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¿Lorenzo?
Lorenzo abre los aojos, el mundo se ha hundido nuevamente en la oscuridad de las sombras.
—Soy Sofía. ¿Lorenzo? —No es nada grave. Solo el calor, o un descenso de presión. Sin embargo, aquel sonido fastidioso, aquel rostro que alcanzó a ver por un segundo, un mechón de cabellos que asomaba bajo un pañuelo rojo—... ¿Lorenzo?
Desecha esos pensamientos. Sofía llegó.
—¡Hola, Sofía! Puntualísima.
—Lo sé, las chicas deberían hacerse esperar, al menos media hora. Así debe ser. Si quieres, me doy una vuelta por el Ponte Vecchio y regreso dentro de poco.
Sonríe. Sofía está de buen humor, está feliz.
—Quería excusarme.
—¿De qué? —le pregunta Lorenzo preocupado.
Le toma el antebrazo y se encaminan por Lungarno.
Lorenzo está sorprendido de aquella inesperada confianza.
—Por esta mañana. Enviarte un mensaje fue una idea en verdad fabulosa.
—Pero no, te excusaste ya y no había necesidad. Recibo a menudo mensajes, ningún problema.
—De alguna manera, me siento avergonzada. Sé que no es lindo decirlo.
—Fuimos sinceros ayer, lo debemos ser hoy.
—Es que no sé cómo comportarme, tengo miedo de cometer un error.
—Basta que te comportes de manera natural.
Sofía respira.
—Quisiera evitar fingir demasiada educación. De alguna manera, creo que fastidia.
—Exacto, tienes razón. Entonces, para comenzar di “ciego”. Detesto cuando se quiere esquivar una palabra usando su forma negativa.
—Sí, también yo detesto las formas de cortesía. Son tan hipócritas.
—Y antinaturales. Cuando ves a una persona fea, ¿por qué debes decir que no es bella?
Sofía se toma una pausa.
—Exactamente, porque hoy no es un día no frío.
—Hoy hace un calor infernal. ¿Sabes? Yo adoro el verano.
—Bendito clima artificial. Yo prefiero un poco más lo fresco. ¿En verdad te gusta este calor pegajoso?
—Sí, en verano el mundo de sombras se vuelve un poco más claro.
Sofía se queda en silencio, Lorenzo se apresura a explicar.
—Mira, mi ceguera no es total. En la oscuridad puedo entrever siluetas más o menos distintas.
—No lo sabía.
Lorenzo percibe una nota de molestia en su voz. Trata de bajar los tonos.
—Además odio el invierno. No tanto por el frío, sino por la nieve. Los ruidos se vuelven sordos, pierdo puntos de referencia y es un gran problema. Arriesgo con darme en la cabeza contra un árbol.
Sofía se suelta a reír, así Lorenzo aprovecha la ocasión para romper el hielo.
—Perdóname si soy franco y directo, pero no te debes avergonzar.
—Estoy de acuerdo. Lo que más odio es la pena enmascarada de amabilidad.
Lorenzo sonríe.
—No me siento en dificultad para hablar de ello. Incluso me agrada.
El tono de voz de Sofía se endulza.
—Estoy contenta. Entre otras cosas, descubrirás que soy una total torpe en estas cosas.
A Lorenzo no se le escapa aquel verbo al futuro. Aprenderán con el tiempo.
—Ya estoy habituado. De cualquier manera, siéntete libre de decir lo que te pase por la cabeza, sin pensarlo un momento.
—Tú no tienes idea, Lorenzo. Soy capaz de decir cosas horribles. En ocasiones es mejor que esté callada.
—No funcionaría. Adquirí poderes extraordinarios y sé descifrar incluso los silencios.
—Entonces para mí no hay salvación —ríe Sofía, luego se pone seria—. No es fácil, imagino.
—No lo es, sobre todo para las personas que están cerca. Al comienzo estaba deprimido, me la tomaba con las personas, transformaba el sufrimiento en odio. Era intratable. Luego, poco a poco, aprendí a convivir con mi ceguera.
No tenía más opciones.
—¿Siempre fue así?
Virgilio ladra una vez, se están acercando a un semáforo.
—Es una historia larga —dije Lorenzo—. ¿Seguro de que te quieres aburrir a muerte?
—Estoy acostumbrada a los dramas. Convivo con ellos siempre.
—Bien, entonces te sentirás a gusto conmigo.
Sofía le aprieta el brazo. Atraviesan el paso peatonal.
—Te advierto, no ganarás la palma de oro del chico más desafortunado del planeta.
—Acepto el desafío. Entonces, el aquí presente, Lorenzo Cassai fue dejado en un orfanato de Florencia, inmediatamente después de nacer. Un bello paquete postal.
Sofía se detiene.
—Oh, lo siento.
—Nunca supe quienes fueron mis padres biológicos y, con honestidad, no me ha interesado nunca mucho.
—Lo siento.
—Sofía, acabo de comenzar. Se te secará la garganta de tanto decir “lo siento”.
—Pero así no vale. Parto en desventaja.
—Te había dicho que era una guerra perdida desde el principio. ¿Estás segura de querer continuar o prefieres hablar de otra cosa?
—Hoy prefiero hablar de ti. De nosotros, de alguna manera. —se corrigió.
Lorenzo está feliz de que la discusión se haya vuelto tan íntima de pronto.
—En realidad, éramos una familia perfecta, por lo que puedo recordar. Era muy pequeño cuando el “Ladrón de Luz” vino a visitarme.
—¿Ladrón de luz?
—Lo llamaba así. Era una sombra que de vez en cuando me venía a ver, y cuando se iba, mi vista empeoraba cada vez más. Al comienzo solo eran molestias en presencia de fuerte luminosidad o dificultad en los lugares oscuros. Más tarde, el Ladrón de Luz me robó la capacidad de distinguir los objetos más pequeños.
—¿Por ejemplo?
—Un tornillo, luego un lápiz. Luego una cuchara.
—Lo siento.
—¿Sofía?
Ella ríe.
—Ok, basta, tienes razón.
—Tenía cinco años, no me daba cuenta. Fue la maestra de la escuela elemental la que llamó a mis padres para advertirles que no podía ver las letras más pequeñas. Cuando me sometí a una visita al oculista, el médico comprendió inmediatamente que no se trataba de miopía.
—¿Qué era?
—Tiene un nombre horrible, como todas las desgracias de este mundo. Retinitis pigmentosa. En práctica, es una enfermedad que ataca las células de la retina, a las que no llega ya sangre. Dejan de funcionar, como lámparas que se apagan poco a poco. La situación empeora en pocos meses, el campo visual siempre es más estrecho hasta volverse un pequeño círculo. Luego, la oscuridad.
—¿No existe cura?
—No, nada, ni un modo para disminuir la degeneración. Es una enfermedad hereditaria, así me dijeron. Bueno, estoy obligado a creerlo dado que nunca tendré oportunidad de verificarlo. La considero una herencia de mi madre biológica, el último de sus regalos.
Sofía se detiene y se gira hacia el Arno.
—La medicina y la ciencia hacen milagros, sin embargo, todavía no pueden curar muchas enfermedades. —Agrega a flor de labios.
Lorenzo le apoya una mano en el hombro.
—No es del todo verdad. En el extranjero, la medicina está dando pasos gigantes. Algo también en Italia.
—¿Entonces?
—Experimentos con oxígeno, investigación en el campo de ingeniería genética, injerto de células de la retina, inmunología, hasta el ojo biónico. Parece ciencia ficción, pero no lo es. De alguna manera, algo aburrido y costoso.
—Pero ¿podría funcionar? —replica inmediatamente.
—No lo sé, pero sin el progreso científico estaría en problemas. No sabes cuántas herramientas tecnológicas me permiten vivir con un mínimo de autonomía. No existe solo el braille, para aclarar. Pero hace falta tanto dinero, tanto.
—¿Y para intentar esta medicina de vanguardia?
—Más de lo que me pueda permitir en las próximas tres o cuatro vidas.
Sofía disminuye el paso.
—Lo imaginaba.
—Pero tal vez, un día las cosas cambiarán.
—Cuando sea demasiado tarde.
Sofía se arrodilla para acariciar a Virgilio, que está dando señal de sufrimiento.
—Lo siento solo por quien está cerca. Nunca he querido ser un peso para nadie.
—No sabes cuánto te comprendo.
—Los míos me han hecho todo lo que podían hasta endeudarse. Pero ahora prefiero vivir serenamente a continuar esta inútil lucha.
—No es inútil. No se debe dejar de luchar, Lorenzo, nunca.
—Es muy cansado. Mucha decepción.
—¿Entonces? ¿Por qué tirar la toalla? —le dice, tomándolo de las manos—. Fuiste tú quien dijo que la medicina está dando pasos enormes.
—Lo sé, pero ilusionarse con que algo puede cambiar hace daño.
—No hay necesidad, te comprendo.
—Ya decidí cómo quiero vivir mi futuro.
—¿Cómo?
—Así como me ves ahora.
Sofía toma una pausa.
—Dijiste que debemos decirnos todo lo que pensamos, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces no estoy de acuerdo. No se puede saber qué curas inventarán. No es justo darse por vencido.
—La esperanza es un cuchillo de doble filo.
—Bien, entonces tengo que hablar con tu madre para hacerte cambiar de idea.
—Mi madre ya no está —responde helado Lorenzo. Una ducha fría que hace calar un silencio imprevisto.
—Lo siento. ¡Dios mío!, ¿Por qué no puedo callarme? —murmura Sofía.
Lorenzo apoya la espalda a una pared. Sonríe.
—Y ¿por qué? No podías saberlo. La perdí hace doce años, leucemia.
—Perdóname por favor.
—¿Qué dices? ¿gané la palma de oro del más perdedor? —ironiza.
Sofía lo abraza. Lorenzo se yergue, no se esperaba una reacción similar e imprevista. Intenta torpemente devolver el gesto, con la mano toca la nuca y advierte la tela del pañuelo. Es lisa como seda.
—Estás por buen camino, Lorenzo, pero te acabaré en el siguiente Round. Escucha, ¿Qué dices si vamos al parque a hacer correr un poco a Virgilio?
—Buena idea, —replica—. ¿Sabes?, tu pañuelo tiene un bonito perfume.
Sofía se detiene.
—¿Mi pañuelo?
—Sí, huele a madera de sándalo.
Su voz se hace suave.
—Era el perfume preferido de mi abuela. Lo uso todavía.
—¿Sufres de migrañas?
Ella espera un poco antes de responder.
—Sí, por el sol. Y, además, soy afecta a este pañuelo. Me gusta portarlo. Me siento protegida. Y adoro el color rojo.
Prosiguen a caminar, mientras Sofía le cuenta de su abuela Freira.
Lorenzo apenas comprende lo que le dice.
No logra dejar de pensar en el pañuelo rojo.