ana e Isabella se había enfriado, se encontraban de acuerdo solo cuando hablaban de la importancia de las tradiciones de la familia. Sobre lo demás peleaban todos los días. Isabella impartía órdenes, Ana criticaba sus decisiones. Isabella amenazaba con correrla, Ana le respondía que estaba dispuesta a irse el día que León lo desease. Y León, lejos de Florencia, ignoraba aquellos molestos encuentros que hacían eco entre las paredes de la Villa Álvarez.

Estos y muchos más, eran pequeños secretos que Sofía no debía saber, pero el microcosmos de la Villa Álvarez tenía miles de ojos y miles de orejas, muchos de los cuales eran los de Sofía.

Ana toma una cacerola y le vacía las rebanadas de berenjena.

—¿Todo bien, Sofía Evita? —le pregunta encendiendo el horno.

Sofía suspira. Nunca pudo hacerse llamar solo con el primer nombre. Según Ana, Evita es la marca de su descendencia, Sofía suena, en cambio, como algo reductivo, anónimo, despreciable.

Hoy, sin embargo, Sofía no quiere polemizar. Es una batalla, la del nombre, que ha perdido hace años.

—Más o menos —le responde sin inmutarse—. ¿Necesitas ayuda?

Ana levanta los hombros.

—Casi termino, en menos de veinte minutos la cena estará lista. ¿Tienes hambre, Sofía Evita?

La otra sacude la cabeza.

—No mucha, a decir verdad. Pero me gustaría ayudarte, de vez en cuando. Es decir, si me lo pides. Y luego, ¿por qué no? Quisiera aprender a cocinar.

—¿Cocinar?

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?

—Nada. No sabía de esta nueva pasión tuya.

—Sí, creo que pueda agradarme.

—Pensaba que preferías estar en la habitación. Leyendo, escribiendo... ¿no tienes más de qué ocuparte, Sofía Evita?

—Me ocupo de lo que me interesa.

—Observación correcta, pero Isabella... —Sofía levanta una mano. Sonríe.

—Comprendo. Isabella no lo aprobaría. ¿no es así?

—Sabes lo que piensa del estudio.

—El estudio. Maldición, no hago más desde hace veinte años. Estudiar, estudiar. Leer aquellos malditos libros. Puedo decidir sola cómo ocuparme.

Ana asiente. Finge no estar de acuerdo, pero Sofía nota el destello de sus pupilas. Aquel brillo rebelde que quisiera apoyar cada una de sus decisiones.

—Y es una observación correcta también ésta. Pero, como sabes, tu madre no es de la misma opinión. Ya hemos hablado de ello. Demasiadas veces, te o aseguro.

—Sí, lo sé bien. ¿Qué dijo la última vez...? Ah, sí. Cocinar es reductivo. ¿También piensas eso?

Una sonrisa se dibuja en los labios de Ana. Es un momento, luego se vuelve seria.

—No creo que cocinar sea reductivo.

—Entonces encontrarás el momento para enseñarme a cocinar.

—Pero, Sofía Evita, por ahora no eres tú quien me paga. Se me dan instrucciones precisas de León. ¿Puedes pasarme ese paño, por favor?

Sofía tomó el paño, se lo dio resoplando.

—Oh, te lo ruego. No me vengas con mi padre ahora. Imagínate si le interesa si pierdo una hora al día para cocinar...

Sofía se detuvo. Nota entonces un detalle que se le había escapado. Ana está preparando solo dos platos.

—No digas eso, sabes que tu padre te quiere mucho, pero la situación en el trabajo es cada vez más difícil. En China todo es más complicado.

—¿No cenas con nosotros esta noche? —La interrumpió Sofía.

—Te haré compañía, no te preocupes.

—Comprendo. Dos platos. Tú y yo. ¿y mamá?

Una cita imprevista, eso me pareció entender —le respondió Ana.

Lástima que Ana no sea buena para mentir, y Sofía lo sabe bien. Se pregunta entonces por qué Isabella omitió este pequeño detalle. León no ha vuelto de China, y no recuerda cenas de trabajo donde ella debe tomar las veces del marido, tal vez con algún comerciante de Prato y sus alrededores. Desde hace semanas, los negocios están ahogados en una monotonía extenuante.

Sofía ya sabe la respuesta. Es algo más que una simple sospecha o paranoia.

—Bien, Ana. Nos vemos dentro de media hora. Pero desde mañana me enseñarás a cocinar.

Sofía no le dio tiempo de replicar. Se volteó, cerró la puerta de la cocina a su espalda, llegó a la entrada de la Escuela, en el micromundo de Villa Álvarez, es la biblioteca donde ha estudiado por años. Un aula gigantesca llena de estantes colmados de libros y polvo, una clase formada de una sola persona: Sofía. Y muchos profesores anónimos de los cuales no se acuerda siquiera el nombre.

Sofía se había lamentado por aquel aislamiento forzado, pero se le había explicado que era una precaución necesaria para evitar peligro de infección. Tendría una recaída, sufriendo las penas del infierno. Y Sofía recordaba perfectamente el infierno sobre su rostro. Los atroces dolores, las noches insomnes, el eterno silencio. Los momentos interminables en que oraba que todo terminase, que aquella oscuridad se la tragase borrando todo dolor.

Esta fue la historia en la que creyó cuando era una niña de ocho años. En seguida, sin embargo, Sofía intuyó que no existía algún riesgo de infección y que su salud no estaba comprometida al frecuentar clases con otros alumnos. Decir mentiras a los niños tiene un efecto colateral imprevisto: hay que agigantarlas al crecer. A menudo, sin embargo, se olvida este detalle.

Sofía duda en girar la manija de la Escuela.

Inhala. Exhala.

Ha llegado el momento de afrontar a Isabella Álvarez.

  1. Lorenzo

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—¡Ve, Lorenzo! —Voces a lo lejos que emergen de un estruendo de aplausos. Unos instantes, luego el silencio lo envuelve—. ¡Lorenzo!

Otra voz, más cercana. Proviene de las primeras filas. Lorenzo la reconoció inmediatamente, es la de Marco. Está feliz de que haya venido, como se lo había asegurado unos días atrás. En realidad, no se esperaba más, Marco es un chico bueno, pero poco fiable. Su presencia, sin embargo, le ayuda y le infunde valor.

Lorenzo tiene las manos sudadas, la luz apunta sobre él incendiándole los cabellos.

Una inclinación hacia el escenario y se sienta en el taburete. Apoya la pica del violoncelo en el suelo, el clavijero sobre el hombro. La mano izquierda toca “f” dibujada en la caja, acaricia las cuerdas hasta las clavijas. La derecha ya empuña el arco. Aprieta el instrumento entre las piernas y busca relajarse.

Toda excitación se evapora.

Baja la cabeza. La orquesta a su espalda recibe la señal. La música se difunde en la sala.  Las notas le llegan acariciándole la piel. Se insinúan en sus orejas, resonando en la mente. Lorenzo se deja ir hasta que la música se posesiona de los sentidos.

No escuchar más. Ningún rumor, ningún olor.

Están de nuevo solas. El alma y la música. Fusionados en una sola entidad.

Ya no tiene miedo ni ansiedad. El arco resbala a través de las cuatro cuerdas, mientras que los dedos oprimen el clavijero para disminuir o aumentar la frecuencia. Es la Suite para Cello número 6 en re mayor, de Joahnn Sebastian Bach.

Una melodía que Lorenzo no ama particularmente, pero que se le fue impuesta por el maestro. En realidad, fue un buen acuerdo: la escala de canciones que había propuesto había sido toda rechazada, pero con la apertura de Bach salvó las últimas dos melodías.

La música impera.

Lorenzo se hunde en el inconsciente, las manos se mueven sin que se dé cuenta. No comete ningún error, en perfecta sincronía con la orquesta. No se maravilla. Hace cuatro meses que ensaya aquellas piezas, cada nota y vibración.

Exhala. Abre los ojos.

En la oscuridad ve la música. Es una tempestad de luz que ondea delante de los ojos, un triunfo de colores que esfuma en el naranja y el turquesa. La Suite para Cello terminó, los bajos se sobreponen en las últimas notas del violoncelo.

Pellizca ahora las cuerdas y enarca la espalda.  Desde la sala no llega ningún aplauso. ¿No agradó la ejecución? ¿Algo no funcionó? Lorenzo deglute, imponiéndose la calma. No puede dejar espacio a dudas o incertezas, debe seguir.

—O Fortuna, velut Luna statu variabilis, Semper crescis aut decrescis.

Esas palabras en el fondo acompañan los Carmina Burana de Carl Orff. El maestro fue inflexible: no más de un minuto. Una melodía demasiado abusada, a su punto de vista, pero según Lorenzo, puede ser reinterpretada con el violoncelo en una versión totalmente original. En verdad es solo un pretexto para llamar la atención del público. Lorenzo piensa que la elección de Carl Orff, rara vez utilizado para el recital de fin de año, habría suscitado interés. Así que se deja transportar por las notas, hasta que cambia nuevamente el registro, esta vez, sin pesos muertos. La música se enriquece de arcos y la batería hace su aparición.

El cierre. Un homenaje a un grupo finlandés, Apocalyptica, de ritmo heavy metal e instrumental sinfónico. Ha luchado con todo porque no le cancelasen la pieza. Audaz y provocativo, así lo definió el maestro. Pero el músico de los Apocalyptica, Perttu Kivikaakso, es la demostración de que el violoncelo no es solo un instrumento hecho para la música clásica. Que el pop no tiene nada de errado y que estos dos mundos se pueden fundir.

Un día, Lorenzo quisiera volverse como él, y hacer conocer el violoncelo a los chicos de su edad. Porque es cierto, a los veinte años hay un universo qué descubrir.

Lorenzo está listo para la última secuencia de la canción “Quutamo”. Es un tramo difícil, porque requiere el uso de la tuerca de mariposa. Una posición incómoda, que, sin embargo, el permite llegar a las notas más agudas. No puede fallar, debe mostrar al maestro que se había equivocado. Y debe demostrarlo también a sí mismo.

Baja toda defensa y se abandona a la música.

El arco incide en las cuerdas. Al comienzo es como un lamento en un desierto de emociones. En el fondo, la batería es el sonido triste de tonos en el horizonte. La tempestad de sonidos se acerca, lista para despertar aquel dolor en el que se ha rendido por años. Y entonces, la música de susurro se transforma en gemido, luego en grito. Deja caer la cabeza hacia delante, la mece suavemente, mientras que los rizos cubren la frente, los ojos, las mejillas. Llega al éxtasis de los sentidos, el sufrimiento emerge con prepotencia, borrando la aceptación de una vida que ha sufrido sin compromisos.

Luego, de pronto, vuelve el silencio.

La orquesta calla a su espalda. El violoncelo, estrecho entre las piernas, ha dejado de cantar. Y el arco vibra todavía, firme a mitad del aire, como una espada ensangrentada.

Lorenzo terminó. No tiene más que agregar. Se inclina en el silencio.

La mano aprieta el clavijero, temblando. Tal vez el maestro tenía razón, ha desafiado a la suerte saliendo del repertorio clásico. Tal vez exageró. Tal vez.

Pero se equivoca. Un segundo después lo aturde una ovación de aplausos. Los presentes gritan su nombre, se ponen de pie.

Un minuto. Dos minutos. Los aplausos no tienden a disminuir.

Entonces, Lorenzo abre los ojos.

Y ve nuevamente la tempestad.

Pero esta vez es solo una tempestad de sombras.

*

Lorenzo deja el violoncelo y el arco en su estuche, cierra los broches. Sigue la operación con lentitud, acariciando el instrumento como si fuese un objeto sacro. Con la mano toca el asiento de un sillón.

—¿Buscabas esto?

Se yergue.

—¿Maestro?

Estira el brazo, aferra el bastón. Se pone de inmediato las gafas de sol.

—Soy yo.

Lo escucha suspirar. Tal vez no está satisfecho por la exhibición.

—¿La comisión ya se pronunció? —le pregunta Lorenzo con un hilo de voz.

Silencio. Estos son los mementos en que Lorenzo quisiera que sus ojos lo ayudasen, revelando las expresiones de los rostros que lo rodean. En cambio, una vez más, se debe contentar con una silueta que se corta en la oscuridad. Inmóvil, como siempre, con gestos repentinos, casi golpeados. Vanni Boschi, el maestro que por diez largos años ha creído en su capacidad y siempre lo ha alentado a seguir la pasión por la música. Pasión que luego se convirtió en una verdadera y propia razón de vida.

Lorenzo le debe todo. Fue él quien le hizo descubrir el amor por el violoncelo, llenando con las notas una vida cada vez más oscura. Años de enseñanza severa, casi obsesiva, que, sin embargo, no habían podido distraerlo del sufrimiento por la ceguera, dándole la esperanza de que existiese todavía algo por qué luchar.  Y ahora, Lorenzo llegó al recuento. Porque no es solo uno de tantos recitales de fin de año. Se habla de una beca de estudio, gracias a la cual, podría finalmente coronar su sueño, alejarse del conservatorio, llegar al exterior. Francia, España, Inglaterra.

Lorenzo no quiere que Vanni note su ansiedad. No quiere desenterrar viejas discusiones, en las que lo acusaba de querer solo huir de Florencia.

Espera sin decir una sola palabra. Pero aquellos segundos son de ansiedad. Espinas que se meten en las pupilas apagadas. No escucha movimiento, ni su respiración. La silueta oscura se vuelve una estatua. Luego, un ligero movimiento en la cabeza.

—Tu ejecución ha sido extraordinaria. Lo sabes, no me gusta admitir mis errores. Me equivocaba, la elección era correcta.

—Los temas los elegimos juntos. Nunca hubiese reunido a Bach, Orff y Apocalyptica.

—Como sea —continúa después de una pausa—. Estoy seguro de que los miembros de la comisión están impresionados...

—¿En serio?

—Sucede rara vez que un alumno decide cerrar con una pieza de heavy metal.

—En realidad no es heavy metal.

—¿Tal vez era Beethoven y no me di cuenta?

—¿Un sinfónico rítmico? —Bromea Lorenzo.

El maestro se suelta a reír. El otro se sorprende, de pronto, le reserva respuestas sintéticas y glaciales.

—De cualquier manera, sí, estoy muy satisfecho. Y te diré, en el palco, la ejecución tuvo un efecto diferente respecto a los ensayos. Estaba... conmovido. Diferente a las precedentes.

—Y sucesivas, supongo. Estoy feliz. —exclama acercándose un paso.

—Ahora la mala noticia.

Lorenzo se detiene.

—¿La mala noticia?

—Lo sabes, siempre vienen juntas.

—Los sorprendí, pero ¿las calificaciones serán bajas?

—No, estoy convencido de que no lo serán —le asegura, pero el tono de su voz se entristece.

—¿Entonces?

—La beca será asignada solo después del recital de la escuela de Fiesole.

—¿Cómo? Es... ¡absurdo! —se irrita Lorenzo—.  ¿Una sola beca para los alumnos de dos conservatorios?

—Y el premio fue reducido en treinta por ciento. —Lorenzo contiene la ira. Quisiera aferrar la silla y arrojarla contra la pared. Ya de por sí era una beca miserable, ahora bastará apenas para la inscripción en una escuela de segunda categoría—. Lo siento. —Lorenzo asiente—. Tal vez el próximo año habrá más fondos, suficientes para salir al extranjero —continúa Vanni. El próximo año. Doce meses. Trescientos sesenta y cinco días. Un tiempo más que suficiente para encontrar otra excusa. Lorenzo se da vuelta, toma el violoncelo. No tiene deseos de discutir ni de indagar sobre qué posible calificación le asignará la comisión. Un punto más o menos no hará diferencia—. De cualquier manera, no lo veas todo negativo. Ser juzgado uno de los alumnos más prometedores del conservatorio es un buen resultado. Sabes, durante estos recitales participan siempre personas importantes.

—Imagino —replica Lorenzo en voz baja. Lástima que sea el mismo comentario del año pasado, pero ninguno vino a tocar a su puerta. Toca los símbolos impresos en el cuadrante del reloj de pulso—. Se ha hecho tarde, debo volver a casa.

Cuando levanta la cabeza, se da cuenta de que el maestro se ha colocado a la derecha. Detrás de él, entrevé otra sombra.

Una sombra que le es familiar.

—Felicidades, Lorenzo.