Sofía sube las escaleras. Una mano toca la pared, lame los marcos de los retratos de los Álvarez. La otra, cerrada en un puño, esconde una llave.
Llega al último escalón. Está en el piso superior. A la derecha, su habitación. El antiguo refugio. A la izquierda, la estancia de mamá. La puerta está cerrada.
Sofía mira a través de la mirilla. La cama matrimonial, con el edredón negro de lana cocido por la abuela Freira. El baúl oscuro delante de la cabecera. El papel tapiz amarillo, con algún motivo floral. El enorme candelabro de cristal, que pende al centro del techo. El parqué lúcido, sin siquiera un grano de polvo. El armario de tres puertas, de madera de un cerezo, a la izquierda. El escritorio vacío, al lado de la ventana cubierta de una pesada cortina marrón.
Ana ha acomodado todo. El orden reina de nuevo.
Es la inmovilidad eterna de la villa.
Sofía no logra dar otro paso. Ya revisó aquella habitación, para encontrar un solo indicio que desmintiese el suicidio de Isabella. No hay más que se pueda hacer. Más que una cosa.
Se voltea lentamente. Se moja los labios. Y avanza un paso. Luego otro. Hasta que llega al final del pasillo. Ahí se encuentra la última puerta, la habitación inviolable. El umbral que no ha tenido el valor de pasar.
Mete la llave en la cerradura. La gira. Abre la puerta y se sumerge en la oscuridad.
El olor a cerrado provoca náusea. Le cuesta trabajo respirar. Susurros lejanos. Risa de niños.
Debe lograrlo, no puede renunciar ahora. Estira una mano sobre la pared. Las uñas la arañan, hasta encontrar el interruptor.
Enciende la luz. Lo que ve la deja sin respiración.
La habitación de Alejandro está vacía. La recuerda perfectamente, aunque hayan pasado tantos años. La cama con las sábanas de colores, las cortinas de Superman. El escritorio azul y rojo. El cesto que estaba sobre el suelo, lleno de juguetes. La televisión sobre el escritorio, unida a una estación de juego, y la fila ordenada de videojuegos.
No hay nada.
Sofía llega al centro de la estancia. Se sienta en el suelo. No tiene lágrimas que derramar, se siente privada de sus fuerzas. Se pregunta quién se ha llevado todo el mobiliario de la habitación de su hermano. No Isabella, que tenía la estancia cerrada como si fuese un lugar sagrado e inviolable. Sofía sabía que las llaves estaban escondidas en la biblioteca, dentro de un libro. Nunca tuvo el valor de tomarlas.
—¿Sofía?
Sofía se pone de pie, gira alrededor. Es la voz de su hermano, la reconoce.
—¿Sofía?
Se gira. Es su madre.
—¿Sofía?
Un coro de voces. Cae de rodillas sobre el parque, se cubre las orejas con las manos. No logra siquiera gritar.
Los ojos, velados de lágrimas, le revelan un detalle. El papel tapiz está desgarrado en la esquina entre dos muros. Se ve algo, una mancha oscura.
Sofía se levanta y se acerca. Se da cuenta de ese halo negro, dentro de la rasgadura, es una foto. Muestra a Alejandro, pocos meses antes del accidente en el jardín. Los mismos pantalones, pero una camiseta celeste con una S de Superman estampada.
Sofía mete los dedos en la fisura y quita el papel.
Otras fotos de su hermano. Sobre cada uno de ellos hay anotada una frase y la fecha. Son palabras escritas por Isabella, reconoce la caligrafía. Pensamientos, recuerdos, plegarias. Frases que muestran dolor y angustia por la pérdida del hijo.
Sofía devela otra porción del revestimiento. Otra foto. Cada centímetro de la pared está cubierto.
“¡Todo es culpa de Sofía!”, lee sobre una nota.
Las manos tiemblan. Las uñas se hunden en el papel, lo arrancan con ira.
“Sofía. Solo es tu culpa”.
Sofía corre por el perímetro de la estancia. Arranca más.
“Sofía. Quemaste a tu hermano”.
Destruye. Lee aquellas malditas notas.
“Sofía. Te llevaste a mi pequeño Alejandro”.
Lacera el papel acaloradamente. Jadea, llora. Respirar es una tortura.
No es posible. No puede haberlas escrito Isabella. Es verdad, habían tenido alguna horrible discusión. Peleas, expresiones dictadas por la ira. Alusiones que la atormentaron por noches enteras. Pero su madre no sería tan malvada para deshacer las fotos de Alejandro, imprimiendo sobre cada una de ellas el nombre del asesino.
“Sofía. Ella, la asesina”.
Sofía se detiene. Tiembla. Reflexiona. Es posible que su madre nunca haya superado el dolor por la pérdida de su hijo. Año tras año, aquel sufrimiento se transformó en locura. La locura la empujó a violar la habitación de Alejandro, a encerrarse ahí por horas. Pegando sus fotos, culpando a Sofía por su muerte.
“El fruto podrá ser tuyo. Y es mejor que el diablo que conoces”.
La sangre le hiela las venas. Sofía retrocede, con la espalada contra la pared. Encuentra el interruptor. Apaga la luz. Volverá el día siguiente y no habrá nada. Es solo su mente que le juega horribles bromas.
Está cansada. Extenuada. Debe descansar.
Los cabellos están pegados a la frente y a las mejillas. La boca abierta. La saliva que escurre por los labios. Y recuerda las palabras de Isabella.
“Pienso que una madre no debe vivir más que sus propios hijos”.
Sofía grita.
Sofía se escapa.