28. Sofía & Lorenzo

Blanco. El color de las vendas que cubren el rostro de Sofía.

—¿Lorenzo?

Negro. El color del mundo que Lorenzo todavía no puede ver.

—Sofía.

Una voz chillona.

—¿Cómo estás?

Una voz cansada.

—Me haces falta, Sofía.

—También tú a mí. No sabes cuánto quisiera estar allí, junto a ti.

—No te preocupes, hay quien se ocupe de mí.

—Debería ser yo.

—No puedes.

—Debería tomar el primer avión e ir a ti.

—Falta poco, tesoro. Pocos días.

—Solo pocos días.

—La próxima vez que escuché tu voz, también veré tu rostro.

—Nos miraremos a los ojos, esta vez.

—Te amo, Sofía.

—También yo te amo, Lorenzo.

*

Un paso. Dos pasos.

Brazos extendidos por delante.

Sofía tropieza en la oscuridad, las piernas le tiemblan.

Han transcurrido dos semanas desde la intervención en el rostro. Los días, las horas y los minutos se han dilatado en el tiempo en una espera infinita.

Ha soportado el dolor. Ha sufrido un ardor continuo que le desgarraba el rostro, desde la cabeza al cuello. Ahora, sin embargo, es la ansiedad la que la tortura. El cirujano fue claro: la operación sucedió sin problemas, pero el resultado será visible solo después de la remoción de las vendas. Cada vez que estaba por ceder, tomó el teléfono y llamó a Lorenzo. Todavía está en Los Ángeles, pero regresará dentro de pocos días. Mañana también él se quitará la gasa de los ojos, y podrá ver un mundo nuevo.

—¿Está lista, señorita Álvarez? —le pregunta en inglés la enfermera a su lado, eligiendo bien las palabras.

Sofía le da la mano, apretándola fuerte.

Aquella voz fue su única amiga durante los días de hospitalización. Una confidente a la que contó cada miedo. Por primera vez, se sintió como Lorenzo, comprendió lo que significa vivir en las tinieblas y hablar con la oscuridad.

Sofía la escuchó cada mañana, tarde y noche. Buscó tranquilizarlo e infundirle valor. Pero, sobre todo, le mintió.

No quería agitarlo. Esta es la explicación que se dio, pero solo es media verdad. Tomó el vuelo a Berlín el día siguiente a la partida de Lorenzo a Los Ángeles. No podía permitirse que volviese a Florencia y viese su rostro deshecho. Se convenció de que no cambiaría nada, porque Lorenzo lo conociera, la besara, la amara. Pero está segura, si sus ojos viesen aquella monstruosidad, entre ellos no sería lo mismo.

Tiene demasiado miedo de perderlo. Hizo una elección, no hay más espacio para remordimientos. Sofía está por quitarse las vendas y saludar a un nuevo futuro.

—Estoy lista.

Siente los dedos de la enfermera que se mueven rápidos sobre la nuca hasta la cabeza. Lazos que se sueltan, alfileres que caen en la mesita. Tijeras que están por liberar las cadenas de la nueva Sofía.

Unos cuantos minutos, luego la piel del rostro vuelve a respirar.

—Puedes abrir los ojos, Sofía.

Sofía no tiene el valor de hacerlo. El terror la paraliza. Trata de localizar alguna vibración en el tono de la voz de la enfermera, para saber si la operación fue un éxito o un total desastre.

Finalmente se decide. No tiene nada que perder. No podrá nunca ser peor que la Sofía de la Izquierda.

La luz le hiere las pupilas como una aguja. Al principio ve todo fuera de foco, luego, poco a poco, la vista vuelve a la normalidad. Y entonces, en el espejo aparece el perfil derecho, perfecto, como siempre. Un poco cansado, exhausto por días de hospitalización. Sofía entrevé señales rojas en el cuello y en la raíz de la nariz.

—No tengas miedo —la alienta la enfermera—. Voltéate. Esos halos expirarán en los próximos días, no es nada preocupante.

Un grado. Diez. Veinte grados. El rostro se gira lentamente.

Luego, un movimiento decidido. Noventa grados.

Lo que ve la deja sin palabras. La Sofía de la Derecha se ha duplicado en la parte izquierda del rostro. Dos idénticas mitades, como si un espejo atravesase la frente creando un perfecto Rorschach.

La mano tiembla. Los dedos tocan las mejillas. No hay más surcos ni cráteres. Cuando las lágrimas surgen de los ojos, descienden rápidas hasta el mentón. Tanto de la derecha como de la izquierda.

—Estás bellísima, Sofía.

Alguien le habla en italiano. Una voz que ha escuchado a menudo, sólo por teléfono, pero que ahora ha adquirido un matiz cálido. Vivo. Real.

Es él, ha vuelto.

León Álvarez, de pie, en el umbral de la habitación del hospital.

Su padre.

*

—¿Cómo te sientes, Lorenzo?

Lorenzo aprieta la mano de Jacopo. El dolor en los ojos es intenso, pero puede soportarlo.

—Un poco mejor.

—Mentiroso.

—Estoy bien.

—Ten, las medicinas. Para el dolor y otras cosas que no comprendí.

Busca su mano, toma las pastillas y el vaso de agua. En aquel instante, la puerta se abre.

—Hola, señor Cassai. Hola, Lorenzo. Hoy es el gran día —dice una voz.

Lorenzo la reconoce, es el asistente del cirujano. Una persona extremadamente gentil y competente, que lo ha ayudado en todas las fases de la hospitalización tras la intervención—. Verifiqué las radiografías y los otros exámenes, todos los valores están en norma. Ningún síntoma de rechazo. —Aquellas palabras bastan para tranquilizar a Lorenzo—. Diría que ha llegado el gran momento, podemos quitar las vendas. —Jacopo le aprieta la mano, pero Lorenzo contiene la respiración. No se siente listo todavía. El médico ha sido claro: la operación duró casi ocho horas en anestesia total, pero no hubo complicaciones. El microchip fue implantado sin problemas. No hay certeza absoluta de que Lorenzo podrá recuperar el cien por ciento de la capacidad visual, tal vez ocurrirán otras pequeñas correcciones. No importa, a Lorenzo le bastaría solo una pequeña porción de cielo. Una ventana minúscula en la que pueda asomarse. Ver el mundo. Encontrar los ojos de Sofía—. Entonces, ¿procedemos? —Continúa el asistente—. Apagué el neón, mejor comenzar con las fuentes luminosas un poco más débiles. Tratamos de hacer que se habitúe poco a poco el cerebro a los estímulos eléctricos, ¿qué dices?

Lorenzo le responde con una sonrisa forzada. Tiene un terrible miedo de fallar. Teme que cuando abra los ojos un corto circuito haga humo toda esperanza. La suya, la de Jacopo, y de Sofía que lo espera en Florencia con los brazos abiertos.

—Encendamos las luces —dice Lorenzo—

—Vamos, hijo, vamos —le hace eco Jacopo, con la voz rota por la emoción.

El momento de la verdad llega después de menos de un minuto. Las vendas se sueltan, y Lorenzo abre lentamente los párpados. Se sobresalta. La oscuridad lo invade una vez más, más oscura y densa que antes. Se muerde los labios, aprieta el puño sobre la almohada.

¿Qué sucede? ¿Por qué ve solo un muro de oscuridad?

Cuando está por gritar, aparece una franja roja en la pared. Estira la mano, se asegura que no sea una alucinación.

Es el alba de una vida.

—La veo, ¡la luz! Exclama Lorenzo. El brazo de Jacopo le rodea la cintura.

—¡La luz, papá, la luz! —grita Lorenzo. Se suelta a reír, jadea como si hubiese corrido por kilómetros. Se gira lentamente, busca su rostro.

Lo ve emerger poco a poco de la oscuridad. El perfil de la nariz, la boca, los ojos. Los cabellos encanecidos, bañados de un halo naranja.

Las escenas del pasado invaden su mente, aturdiéndolo. Es como lo recordaba, solo más viejo. Lorenzo se tranquiliza. Fue un tonto al pensar que el tiempo acaba con los recuerdos. O que los cambie, día tras día, sustituyendo la realidad con la fantasía.

No puede contener la emoción. Desliza las piernas bajo las sábanas, apoya los pies en el suelo.

Mientras tanto, el sol está surgiendo en la habitación. El mundo aparece una vez más: un armario, un lecho, una ventana, una percha, una puerta. Lorenzo mueve la cabeza en toda dirección. Los ojos continúan ardiéndole, pero él ignora el dolor.

Quiere todo, ya. Quiere ver cada detalle que lo rodea, antes de que vuelva el Ladrón de Luz.

Se encuentra entre los brazos de su padre. Está llorando como un niño. Como ese niño que a los seis años perdió el último anillo de luz.

Se aparta del abrazo. Jacopo cierra los labios, conmovido.

Lorenzo da otro paso. El mundo le gira alrededor, está por perder el equilibrio. Una mano lo sostiene antes de que caiga al suelo.

—Despacio, Lorenzo, despacio. Un paso a la vez, con calma. No te agites.

—Algo no va. Algo no funciona... —susurra aterrorizado. Se siente desorientado, perdido, confundido.

—Se precisa de tiempo. Debes habituarte a la vista, a las distancias, a la forma de las cosas —lo tranquiliza el asistente—. Debes despertar recuerdos lejanos. No están borrados, pero se encuentran bajo un espeso extracto de polvo.

Lorenzo abandona toda resistencia. Todo está bien. Debe estar tranquilo. Debe creerles.

Finalmente, eleva la cabeza.

El sol, al fondo de la habitación, finalmente ha salido.