Alguien toca a la puerta. Sofía no se gira.
—Sofía... llegó Lorenzo.
Es la voz de Ana.
Sofía no le responde. Hurga en el cajón. Aferra cartas, cuadernos y carpetas. Los tira al suelo acaloradamente. Nada, no hay nada.
Golpea un puño contra el escritorio. Apoya la cabeza sobre las manos, intenta calmarse. Cuando levanta la mirada, se da cuenta de que la habitación de Isabella está deshecha. El armario abierto, las chaquetas tiradas al suelo. El baúl cercano a la cama está abierto, con todas las prendas esparcidas en el suelo. La mesa está sumergida entre hojas y más hojas.
En el umbral, está Lorenzo. Busca su mirada con expresión preocupada.
—Sofía.
Ella se limita a lanzar una mirada furtiva.
—Algo debe haber, estoy segura.
—¿Qué has encontrado?
—Por ahora, nada. Inútiles papeles de la empresa, contabilidad y otros documentos comprensibles como un texto escrito en arameo.
—¿León?
—Está en Prato. Tanto por cambiar, como todos los días, del alba al atardecer. Apenas lo veo antes de irse a la cama.
—¿Y qué dice?
—Que siempre tiene sueño y que está cansado —le responde.
—Puede ser que no haya nada qué buscar.
Sofía se pone de pie, lentamente. Cruza su mirada, apenas conteniendo la ira.
—Si hay una sola explicación por la que mamá decidió tirarse por la terraza, debe estar aquí, dentro de esta villa.
Lorenzo sacude la cabeza.
—Y ¿qué piensas encontrar?
—¡No lo sé! Una sola razón. ¿Una deuda? ¿Un prestamista? ¿Alguien que la chantajeaba? ¿Una prueba de que estaba en problemas? ¿una romance con un compañero del trabajo? Papá apenas la consideraba, siempre estaba en el extranjero con alguna buena excusa. Imagínate si mi madre se matase por el dolor de su traición. Estamos hablando de Isabella Álvarez, no lo olvides. —Lorenzo no replica—. No, debe haber algo más. Algo que se me escapa.
—Tal vez debas dejar que otros lo hagan.
Sofía eleva la ceja. No cree a sus oídos.
—¿A quién? Ilumíname.
—Creo que a la...
—¿Policía? Hecho. ¿No comprendes? No les importa nada, y no han todavía archivado el caso solo porque el nombre de Isabella Álvarez apareció en las primeras páginas de todos los diarios, y no solo de Florencia. ¿Sabes qué me dijo? Que es un suicidio, no hay más que agregar. ¿Los diarios? ¿Has visto qué tormento? El dinero no es la felicidad... —gesticula fuera de sí—. Qué descubrimiento. Pero mi madre no se suicidó, punto.
—¿Qué piensas?
—No pienso nada. No hay señales de lucha en la terraza. Un invitado, no recuerdo el nombre, dijo que la había visto subir sola. Todos, naturalmente, tienen testimonio que puede confirmar su coartada, porque en aquel preciso instante estaban en la sala, en la cocina, en la biblioteca o ya se habían ido.
Lorenzo asiente.
—¿Entonces?
—Entonces, ¿sabes quién es la única persona en que confío y en quien creo ciegamente? Tú, porque estabas conmigo.
—Ah, te agradezco por no incluirme entre los sospechosos.
Sofía deja caer los brazos a los costados, exhausta.
—Disculpa —le dice finalmente—. Es que este asunto me está desquiciando. Es obvio que alguien da su propia versión de los hechos, pero la policía debería descubrir la verdad, ¿no es ese su trabajo?
—Sí.
—Pero solo fingen para el embuste mediático, entonces hasta luego y gracias. Lo sabes cómo funcionan estas cosas, ¿no? Bien, seré yo quien descubra la verdad.
Lorenzo la toma de la cintura.
—Se requiere paciencia, han pasado solo tres días desde el incidente.
—¿Incidente? —Lo interrumpe Sofía de inmediato, apartándose de su abrazo—. Los incidentes suceden en automóvil. Ah, tal vez la mamá se subió y cayó por accidente. ¿Eso quieres decir?
—Prácticamente has tirado toda la biblioteca, sin encontrar nada. —Continúa Lorenzo, respondiendo a la provocación—. Hiciste lo mismo con su habitación. Sofía, quisiera tanto que hubiese una explicación válida.
La ira se ahoga en sollozos. Sofía se suelta a llorar, cayendo sobre su hombro. No importa cuánto busque, está lista para excavar en cada centímetro de la villa. La villa que, nuevamente, se ha vuelto la prisión de sus obsesiones.
—Un boleto, un mensaje... algo que pueda explicar el motivo del suicidio. ¿Es mi culpa? Lorenzo, te ruego, dímelo.
Lorenzo se acaricia los cabellos.
—No, no es tu culpa.
—¿No soportaba la idea de que hubiese invitado a Samuele a la fiesta? ¿Fue por acercarme a él?
—No, no es eso.
—¿Por mi padre? ¿Es porque intenté reanudar la relación tras lo de Berlín?
—No, Sofía.
Sofía se seca las mejillas con los puños de la blusa. Se gira lentamente, se acerca a la ventana. La mirada vaga en el pórtico, la vista está nublada por las lágrimas.
“El fruto podrá ser tuyo. Y es mejor que el diablo que conoces”.
Sofía salta. Aquella voz, nuevamente, retumba en su cabeza. Aquellas palabras incomprensibles. Deja escapar un grito, aferra un portaplumas en el escritorio y lo lanza contra el muro.
Lorenzo se queda petrificado. Nunca la ha visto en aquel estado.
Sofía cae de rodillas. Jadea, los cabellos están despeinados y los ojos desorbitados.
“El fruto podrá ser tuyo. Y es mejor que el diablo que conoces”.
—¡Basta! —grita.
Lorenzo la socorre, la abraza.
—Calma, Sofía, cálmate.
—El diablo... el infierno... el fuego que arde en mi piel... —balbucea Sofía.
Él le toma el rostro entre las manos, la besa.
—¿Qué estás diciendo? Estás fuera de ti, debes calmarte. Por favor, Sofía, escúchame.
Sofía apenas lo escucha. Con esfuerzo llega a la cama. Se aferra al colchón, busca regular la respiración. Se queda en silencio por un instante.
—No existe una explicación. Mi madre tenía ese maldito dinero, había dinero. La empresa podía volver a vivir un momento de oro, sí. No había más un monstruo recluido en la casa. No soy ya un monstruo, Lorenzo, mírame. Soy normal, ahora, ¿verdad?
—Sofía, claro que lo eres, siempre lo fuiste.
—Entonces alguien la mató. Alguien la mató. Alguien la mató.
Él baja la cabeza, sin aliento. Sofía no le da siquiera tiempo de replicar y le aferra la mano.
—Vamos.
*
Lo arrastra al jardín. Llegan bajo el árbol.
Sofía observa el tronco y la fronda con el rabillo del ojo. El número de flores moradas parece aumentar día tras día.
—¡Mira! Las flores, mira cuántas son.
Lorenzo sigue el índice de su mano. Ve solo algunos brotes, un árbol medio carbonizado que trata de renacer.
La mirada de Sofía se posa en la mancha oscura del camino.
Levanta la cabeza en dirección del barandal de la terraza. Le basta entrecerrar los ojos para ver la silueta de Isabella que se acerca a la balaustra, la salta y se arroja al vacío.
Lorenzo la abraza desde atrás.
—Sofía, trata de calmarte. Solo te estás haciendo daño.
—Estoy tratando de comprender, maldición.
—Cuántas veces has estado aquí? ¿De qué te ha servido?
—De nada. Vamos arriba. Pronto. —Lorenzo sacude la cabeza, pero cede. Vuelven entonces al pasillo, suben las escaleras que conducen al primer piso, luego al sucesivo y a la terraza. Sofía está corriendo con agitación. Abre la puerta con las manos temblorosas. El viento sopla sobre las sábanas extendidas para secarse. Se inflan como fantasmas, haciéndose a un lado a su paso. Vuelve al punto preciso de donde Isabella se arrojó. Baja la cabeza, verifica los ladrillos del suelo. Nada. Se gira, mira hacia abajo. No hay una razón. Se requiere valor para quitarse la vida, una fuerza que ni siquiera ella, en los momentos más tristes, tuvo. Sin embargo, ¿cuántas veces se encontró en aquella terraza, sola y deprimida, con el único fin de saltar el barandal y arrojarse al vacío? ¿Y si también lo hubiese pensado su madre? ¿Si también ella hubiese cedido, hubiese escuchado en la cabeza aquella voz sibilante como la de una serpiente? Sofía contempla el cielo, una lámina de metal. Un gris tan frío e indiferente que la hace estremecerse. Observa delante de sí. La villa de los Ricci, la terraza sobre el ático, los perfiles de las otras casas que se dibujan a su espalda. La Florencia que se extiende hasta las montañas. La Florencia que continúa viviendo, día tras día, ignorando su drama. Son instantes en que quisiera que todo el mundo se detuviese, concediéndole su atención. Que derramase una sola lágrima. Un terremoto. Un naufragio. Un eclipse de sol. Una señal de pena. Lorenzo se acerca a su espalda, le apoya el mentón sobre el hombro—. Nunca le dije que la quería —dice Sofía con la voz destrozada por el llanto—. Nunca le dije que, más allá de todo, tenía una enorme necesidad de ella. Que debía quedarse conmigo, porque sin ella estoy perdida.
—Isabella lo sabe, donde sea que esté.
—Lo espero, Lorenzo, lo espero. Donde sea que esté.