6. Lorenzo

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Lorenzo olfatea la oscuridad.

Se sumerge en un mundo de olores. Las flores en los arbustos, los cipreses al lado de la calle, la tierra húmeda. El aire está fresco y limpio, sin aquel sabor nauseabundo que impregna el corazón de Florencia.

Lorenzo escucha la oscuridad.

Es un reino de paz y silencio, interrumpido apenas por el piar de las aves y por las voces de mujer a lo lejos.

Lorenzo examina la oscuridad.

Mueve el bastón, encuentra un obstáculo. Lo golpea en cuanto espera su respuesta.  Escucha un rumor metálico, una vibración que resuena solo por pocos segundos. Una música que con los años ha aprendido a reconocer muy bien.

Se encuentra delante del portón de la entrada del cementerio.

No hay necesidad de pedir explicaciones a su padre. Esto es lo que quería decir cuando le dijo que quería festejar el recital de fin de año. Había previsto todo, sin decirle nada. Un día especial: Lorenzo, Jacopo e Irene.

La familia reunida, más allá del tiempo y del espacio.

De lo visible y lo invisible. De la luz y la sombra.

Padre e hijo prosiguieron en el camino principal del cementerio, sin decir una palabra. Hablan solo sus respiraciones. La mano de Jacopo busca la de Lorenzo. La aprieta.

Giran a la izquierda, pasando por una pequeña capilla, a lo largo de un sendero de grava. Lorenzo conoce la calle. Va al cementerio una vez a la semana desde hace dos años, siempre solo.

Al comienzo no fue fácil. Tomar el autobús, descender en la parada justa, moverse sin tropezar. Todo debido a quien deja las bicicletas en medio de la calle. Demasiado difíciles de advertir con el movimiento del aire o con el bastón. Poco a poco, Lorenzo si ha ambientado, logrando orientarse entre los varios senderos del cementerio. Fue suficiente algún mes para hacer el mapa en su mente con cada camino.

Unos pasos más, una vuelta a la derecha. Una pequeña subida. Ya, han llegado.

Lorenzo se aleja, zigzaguea entre las lápidas. Llega a la de la madre, la tercera en la segunda fila. Se arrodilla y apoya el bastón en el suelo. La palma de la mano toca la superficie de la tumba. Es de mármol, liso y frío. Con los dedos toca las letras grabadas en la piedra. Su nombre: IRENE. Su fecha de nacimiento y de muerte. La inscripción: “EL AMOR VE MÁS ALLÁ DE LO INVISIBLE”.

Lorenzo apenas tenía ocho años cuando su madre lo abandonó. Irene no sufrió: la leucemia la llevó en menos de tres meses.

Las lágrimas de llenaron en los ojos apagados de Lorenzo. La vida es absurda. Más, cínica. En los últimos dos años Jacopo e Irene habían desperdiciado toda energía para combatir al Ladrón de Luz, la bestia que le mordía la vista llevándose un poco cada día. Con tenacidad, esperanza, sin desistir nunca. ¿Y luego? La desgracia había tocado nuevamente a la puerta de la casa Cassai entrando por la puerta de servicio.

Los recuerdos de la infancia, sin embargo, son confuso.

Pasó mucho tiempo, Lorenzo perdió la percepción del color. Pero algunas escenas son impresas en la memoria como las letras en la lápida. Son sensaciones que le arañan el alma, cicatrices que no desaparecen nunca.

Dentro de él, en su cabeza. Una voz cálida que susurra el nombre de su padre.

“—Jacopo...”

“Jacopo...”

Me acuno en el silencio escondido detrás de una cortina.

La mamá está acostada en la cama, el cuerpo debajo de la sábana.

Las piernas y los brazos son delgados como juncos, la piel estirada en los pómulos es una máscara de papel maché. Los ojos celestes están rodeados de halos morados, los labios agrietados como tierra árida, los cabellos rubios se adhieren cansados a la almohada. Recuerdo lo bellos eran, rizos de oro, como los míos. ¿Qué le sucedió a mamá? No logro moverme, me escondo detrás de la puerta.

“—Irene, estoy aquí”.

Ella voltea la cabeza esbozando una sonrisa. Mi padre tiene los anteojos sobre la nariz, los cabellos grasosos y muy largos, que hacen más evidente la calvicie. La barba está creciendo, la carne es pálida. Parece que perdió diez años de vida.

Mis padres están sufriendo tanto. ¿Tal vez es mi culpa? ¿Es culpa del Ladrón de Luz? No sé cómo podría ayudarles. Me cuesta observar qué sucede en la habitación, los ojos me duelen cuando me concentro demasiado. Es como mirar a través de la cerradura de una puerta.

Un pequeño círculo de colores que se ahoga en un mar de oscuridad.

“—Todo está bien, tesoro, llamé ya al doctor. Nos prescribirá otras medicinas, verás”.

Mamá gime.

“—No, Jacopo, no quiero gastar más dinero. Hace falta, lo sabes”.

“—No digas tonterías...” responde él, pero se detiene. Dice algo en voz baja que no percibo.

Mamá intenta levantarse sobre la almohada, pero se rinde después del segundo intento.

“—Sabes bien que no hay más qué hacer por mí. Es inútil perder tiempo”.

“—No es verdad, algo podemos hacer”.

“—Sí, curar a nuestro hijo. Ese es nuestro deber. Lorenzo es tan pequeño, tan frágil...”

Papá se levanta. Está nervioso. Los brazos se le endurecen, luego se distienden impotentes a lo largo de la cintura.

“—Irene. No es justo. ¡Cristo no es justo!”

“No sirve de nada, Jacopo. No te enojes y ven aquí, conmigo. Siéntate”.

No la escucha. Apoya una mano en la pared, baja la cabeza. La ira sale de la garganta. Jacopo cierra el puño, intenta golpearlo contra la pared.

“—¿Por qué Dios se ha vuelto contra nosotros? Dime, maldición, ¿qué hicimos mal?”

“—Era nuestro destino”.

“—¿Destino? ¿Era destino que no pudiésemos tener hijos?

“—Adoptar a Lorenzo fue nuestra alegría más grande. Estoy feliz de lo que ocurrió”.

“—Una alegría que duró pocos años, Dios...”

“—¡No blasfemes, Jacopo! ¡No en esta casa!”

La voz de la madre desaparece en un golpe de tos. Él se voltea, vuelve a sentarse al lado de la cama.

“—Pero ¿por qué Dios quiso que un niño tan pequeño sufriese? ¿Por qué se ha vuelto contra nosotros? ¿Cuáles son nuestras culpas? Dios mío. Piedad”.

“—El sufrimiento es la puerta hacia la fe”.

“—Tú eres una mujer de fe, Irene. No yo. Yo no tengo esta fuerza, ¿comprendes? No lo lograré. ¡No podré nunca sin ti!”

Me arrojo contra la pared. ¿Comprendí bien? ¿Qué quiere decir sin mamá? ¿A dónde irá?

El corazón me palpita tan fuerte en el pecho que puedo escuchar sus latidos, como toques vacíos de campana. No, mamá no puede estar tan mal.

“—Siempre has sido un buen padre” —continúa después. Una lágrima baña su mejilla y resbala por su mentón, escondiéndose bajo la sábana—. Lorenzo curará, estoy segura. Dentro de una semana, un mes, un año. No importa. No debes demorar, porque hay solución, una cura. Prométemelo, Jacopo”.

“—Y tú estarás con nosotros. Con nosotros para siempre”.

“—¡Prométemelo!”

Tiene los ojos abiertos, inyectados de rojo.

“—Te lo prometo, tesoro”.

Mamá cae en la almohada, exhausta. Entonces, comprendo que hay algo que está mal, su enfermedad ya es más grave de lo que imaginaba. Sin embargo, debía ser un horrible frío. Fiebre. Algo ligero, así me habían dicho. Eran solo mentiras, entonces. La garganta se vuelve árida, las sombras se retuercen en aquel único ojillo abierto al mundo.

Lo siento. Él vuelve. El Ladrón de Luz puede encontrarme donde sea, incuso cuando me escondo detrás de las cortinas.

“—Tengo miedo, Jacopo”.  —Mi padre se inclina, la besa en la nuca. Tiene los rasgos del rostro contraídos, los labios tiemblan—. ¿Ves? No soy la mujer de fe que imaginas. No soy tan fuerte. Tengo tanto miedo.

¿Por qué tienes miedo, mamá?

“—¿Qué me sucederá, Jacopo?”

¿Qué le sucederá, papá?

“—Siempre estaré contigo. En tu viaje”.

¿A dónde irás, mamá?

Las fuerzas están por abandonarme. Es aquel maldito miedo que se retuerce alrededor del estómago y sube a los pulmones.

El terror es una descarga bajo la piel. Me obliga a salir de mi escondite. Porque, estoy seguro, esto solo lo estoy imaginando. Es solo un malentendido. Entonces avanzo un paso, quiero verla a la cara.

Es un momento.

Un rasguño en pleno rostro. Los colores se deshacen. El círculo de luz se cierra en una fisura sutil.

El Ladrón de Luz ha vuelto. Rápido y helado como una oleada de viento.

Traicionero. Invisible. Ineludible.

Me roba otro poco de cielo. El último que me quedaba.

“—¿Lorenzo?”

—¿Lorenzo?

La voz de Jacopo lo trae a la realidad.

Lorenzo besa la punta de los dedos y toca la foto de la mamá. Está feliz de que el mundo de las sombras no haya borrado el recuerdo del rostro de su madre, aunque teme que, año tras año, la imaginación lo haya cambiado un poco. Tal vez los ojos eran más celestes, la nariz meno puntiaguda, los labios más carnosos, los cabellos menos rubios.

—Gracias. No podías hacerme un regalo más bello, papá. Hace tanto que no veníamos juntos al cementerio.

—Demasiado tiempo por muchas cosas. Podemos siempre recuperar, ¿no?

—Sí, podemos recuperar.

—¿Te acuerdas de su rostro? Tenía unos ojos bellísimos.

Lorenzo se limita a bajar la cabeza. Es tan difícil hablar de mamá, es un tema que siempre han evitado. Pero esta vez, lo intenta.  Porque la única manera para matar el dolor no es ignorar su existencia. Se precisa llorar para dejar de sufrir. Se precisa de gritar su nombre hasta que deje de lacerar el alma. En ocasiones, se precisa pedir ayuda. En ocasiones, basta solo un abrazo.

—Recuerdo que era muy bella. Recuerdo sus manos... la piel de terciopelo. Y el olor de sus cabellos, tan perfumados. Un olor tan intenso, particular, único.

—Rizados y rubios como los tuyos. —Jacopo se acerca y lo aprieta en un abrazo. Lorenzo intenta devolverlo, no está acostumbrado a aquellas demostraciones de afecto. Sin embargo, se siente protegido como hace años que no sucedía—. Voy a poner agua a las flores —le dice Jacopo con la voz cortada por el llanto.

Lorenzo se queda en silencio, siente los pasos del padre que se aleja por el camino. Entonces se voltea y se quita las gafas de sol. Aprieta los ojos, trata de enfocar la foto en la esquina de la lápida.

Un rectángulo oscuro. Se esfuerza nuevamente, ruega a Dios para que le permita ver nuevamente su rostro. Un solo segundo, no pide nada más.

Pero Dios no atiende su plegaria. Lo que Lorenzo logra ver solo es una mancha indistinta.

Lorenzo se dobla sobre la rodilla. Y quiere gritar.

Gritar piedad al mundo.

Arrancar la piedra.

Excavar la tierra con las uñas hasta volver con Irene.

Tocar su rostro con las manos, cada centímetro. La nariz, la boca, los ojos. Así, está seguro, no la podría olvidar nunca.

Quisiera tener el violoncelo.

Quedarse sentado junto a la foto de su madre.

Tocar por horas.

Y verla a través de la música.