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—¿Debería estar celoso de tu nuevo novio?
Sofía se frota los ojos, luego apoya lentamente el vaso de té sobre la mesa. Trata de encontrar una respuesta educada, pero la pregunta la ha puesto nerviosa de pronto.
—Sam, Lorenzo no es mi novio. Somos solo amigos.
Él dobla la cabeza a un lado.
—Entonces las cosas se complican. Si es una guerra entre amigos, combatiremos como iguales. Lorenzo no vencerá, sábelo.
—Eres un idiota.
—Eres una ilusa.
Samuel se levanta de la silla. Lleva un par de pantalones de algodón negro, una camisa gris donde asoma una corbata amarilla. Se cortó los cabellos, los ojos verdes resplandecen como gemas.
—Solo tengo una pequeña observación —continúa Sam, mirándola—. También somos amigos nosotros, sin embargo, me parece que yo no he tenido el mismo trato. Durante la última semana viniste una sola vez a verme. ¿Puedes darme explicación?
—Para precisar, hay que agregar tres llamadas en internet, una con el móvil, y varios mensajes. —puntualiza Sofía.
—Seis mensajes, para ser precisos. De cualquier manera, ¿te parece lo mismo?
—Obvio que no.
—Entonces, debo encontrar un modo para superar la competencia.
—Deja eso ya, Sam, no eres simpático. Sabes muy bien que el problema no es Lorenzo. Lorenzo no es el problema, sino mi madre —replica yendo directo al punto—. Un problema que debemos siempre resolver y no me parece que hayas dado un paso.
—Isabella no es un problema, de otra manera no estarías aquí.
—Desde tu punto de vista. Desde el mío no lo es, dado que cada vez que toco el punto debo sufrir su rencor y las mismas estupideces de siempre. No es agradable, te lo aseguro.
—¿Entonces?
—Tal Vez debemos hablar juntos.
Samuel se entristece, entonces mira el reloj de pulso.
—Si piensas que sea lo correcto, hablaremos con Isabella. Y con mi padre. Ahora debo irme, Sofía. No quiero llegar tarde a la entrevista.
Sofía se levanta y le da un beso en la mejilla, feliz de su reacción.
—Gracias, Sam, era lo que quería escuchar. Para la entrevista te irá muy bien, verás. Te recomiendo, haz como te digo. Sé tú mismo, no vomites palabras al examinador, no busques ser más interesante de lo debido, no cruces los brazos, no balbucees...
Sam le cierra la boca con la mano.
—Está bien, está bien. Recibido. —Se acerca un poco más. Cinco dedos dividen sus labios de los de Sofía—. Gracias por el ánimo, Sofía—. Se aparta. Sofía esboza una sonrisa avergonzada, luego se dirige hacia la salida de la casa mientras Samuele acomoda la mochila. En aquel instante, nota que la puerta de la sala está entrecerrada, alcanza a ver la pared opuesta de la entrada. Hay un cuadro al centro, Sofía lo reconoce de inmediato. Es aquel en blanco y negro con el marco dorado. Dos troncos carbonizados que se retuercen en un jardín de cenizas. Algo ha cambiado. El cuadro es más grande, ocupa la pared del suelo al techo—. Entonces, Sofía, ¿vamos?
Ella lo sigue. No logra comprender lo que está sucediendo.
Son solo alucinaciones. Pesadillas que logra desechar solo cuando se aleja con Lorenzo. Es como si la cercanía de la villa Álvarez la desestabilizase, haciéndole ver cosas que no existen.
Voces, visiones. El pasado que se aferra a su mente, arponeándola.
Arañando los recuerdos.
Hundiendo poco a poco las semillas de la locura.
*
Media hora más tarde, Sofía se encuentra en la biblioteca. Son las dos treinta de la tarde. Isabela entra por la puerta, puntual como de costumbre.
Le dirige apenas una mirada, camina apresurada entre los escritorios. Llega a Sofía y se sienta a su lado. Se acomoda los cabellos. Se pone los anteojos. Un rito complejo, que debería expresar en modo inequívoco su ansiedad, preocupación y malestar.
Sofía prefiere alejar pronto el tema; en lugar de sufrir una secuela infinita de suspiros y gestos que aluden a un indecible y artefactual sufrimiento.
—Dime, mamá.
Isabella se quita los anteojos y los deja en el escritorio. Reúne las manos a manera de plegaria, delante de los labios. Sofía solo debe ser paciente un poco más, el rito de Isabella está casi terminado.
—Tesoro, últimamente tú y yo no nos hemos comprendido mucho. —La otra cruza los brazos en el pecho, perpleja por su elección del adverbio “últimamente”. Tal vez Isabella quiere decir diez años, como mínimo—. Y, como sabes, no logro aceptar que frecuentes nuevamente a Samuele Ricci. —Es evidente que su madre continúa espiando sus movimientos. No se preocupa, incluso se alivia. Así llegarán pronto al núcleo de la cuestión—. Estoy consternada por tu comportamiento, Sofía. Un comportamiento que me ha decepcionado profundamente. “Consternada”. Sofía sabe bien que aquel lenguaje rebuscado es el preámbulo de una terrible furia. Una de sus tantas armas que conoce, pero a las que sabe cómo reaccionar—. Pero he decidido ayudarte. Esta guerra fría no ayuda a nadie. —Pausa. Silencio—. Por tal motivo, he aceptado conocer a Lorenzo Cassai. Como sabes, no amo particularmente invitar a los desconocidos en nuestra villa.
Porque existe el riesgo que el equilibrio dentro de la villa se acabe. Pero hay una pequeña contradicción entre las palabras “desconocidos” y “nuestra”. Porque Lorenzo no es, de hecho, un desconocido para Sofía. Y esta última escucha impaciente. Conoce las tácticas de su madre, siempre fue buena con las palabras. Siempre ha encontrado un modo para puntualizar sus errores, usar los términos en el lugar correcto, con un perfecto tinte léxico que, casi sin notarse, es cortante como un cuchillo.
Pero ahora Sofía ya no es una niña. Sabe cómo defenderse y reaccionar.
—Gracias —se limita a responder.
—Te ruego, tesoro. Es mi deber, sin embargo, conocer a las personas que frecuentas, especialmente en este periodo confuso de tu vida —continúa Isabella y se masajea la raíz de la nariz.
Sofía mira con el rabillo del ojo el reloj colgado en la pared. Espera que Lorenzo sea puntual, aquel diálogo del todo inútil solo logrará ponerla de mal humor.
Sus plegarias son escuchadas pocos segundos más tarde.
Ana aparece en la puerta, la mira y sonríe. Salpica agitación y alegría por cada poro.
—Lorenzo ha llegado.
Isabella se vuelve a poner los anteojos. Se levanta lentamente, con aire de suficiencia.
—Gracias, Ana, haz que se ponga cómodo. Y llévale un poco de café o té, como cortesía.
Sofía atormenta la orilla de la falda con los dedos. Será un encuentro difícil de gestionar, no sabe cómo comportarse. Está segura de que no faltarán los intentos de su madre para avergonzarla, no osa imaginar qué torturas haya reservado para Lorenzo. Comienza a tener una vaga sospecha de que aquel encuentro es una pésima idea. Se arrepentirá pronto y deberá encontrar una manera para disculparse y acabar con la relación con Lorenzo.
Cuando este último traspasa el umbral de la biblioteca Sofía siente un dolor en el corazón. En aquel instante comprende que en la Villa Álvarez ha caído un verdadero tornado. Nadie antes que él, salvo un docente, había entrado en la Scuola. Lorenzo ha pasado las barreras de la villa. Sofía espía la reacción de Isabella. Su rostro es una sucesión de expresiones contrastantes. Maravilla, disgusto, ira, incredulidad.
Al mismo tiempo se da cuenta de que omitió un pequeño detalle durante sus relatos e interrogatorios sobre las excursiones vespertinas en Florencia. Ha olvidado decir que Lorenzo es ciego.
Isabella la atraviesa con una mirada fulminante, y luego sonríe.
—Salve, señora Cassai —dije Lorenzo.
—Isabella está muy bien —le responde extendiéndole la mano.
Lorenzo vino acompañado solo de su bastón blanco y el violoncelo. Decidió dejar a Virgilio en casa, y fue una buena idea. Infringir el códice de Villa Álvarez habría sido un pésimo exordio. Así como las uñas de un perro que rasguñan la eterna lucidez del parqué de la Scuola.
—Estoy feliz de conocerla —agrega Lorenzo con una sonrisa. Una sonrisa del todo antinatural, de oreja a oreja, algo que Sofía no le ha visto hacer nunca. Síntoma de extrema incomodidad, y el apuro se refleja también en su vestuario: camisa negra, pantalones negros, zapatos negros con un horrible garabato en la punta. Y una horrible corbata gris rata que le aprieta el cuello.
Sofía corre en su ayuda.
—Hola, Lorenzo. Dame el violoncelo.
Se sientan en un diván. Isabella en una poltrona. En pocos segundos, comienza con su consabido interrogatorio, que desarrolla con una maestría encomiable. Nada de arrogancia, bromas ni evidentes dobles sentidos. Parece casi sincera. Casi.
Sofía, sin embargo, la conoce demasiado bien. Basta un pequeño movimiento de las cejas, un temblor en la orilla de la boca. Isabella no teme a Lorenzo. Comprende que ya venció en cuando lo vio pasar el umbral de la Scuola.
Isabela cambia de estrategia y poco a poco se mete en la vida privada de Lorenzo y busca, al mismo tiempo, que comprende cuánto Sofía le ha contado de la propia.
—Lo sé, estoy mortificado —responde él—. Sofía me contó de aquel terrible incidente. Mis condolencias, Isabella.
—Gracias. Fue un periodo difícil para todos. Incluso para Sofía, después del hospital...
—Agua pasada —interrumpe Sofía, mirando de soslayo a su madre.
—Un verdadero milagro —agrega Isabella.
Sofía mira hacia otro lado. Se rinde con un suspiro. Su madre ha vencido nuevamente. En menos de diez minutos descubrió el truco, el punto débil, el arma con la cual podrá chantajearla en el futuro. Ha comprendido que Lorenzo está en la oscuridad del drama de Sofía y que no tiene la mínima idea de que ha pasado más de una semana con una horrible desfigurada.
Y es precisamente Lorenzo quien percibe aquella incertidumbre.
—Entonces, ¿les gustaría escucharme tocar? Siempre que usted, Isabella, esté de acuerdo.
—Claro, claro —le responde distraída—. Pero háblame de tú, no soy tan vieja.
Lorenzo abre el estuche y prepara el violoncelo. Lo coloca sobre la pica entre las piernas y verifica el clavijero. Con el pulgar y el índice toca las cuerdas del arco.
Ana lo interrumpe entrando nuevamente en la biblioteca.
—Disculpen si molesto —dice, tomando la bandeja—. ¿Necesita algo más, señora Isabella?
—Así está muy bien.
—¿Para ti, Sofía Evita?
—Todo bien.
Lorenzo endereza los hombros, sonríe. Ha conocido algo más de la vida de Sofía. Su segundo nombre.
—¿Evita? —le pregunta en voz baja.
—Sí, pero no te atrevas. Sofía es suficiente.
Contiene una carcajada.
—Bien. Comenzaré con una pieza de Chaikovski, Pero me vino la idea de cambiar la parte final.
Lorenzo se quita las gafas de sol. Sofía no alcanza a ver sus iris celestes cuando él entrecierra los ojos. El arco resbala en las cuerdas del violoncelo, las notas se difunden en la biblioteca.
Bastan algunos segundos para dejarla extasiada. De pronto, la alegría de la música le llena el corazón y arranca todo miedo. Y, entonces, Sofía comprende por qué Lorenzo es su ángel de la felicidad. Lo admira y lo envidia al mismo tiempo. Ha sabido actuar ante el sufrimiento, ha colmado aquel vacío esculpido en el alma, ha vencido a su modo a la ceguera y el dolor por la pérdida de su madre. La música fue su mejor amiga, la fuerza y nutriente. Sofía, en cambio, solo se ha alimentado de patética auto-conmiseración, drogándose de angustia y odio.
Sofía, desfigurada. Lorenzo, ciego. Tan unidos en la desgracia, tan divididos en el valor de querer sobrevivir. Un abismo los separa.
En el mismo instante, delante de los ojos de Sofía pasan las escenas de aquella breve semana. Diapositivas desvaneciéndose en blanco y negro, que poco a poco se llenan de colores.
Lorenzo sonríe. Lorenzo bromea. Lorenzo grita con deseos de vivir. Y luego está Sofía, una sombra desordenada que lo sigue recogiendo migajas de un miserable reflejo. De un rayo de su luz.
De pronto, la música se transforma en un viento helado que le paraliza toda ilusión. Sofía no podrá nunca haber aceptado a una persona como él. No se siente a su altura. Pero, cuando está por ceder, Lorenzo mueve el arco. La melodía vuelve a cambiar. Se aleja de Chaikovski y se transforma en algo que le es más familiar.
Reconoce aquella pieza. Increíble. Es de Andrew Llyod Webber, una canción musical inspirada en la vida de Eva Duarte. Evita, como ella.
Comprende por qué lo está tocando. Lorenzo está improvisando, quiere bromear con su nombre. Quiere que vuelva a reír.
De los labios de Sofía se liberan palabras apenas susurradas.
Deep in my herat I’m concealing,
Things that I’m longing to say.
Sin embargo, es tan evidente. Lorenzo no está tocando el violoncelo. Le está hablando. Le confía sus sentimientos. Emociones tan profundas que lo empujan a compartir lo que más quiere: la música.
Scared to confess what I’m feeling,
Frightened you’ll slip away.
Lorenzo le está regalando su salvación. ¿Porque entonces Sofía debería tirar todo al viento? ¿Por qué ceder y desaparecer de nuevo? ¿Por qué no puede aceptar la falla del pasado e intentar construir un futuro mejor?
Tiene derecho. Puede lograrlo. Puede cambiar.
Sofía se pasa una mano en el rostro. Aparta los cabellos detrás de las orejas liberando a las dos Sofías. Les permite decir que, en lo profundo, ambas han tratado inútilmente negar.
You must love me,
You must love me.