13. Sofía

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El sentimiento de culpa no le da tregua durante todo el viaje de retorno.

Mentira, omisión. ¿Cuál es la diferencia? Ha engañado a Lorenzo. Se aprovechó de su ceguera a su favor, encontrando un valor que nunca hubiera tenido, anulando toda forma de miedo o vergüenza.

Pero si Lorenzo la hubiese visto en realidad, ¿qué habría sucedido? ¿Le habría hablado de Klaus Nomi, del violoncelo? ¿Habría paseado con ella por tres horas hasta la fuente de Neptuno? ¿Le habría dado su número de teléfono esperando una nueva cita?

No. Habría vuelto a llamar a su perro. Habría bajado la mirada por la pena y se hubiese alejado. Son escenas que Sofía vive desde los ocho años, experiencias que conoce muy bien.

Debía decirle la verdad. Encontrar un modo para hablar de su pasado, del incendio, del rostro desfigurado. Sería honesta, al menos. Quién sabe, tal vez no hubiese tenido diferencia. Lorenzo es ciego, no la habría visto, de cualquier manera.

O tal vez no. Robó a la honestidad solo medio día, mientras el destino le había llevado toda la vida sin pedirle permiso ni darle otra posibilidad. Tiene el derecho de ser feliz por algunas horas. Por un atardecer se ha colocado el atuendo de la princesa Álvarez, no de la chica desfigurada escondida detrás de las cortinas de la villa. Y luego, fue el perro el que se acercó, Lorenzo quien le pidió pasear. Ella no hizo nada malo.

Sofía entrecerró los ojos. Siente que lo merece, que merece personas que le hablen, la respeten, la consideren como todas las demás. Sin que se detengan a elegir las palabras adecuadas, a dudar un instante de más debido a un pliegue en su rostro. Atraídas por la fascinación de la fealdad y, al mismo tiempo, alejarse por el horror.

Llega al portón de la Villa Álvarez. Ya sabe cómo comportarse. Nunca volverá a llamar a Lorenzo. No le telefoneará. No será así de mezquina y llevar adelante esa puesta en escena. Es fuerte Sofía. Siempre ha sentido serlo. Pero tal vez podría aceptar un enésimo rechazo. Una excusa ausente.

Ya aprendió a convivir con sus dos mitades. Con la Princesa del Este y con la Bruja del Oeste. No puede destruir la soledad sustituyéndola con maldad, no está tan desesperada por descender a estos compromisos.

Sofía aleja todos los pensamientos. Tabula rasa, porque ahora debe afrontar a Isabella. Y tiene una vaga idea de que la madre no habrá apreciado su salida inesperada.

“La belleza es el pecado. La vista es su tormento”.

Sofía se detiene. Aprieta los puños en el hierro del cancel. Busca regular la respiración y calmarse. No ha pasado aún el umbral de casa cuando la locura vuelve a apoderarse de ella.

Una mano sobre el hombro. El hielo le penetra dentro de los huesos. Se gira aterrorizada, ve un rostro fuera de foco. Le cuesta un poco reconocerlo. Es un chico que lleva un casco y un traje de motociclista.

—¿Sam?

—No me digas que acabas de volver —le dice apoyando el casco en el manubrio de la moto.

—Sí. Di un paseo.

—Uno muy largo. Podías decírmelo, ¿no? Fui a las afueras de Florencia, podías venir conmigo.

Asiente.

—Tal vez otro día. Hoy quería estar sola.

—Comprendo. —Se acerca y le da un beso en la mejilla—. ¿Mañana volverás a buscarme?

Sofía se pierde en sus ojos. Ojos que la ven por la que es. Con Samuel no hay muros, mentiras, explicaciones que dar. Puede ser ella misma.

—Podría ser.

—¡Diría que es una buena idea! —exclama Samuele entusiasta—. ¿Cómo fue?

—¿Dónde?

—Afuera —le dice, señalando la calle.

Afuera. Era todo lo que Sofía deseaba. Solo en aquel instante llegó la consciencia de lo que había sucedido. Una sonrisa se dibuja en su rostro.

Sofía venció.

—Bien. En verdad estuvo muy bien.

—La próxima vez iremos juntos. Vendré por ti, aunque tire los muros con los puños.

Los muros de la villa. Los que esconden su vida. Su secreto. Su madre.

—Debo irme. Es tarde.

—Entonces dime dónde y cuándo.

—Te llamo yo, mañana —le dice despidiéndolo antes de que pueda agregar más.

Llega corriendo a la entrada, busca las llaves en la bolsa. Espera que Isabella esté todavía afuera con su nuevo amigo. Entra, cierra la puerta sin hacer ruido. Le bastarían unos segundos para llegar a las escaleras y refugiarse en la oscuridad de su habitación.

—Sofía.

Sofía no se da vuelta, el espejo colocado en la pared de la entrada le devuelve una silueta. Un rostro que avanza hacia la luz.

Una máscara de ira.

—Mamá.

—Son la siete.

—Menos cinco.

—No comiences. —la detiene—. Sofía deja caer las llaves en la charola sobre un mueble. Es una batalla que aquel día debía haber evitado con todo su ser—. ¿Saliste? ¿Saliste de casa?

Sofía sostiene su mirada. Se quita el pañuelo.

—Como ves, entré por esa puerta. Y no, no di un paseo de ida y vuelta hasta el portón.

—No es para bromear. ¿Cuándo saliste?

Sofía sabe que es inútil mentir, Ana le habrá dicho todo señal por señal. Pero no se da por vencida.

—¿Tiene importancia, mamá?

—Preferiría estar al corriente de tus salidas.

Deja la bolsa en la silla.

—No tengo una agenda muy ocupada, lamento decepcionarte.

—¿Dónde estuviste?

—De paseo por Florencia.

—Entonces, ¿dónde?

—¿Es un interrogatorio?

—¿Es secreto?

—Es posible, —le responde dándole la espalda. Dentro de ella se enciende el deseo de provocarla, de hacerle saltar los nervios. Salió y volvió serena. Sin incidentes. Y quiere disfrutar de esa victoria.

—Sofía, déjate de este juego. Me estoy preocupando por ti.

—Jardín de Bóboli.

Isabella la fulmina.

—¿Hasta el Jardín de Bóboli? ¿Tan lejos?

—No mucho, un cuarto de hora de autobús. —toma una pausa, elige las palabras con cuidado. Aquellas afiladas como la hoja de un cuchillo—. Casi no lo recordaba. ¿Te acuerdas cuando me llevabas de pequeña? Lástima que ya no vayamos juntas.

—¿Con quién estuviste?

Sofía escruta su reacción. Disfruta de aquella ira que intenta explotar, restringida en una hipócrita educación.

—Sola, mamá. Yo, conmigo. Ella y la otra. —Dice, señalado con el índice la mitad de su rostro.

—¿Por toda la tarde sola?

Sofía se sienta. ¿Por qué no le dice la verdad? No hay nada de malo en ostentar una victoria.

—Conocí a un chico mientras paseaba en los jardines. Nos pusimos a conversar. De todo. El tiempo voló.

—Y el tiempo voló.

—Sucedió.

—¿Y cómo se llama este chico?

—Lorenzo.

—Lorenzo. ¿Y luego?

Sofía contiene la carcajada.

—No le pregunté su apellido. Pero si quieres puedo pedírselo rápidamente.

—No eres divertido.

—Nunca lo he sido. Culpa de los orígenes españoles, estoy privada del humorismo inglés.

—¡Deja de bromear conmigo! —Grita Isabella, con el rostro hecho fuego. Sofía la observa complacida. Llegó a su objetivo—. ¿Por qué motivo? Encuentras a una persona, hablan. Es absurdo olvidarse de pedirse el apellido. Estás mintiendo, Sofía.

—Y dime, ¿por qué te mentiría? —le pregunta impasible.

—Vas al Jardín de Bóboli, encuentras a un chico cualquiera y pasan toda la tarde juntos. Creíble.

Sofía espera impaciente.

—Sucede encontrar a personas e intercambiar una charla. ¿Qué no es creíble?

—Un desconocido que quiera pasar la tarde contigo.

La observa con atención. Isabella siempre vivió en la convicción de poder controlar su vida, una certeza granítica que nunca ha puesto en discusión, fortalecida por las mil de obsesiones de la hija. Ahora, sin embargo, la crisálida se está agrietando. Todas las seguridades de Isabella están por caer.

—Entonces un desconocido no tendría el placer de hablarme solo porque tengo el rostro desfigurado.

—¿Quieres hacerte la víctima? ¡Déjate de eso, Sofía! Es la verdad a la que te debes habituar. Debías haberlo aceptado hace mucho. —Sofía está habituada. Podría contarle de la ceguera de Lorenzo, pero así sería como admitir que tiene razón. Entonces elige el silencio. No tiene deseos de vencer aquella batalla—. En cambio, me dices mentiras. A mí. A tu madre. Después de todo lo que he hecho por ti. —la regaña Isabella.

—No-estoy-mintiendo.

—Estabas con Samuele Ricci, ¡maldición! ¿Piensas que soy una idiota? —Sofía levanta la ceja. Se yergue. A eso quería llegar, no lo había pensado—. ¡Fuiste en moto con él! ¡Todo el día! —Grita la madre, fuera de sí.

Y entonces Sofía se da cuenta. Aquella maldita ventana de la habitación que da a una parte de la Grande Strada. También ella se ha vuelto su víctima.

—Lo acabo de encontrar afuera por casualidad, solo hace unos minutos.

—Claro, pura casualidad —replica Isabella con sarcasmo.

—Sucede que somos vecinos.

—Suceden muchas cosas, hoy. Dime, ¿te quieres vengar de mí? ¿Estás contra tu padre?

Sofía no quiere ceder. No quiere destruir aquel bellísimo día.

—Es la verdad, ya sea que lo quieras creer o no. Y la discusión termina aquí.

Se da vuelta para ir a su habitación, pero no llega ni a la escalera cuando Isabella le aferra el brazo.

—¡No he terminado! ¡No te atrevas a darme la espalda! Grita todavía, apuntándole con el índice—. Había sido clara. ¡No debes ver a Samuele!

—Sam es mi amigo.

—¿Amigo? —Se suelta a reír. Una carcajada que la atraviesa como un estilete entre los omóplatos—. No eres ya su amiga desde hace tiempo. ¡Desde hace años!

—¿Ahora decides también quienes son mis amigos?

—Tú nunca has tenido amigos. —la corrige Isabella.

—Samuel no tiene que ver. No le des culpas que no tiene.

—¿Y debería importarme algo? ¡Los Ricci nos arruinaron! —Sofía se libera de su mano. Todavía, por enésima vez. Todavía el odio que muerde cada alma de aquella familia, infecta cada ser viviente de la villa—. ¿Cuántas veces debemos hablar de eso?

Sofía sube un escalón.

—Dale la culpa al juez que emitió la sentencia. Él es el único culpable.

—¡Un juez corrupto! ¡Pagado por Tommaso Ricci!

—¿Tienes las pruebas? —la desafía.

—Claro, porque León no hizo nada malo.

—Usó una patente de la que no tenía licencia.

—¿Ahora te volviste una experta, Sofía?

—Fuiste tú quien me obligó a estudiar economía.

—¡Fueron esos malditos! Ellos nos han metido...

Sofía sube otro escalón.

—Es una guerra de ustedes, no mía ni de Sam. Déjanos fuera, por favor.

Isabella la mira con una expresión de repugnancia.

—Deberías avergonzarte, Sofía. Si no hubiésemos debido pagar aquella multa e hipotecar la villa, hoy tendrías el dinero para curarte.

Las palabras queman como lenguas de fuego. Llegan a la garganta, intentan subir.

—No estoy enferma, mamá.

Isabella levanta los brazos en señal de rendición.

—Está bien, déjalo así. Volveremos a hablar mañana con calma.

El papel que ha actuado todos esos años le impondría asentir, subir poco a poco las escaleras, refugiarse en su habitación, sumergirse en la oscuridad, apartar las cortinas, espiar a la Grande Strada, mover sus marionetas, alimentarse del odio y de la envidia para finalmente profundizar entre las sábanas. Sola con sus lágrimas.

Esta vez, sin embargo, el odio se transformó en algo diferente. En una energía que no sabe explicar, en una determinación que no pensaba poseer.

—No, ninguna calma. No habrá necesidad —le dijo entonces con tono seguro—. Porque, mamá, desde mañana, las cosas cambiarán. Como ha sucedido hoy. Mañana saldré con Lorenzo, el amigo imaginario que no tiene miedo de caminar al lado del monstruo de Sofía. Mañana caminaré sola, lejos de esta maldita prisión. Mañana iré con Samuele, porque él no tiene ninguna culpa. Ni yo.

Isabela subió las escaleras, la alcanzó en un instante, con los ojos inyectados de sangre.

—Oh, sí que estás en culpa, ¡lo sabes bien!

Y ahora el acto final. La última puñalada. Aquella de la que no sabe defenderse. La que le llega directo al corazón y lo atraviesa con violencia.

Retrocede. La cabeza le gira, Todo lo que siempre ha temido ya no es la excusa de sus obsesiones. No es una gota de angustia, ni un granito de desesperación. Aquella voz maligna y llena de consciencia finalmente ha tomado vida.

—Buenas noches, mamá.

—Ingrata. No tienes respeto ni por mí ni por tu padre. —Sofía intenta irse, pero no logra contener la ira.

—No tengo respeto por mi padre, me dices. ¿y tú? ¿Quién era el hombre con el que saliste esta mañana tan aprisa?

Isabella duda para responder. Presa del contraataque.

—Un colega del trabajo. Que tiene las riendas de la empresa cuando León no está.

Mentira. Basura. Sofía conoce cada centímetro cuadrado de la Villa. Cada pequeña vibración. Y su madre forma parte de este pequeño universo que se está cayendo en pedazos.

—Un padre que para huir de esta casa ha llegado a la otra parte del mundo. ¿Sabes? En todos estos años siempre creí que había sido por mi culpa. Aquella culpa que acabas de echar en cara. Pero me equivocaba, ¿sabes? Mi padre huye de ti.

Esas palabras resonaron en el aire incluso cuando la bofetada le cayó en pleno rostro. Isabella desciende un escalón, con la mano todavía levantada. Se gira y desaparece más allá de la puerta.

Sofía inclina la cabeza.

Deja que los cabellos le escondan el rostro.

Pero no permite que ninguna lágrima la traicione.