En el espejo, Lorenzo aprieta el nudo de la corbata negra.
—Lorenzo, estamos listos.
Suicidio. Así lo definieron. ¿Motivo? Desconocido. Solo un manojo de rumores y malignidad. Como la sospecha de que Isabella tenía un amante, un dependiente de la empresa de la familia, y que León había descubierto la traición.
Alguien, además, había insinuado que se había tratado de homicidio.
Lorenzo contiene la ira. Las personas son muy crueles al inferir, incluso en un momento tan trágico para la familia Álvarez. Finalmente, después de la desgracia de Alejandro, Sofía se había encontrado con sus padres. No se había hecho ilusiones, pero esperaba que se reunieran. Un sueño que duró pocas horas.
León podría haber matado a su mujer, sorprendida en una flagrancia. Una ilación del todo sin fundamento. Quien sabe cuántas personas no veían con buen ojo a Isabella. Era una mujer mezquina y arrogante que sabía sembrar solo odio y envidia. Pero ¿quién alimentaba tanto rencor como para quererla matar?
Los Ricci, sin duda. O algún desconocido que se había escondido entre los invitados, decidido a poner fin a la empresa de los Álvarez, justo ahora que disponía de liquidez. Y luego, ¿por qué Isabella se había alejado de la fiesta y subido a la terraza de la villa?
Lorenzo no sabe explicarse plausiblemente esto. Por otro lado, todavía más absurda le parece la hipótesis de que Isabella se haya suicidado, no tenía ningún motivo para hacerlo. La situación económica se había acomodado, finalmente, no tenía ya una hija de la que avergonzarse. La relación con León era irrecuperable, pero el marido había vuelto a casa solo por Sofía y cerrar algún negocio en Prado. Quedaría poco tiempo, Sofía se lo había ya mostrado. Algunos días, como máximo un par de semanas, luego, Isabella volvería a ser la única matriarca de la Villa Álvarez.
Lorenzo no logra apartar aquella confusión de pensamientos. La idea de cuánto está sufriendo Sofía lo devasta, sabe bien lo que significa perder a una madre. Y lo sabe también Jacopo, en el umbral de la puerta de su habitación, mientras lo mira con aire triste.
Un funeral es un adiós. Un funeral despierta siempre recuerdos horribles, por fortuna, no tiene aquella imagen impresa en la memoria. Cuando la leucemia se llevó a Irene, el Ladrón de Luz lo había ya privado del último signo de vista.
En cuanto Lorenzo entra en la basílica, siente inmediatamente el olor picante del incienso y de las flores. Sofía está sentada en la primera banca, junto a Ana y a León. Se pone a un lado de ella, le toca un hombro. Sofía se gira apenas de perfil. Sus ojos están hinchados, rodeados de color morado. El rostro es pálido y cansado.
Lorenzo la besa. No le dice nada, no necesita palabras de consuelo. Sabe bien que, en algunos momentos, el silencio debe ser el único protagonista.
Es una ceremonia simple, por unos momentos. Así ha decidido Sofía, y León ha respetado su voluntad. Durante la homilía, el párroco recuerda quién fue Isabella. Una mujer fuerte, que logró retomar las riendas de una familia destruida por una terrible tragedia. Isabella Álvarez, conocida por todos los florentinos, ahora se apresura a llegar con su hijo en lo alto de los Cielos. Solo la fe puede ayudar a los hombres a superar las desgracias, la esperanza es la vía para el Paraíso.
Lorenzo mira a Sofía con el rabillo del ojo. Está inquieta. Se atormenta la falda con los dedos. Endereza la espalda. Murmura algo. Está por explotar de un momento a otro.
Después de una vida de suplicios, Sofía está obligada a afrontar una enésima prueba. Todavía más dura, todavía más difícil de superar. Quisiera acercarse, apretarla fuerte a sí. Decirle que le estará siempre al lado, que juntos vencerán toda adversidad. Pero sabe que no es verdad, porque hay un sufrimiento que nada y nadie podrá alejar. Ni el tiempo logrará tocarla. Por muy impetuoso que pueda ser, por mucho que se fragmente cada día, por mucho que pueda insistir en arrancar los recuerdos y desvanecer los colores, el dolor es como un árbol de piedra que hunde las raíces en la profundidad del terreno.
Son pensamientos breves e inútiles.
La marcha ha terminado.
*
Sofía observa el ataúd de la madre que lentamente desciende en un hoyo donde reina solo la oscuridad.
No logra llorar ya.
Gritar.
Decir una sola palabra.
Cualquier pregunta desaparece en el silencio de una lápida sepultada por coronas de flores.
Solo ahora que la ha perdido, Sofía se da cuenta de cuán importante era. Después de la muerte de Alejandro, su vida se fragmentó. Sin embargo, podían sostenerse una a la otra, anular el sufrimiento con un abrazo. En cambio, prefirieron encerrarse en ellas mismas, dejas para el tiempo. Días, meses, años enteros en que la Villa Álvarez se llenó de gritos de odio, lágrimas secas por la desesperación, suspiros quemados por la impotencia.
A su modo, Isabella la quería. Hizo todo por obtener dinero para la operación quirúrgica, para dejar el pasado atrás y regalarle un nuevo rostro. Sofía ha nutrido la ira atribuyendo toda culpa a la madre. Nunca ha podido demostrarle su afecto. Se ha aislado del mundo, odiando con todo su ser a Florencia, petrificándose en la Sofía de la Ventana. Ha convivido con el devastador miedo de que alguien la llame con su verdadero nombre: asesina. El remordimiento por lo que sucedió en el jardín nunca le dio tregua, ni las cicatrices que le marcaban el rostro. Isabella actuaba con la misma envidia, encadenándose en la lucha contra los Ricci, en la obstinación de querer controlar la vida de todos los que la rodeaban. Con tal de tener un alivio. Para callar el sentimiento de culpa. En el fondo, madre e hija eran más similares y vecinas de lo que parecía.
Sofía se arrodilla. Toma un puño de tierra y lo arroja al ataúd.
—Hasta luego, mamá —susurra.
Se da valor. Su adiós no puede ser una lágrima, sino una sonrisa, como promesa de rescate. Se volverán a encontrar nuevamente, en un día sin tiempo y en un lugar sin espacio.
Sofía, Isabella, Alejandro.
Reirán sus penas. Dejarán todo atrás. Mirarán el universo, la luz y la alegría eterna. El cielo lejano, idéntico e inmutable. Porque todo, aquel día, será colores y alegría.
Porque la vida es solo una línea invisible que conjuga la certeza de un inicio y de un final.
Sofía se acaricia la mejilla izquierda. Inclina la cabeza, acuna su rostro.
El último regalo de mamá.