––––––––
El sol está poniéndose.
Un círculo rojo fuego se eclipsa detrás de las montañas que circundan el valle de Florencia. El aire del invernadero es picante, preanuncia la llegada del otoño.
Lorenzo observa el panorama de la ciudad. Se quedaría horas delante de aquella ventana para admirar todo lo que lo rodea, los ojos están ávidos de conocimiento.
Se están habituando, poco a poco, a aquella nueva vida, pero no es simple. Moverse en un mundo que ya no está hecho de sombras lo desestabiliza. Esta fase de adaptación será dramática, lo comprendió desde el primer momento en que abrió los ojos, en cuanto la euforia lo abandonó.
El cirujano de los Ángeles fue inflexible: Lorenzo debe seguir el cuidado de rehabilitación a la letra, sin medias tintas. Y eso no implica solo una lista infinita de medicinas para evitar riesgo de rechazo, sino también frecuentes controles en el hospital y encuentros con los psicólogos, que lo ayudarán a superar esta fase. Para no enloquecer.
Lorenzo debe asociar la realidad con la imaginación, despertando poco a poco todos los recuerdos sepultados en el pasado. En breve tiempo ha logrado distinguir los colores, pero los objetos menos comunes todavía se escapan. Está obligado a tocarlos u olerlos para saber lo que son. Puede confiar en la memoria, pero el cerebro tiene una comprensión limitada. Se debe ejercitar con calma y paciencia.
Paciencia que Lorenzo no tiene.
No tiene el sentido de la distancia y a menudo choca contra las cosas y las personas. Con la sola vista todavía no logra evaluar un posible peligro, así que Lorenzo cierra los párpados y está nuevamente en la oscuridad. Pero es una oscuridad sin sombras.
No tiene prisa, la alegría que le infunde el valor y la fuerza necesaria para afrontar cualquier problema. Lo logrará, está seguro.
Enciende el móvil en la mano, marca un mensaje. No logra al primer intento, está habituado a los comandos vocales. Encuentra la dificultad de oprimir los teclados, de seguir escrituras en una pantalla y leer. Se encuentra traduciendo las letras en braille, para comprender el significado.
A, B, C, hasta la Z. Algunos recuerdos de los primeros años de la escuela elemental. Recuerdos lejanos, demasiado.
Lorenzo quisiera telefonear a Samuele y agradecerle por enésima vez. Le debe todo a él. El implante del microchip en la córnea es una intervención muy costosa que no se habría podido permitir, mucho menos en un centro privado americano tan renombrado en todo el mundo.
Una lengua le lame la mano. Lorenzo encuentra los ojos color nuez de Virgilio. Se arrodilla y lo acaricia en la cabeza. Virgilio, quién sabe por qué, parece triste en estos días. No mueve la cola. Es menos vivaz. Menos insistente.
Lo imaginaba así. El pelo suave, manchas negras y marrones en el dorso. Pero, sobre todo, esos ojos tan expresivos, que parecen casi hablar.
En aquel instante, Lorenzo escucha que suena el timbre. Llega a la puerta, por poco golpea contra el diván y la mesa. Cuando abre, se queda estupefacto. Se esperaba ver a su padre, de regreso del supermercado, en cambio se encuentra delante de una chica delgada. Un rostro de rasgos delicados, pero con nariz un poco aguileña, cabellos negros y brillantes, una mirada temblorosa.
Avanza un paso. Levanta la mano. Entrecierra los ojos. Le toca el mentón, los labios, los pómulos. Huele el perfume que emana su piel. Un estremecimiento se irradia como una descarga eléctrica en todo ángulo de su cuerpo.
—¿Sofía?
—Soy yo.
Se quedan algunos instantes mirándose desde lejos. Luego, destruyen esos pocos centímetros que los separan con un fuerte abrazo.
Lorenzo se suelta a llorar, no puede dejar de sollozar.
—Sofía... —susurra, acariciándole los cabellos.
—Cuánta falta me has hecho, Lorenzo.
La deja entrar. Se sientan en el diván, apretándose las manos.
—¿Pero no debías volver hasta pasado mañana de Berlín? —le pregunta Lorenzo sin quitarle la mirada de encima. Teme que sea solo una ilusión, un sueño que puede desaparecer de un momento a otro.
—Pude anticipar el viaje. Y no volví sola —le responde sonriendo.
Lorenzo observa la sonrisa de Sofía. Una sonrisa que ahora puede ver con sus ojos.
—¿León fue a Berlín?
—¿Quién lo hubiese dicho?
—Estoy tan feliz. ¿Cómo fue el encuentro?
—No lo sé, todavía no lo entiendo. Espero que sea un pequeño paso de acercamiento. Imagino, ¿qué dices? Pero son tonterías. Háblame de ti, mejor. Cuéntame todo otra vez. —De pronto, un sentimiento de vacío estalla en el pecho de Lorenzo. Se levanta, se tambalea, llega a la ventana y se aferra a la cortina. Sofía lo socorre al instante—. ¿Qué sucede, Lorenzo? ¿Te sientes mal? ¿Llamo a alguien?
La detiene levantando una mano.
—No, son pequeños momentos de pánico.
—¿Pánico?
Lorenzo asiente.
—El médico dice que, de hecho, son efectos pasajeros, que desaparecerán con el tiempo.
—¿Así de improviso?
—Sí.
—¿Culpa mía?
—No... no es tu culpa —le responde picándose las sienes con los índices—. Es mi cerebro que recibe demasiados estímulos a los que no está habituado. Visiones y emociones. Entonces hay un declive. De alguna manera, es como si tratas de hacer correr un cinquecento a la misma velocidad que un Ferrari. Arriesgo con voltearme en la primera curva.
Sofía, después de un momento de silencio, se suelta a reír.
—¿Tienes el cerebro de un cincuecento? De bajo cilindraje... qué decepción.
También Lorenzo decide dejarlo como broma. Ese vacío está disminuyendo. Solo debe inhalar y exhalar profundamente. Al mismo momento, sin embargo, siente un dolor en el estómago. Tiene delante el rostro de Sofía, tan bello y perfecto, sin embargo, continúa sintiendo una extraña sensación de algo errado, incompleto.
Le basta un instante, comprende el error. Algo no funciona en la retina biónica, o tal vez su cerebro ya se ha freído. No hay otra explicación, porque la parte izquierda del rostro de Sofía no puede ser tan lisa. Nunca lo fue.
Lorenzo cierra los ojos, la toca con la mano. Solo así, tal vez, todo volverá a la normalidad.
—¿Qué pasa Lorenzo? —le pregunta Sofía a flor de labios. —Silencio—. ¿Lorenzo?
Y la mano de Lorenzo tiembla. Falta una parte en el rostro de Sofía. Falta la parte izquierda.
—Algo no está bien —susurra finalmente.
—¿Qué? ¿Qué no está bien?
—Estás diferente.
—¿Diferente?, pero ¿qué dices?
Lorenzo retrae los dedos con horror. Se pone de pie, jadeando.
—Tú no eres Sofía.
Ella lo mira confundida.
—¿Lorenzo? Pero claro que soy yo.
—No es verdad. ¿Quién diablos eres?
—¡Soy Sofía!
—Recuerdo muy bien el rostro de Sofía. Lo he tocado muchas veces.
Ella se toca la mejilla izquierda. Los ojos se le velan de lágrimas.
—Lorenzo, te ruego, no hagas esto que me asustas...
—¿Dónde está Sofía?
—¡Soy yo!
—¡Maldición! Deja de bromear conmigo. ¡Tú no eres Sofía!
—¿Y quién soy?
—No lo sé, ¡pero ese no es su rostro! —grita Lorenzo señalándole el rostro. Una lágrima moja la mejilla izquierda de Sofía.
—Soy siempre yo, Lorenzo. —Sofía solloza—. Hablemos, Lorenzo.
—No hay nada de qué hablar. —farfulla él, entrecerrando los ojos. Sin embargo, reconoce el perfume de Sofía. Su voz, su piel. Pero no su rostro—. Discúlpame. Tal vez estoy enloqueciendo. —Murmura Lorenzo con un hilo de voz. Sofía saca algo de la bolsa y se la da. La mano tiembla. Es una fotografía, el medio busto de una chica. Lorenzo la observa con atención. Reconoce a Sofía, la que siempre imaginó en el mundo de las sombras, con una mitad del rostro deshecho por una telaraña de cicatrices. Una duda lo asalta al instante—. Me mentiste. —Sofía se queda en silencio—. ¿Qué fuiste a hacer a Berlín?
—A borrar el pasado.
—¿Por qué?
—Porque no quería que tú me vieras.
—¡Yo siempre te he visto!
—No quería que vieras a esta Sofía —le dice indicando la foto.
Lorenzo baja la mirada. La observa una vez más. Es ella, la Sofía con el pañuelo rojo.
—No había ningún trabajo en Berlín. No estabas ahí por tu padre.
Sofía solloza, intenta acercarse, pero Lorenzo se retrae. Está exhausto, los ojos le arden como tizones ardientes, una navaja invisible le traspasa la cabeza.
—No, no había ningún trabajo —confirma Sofía, después de una pausa—. Lorenzo, mira esa foto. Mira el monstruo que era. —Lorenzo la mira una vez más—. He vivido por meses con sentimiento de culpa. Tú eras ciego, yo desfigurada. Mi vida fue un suplicio continuo. No puedes saber lo que significa sobrevivir bajo el peso de las miradas curiosas, entre la pena y el disgusto.
—¿Piensas en verdad que no lo habría comprendido? ¿Piensas que no había visto tu sombra, imaginado perfectamente tu rostro?
—Ver no es imaginar.
—¿Por qué no me lo contaste?
—Porque tenía miedo. Porque deseaba que nuestra relación fuese solo alegría.
—Era alegría.
—Fuese verdad.
—Era verdadera.
—Y no un patético compartir recíproco.
—¿Y entonces?
—Y quería ser bella.
—Para mí siempre has sido la más bella.
—La más bella.
—¿esto te importaba?
—Nunca hubiese soportado tu rechazo.
—No me enamoré de tu aspecto, porque nunca lo vi. Me enamoré de lo que eras.
—Todavía lo soy, Lorenzo.
—¿Lo hiciste por mí, entonces? ¿es mi culpa?
Sofía se deja ir al respaldo del diván.
—Los Ricci retiraron la causa contra mi familia. Los fondos fueron desbloqueados. Mi madre me dijo que podía hacerme la cirugía, pero al inicio me rehusé.
—¿Por qué?
—Porque era todo perfecto. Y tenía miedo de que cualquier cambio pudiese destruir nuestra relación. Luego, cuando me dijiste de la intervención en la retina...
Lorenzo comprende. Pero no le basta.
—¡Tenías que decírmelo! —exclama furioso.
—Decirte ¿qué? ¿Decirte que tenía mucho miedo de perderte?
—¡Te amaba, Sofía!
—¿Amabas? —repite ella, con la voz destrozada.
—No tenías que mentirme.
—Amabas a una Sofía que percibías, pero que no veías.
—¿Qué es lo que cambió?
—Siempre seré Sofía, Lorenzo.
Lorenzo retrocede un paso. La mira por primera vez. Sofía, la chica de quien se enamoró.
Pero un peso en el estómago no le permite volver con ella.
Y, solo entonces, Lorenzo comprende cuántas mentiras se escondían detrás de aquellas sombras.